En agosto de 1962 el director de cine francés François Truffaut grabó una entrevista con Hitchcock que era una conversación de 50 horas entre los dos cineastas. La famosa entrevista (que dio lugar a un tomo tan grueso como Hitch) fue precedida por un largo estudio crítico de los directores franceses Claude Chabrol y Eric Rohmer, publicado en París. El anterior encuentro entre Hitchcock, Truffaut y Chabrol ocurrió cuando ninguno de los dos fanáticos franceses eran todavía directores de cine sino meros entusiastas. Tanto que en el primer encuentro, ocurrido en Cannes, Chabrol y Truffaut terminaron zambulléndose en una fuente helada, ebrios de emoción. Fue entonces que los dos dedicados entrevistadores dieron a Hitchcock la idea de que el color verde no sólo era importante en su cine sino esencial: era el recuerdo. Hitchcock les admitió que le gustaba el verde porque era un color natural. También le gustaba el marrón por las mismas razones. Y el rojo y el azul y el amarillo. Los últimos además de naturales eran fácilmente encontrables en banderas (la americana, la inglesa y la francesa) y en casi todos los semáforos instalados en cada esquina, invención francesa. Hitch no podía haber admitido esa paleta populosa años atrás, cuando todas sus películas eran en blanco y negro, para no mencionar todos y cada uno de los episodios de televisión que lo hicieron rico y famoso.
Su primera película en colores, La soga, la filmó Hitch en 1948. En ella el verde, que significa nostalgia, no aparece más destacado que el resto de los colores del espectro. La soga es la menos nostálgica de las películas. De hecho, su única nostalgia es atroz: sólo uno de los dos jóvenes asesinos desea volver al momento en que todavía no habían ahorcado a su incauta víctima. Pero —siempre un pero viene a entrometer su realidad en la más feliz metafísica— ya en su tercera película, Downhill, Hitch hizo teñir de verde pálido la secuencia del delirio del héroe. Hitchcock luego explicaría que lo había adoptado (y adaptado) de una memoria infantil. «Recuerdo», recordó, «una obra de teatro que vi en 1905, en la que el villano entraba en escena bañado por una luz verde. También se usaba entonces la luz verde para fantasmas y malvados». Hay que recordar que en Inglaterra y en los países anglosajones el verde no es el color de la esperanza. Más bien al contrario: Shakespeare llama a los celos «monstruo de ojos verdes».
Hitchcock podría reclamar su ascendiente católico, pero la tradición dramática en que se había insertado era poderosamente protestante, es decir victoriana. En el slang de los cockneys, la clase obrera a la que pertenecía Hitchcock, verde es el nombre del dinero. Pero, lo que también fascinaba y asustaba al joven Hitch, significa comercio sexual. Hay, es cierto, un elemento de nostalgia en la frase «días de ensalada», aunque Shakespeare, que la anotó, dice enseguida: «cuando mi juicio estaba verde». Pero Truffaut et al declaraban, como Lorca, «verde que te quiero Hitch».
«La nuestra», solía decir Hitch, «era una familia católica. En Inglaterra ya de por sí esto era una excentricidad». (Esto es el evangelio). Sus padres eran polleros (Inglaterra es un país de tenderos) y su dirección quedaba ahí detrás de las cajas de cartón vacías y las plumas: Hitch tenía que atravesar la pollería para alcanzar su casa. ¿Es por eso que Hitch odiaba los huevos? Recuérdese que en Para atrapar al ladrón Jessie Royce Landis, madre americana de la más bella rubia de su colección, Grace Kelly, apagaba un cigarrillo en la yema de un huevo frito en el comedor del más elegante hotel de la Riviera. ¿Obsesiones católicas? Tal vez. Pero Violet Trefusis, más famosa por lesbiana que por novelista, amante de Vita Sackville-West, la mujer que fue Orlando y creadora de la frase «¿Quién le teme a Virginia Woolf?», después de terminar su Virginidad aunque la dejara virgo intacta, la Trefusis solía apagar sus cigarrillos en todas partes: una barra de mantequilla, la sopa, un huevo. Hitchcock ya de mayor, ya el Maestro, ya uno de los hombres más ricos del cine, cenaba cada noche, cenara lo que cenara, no huevos pero patatas fritas: un componente eterno de la cena obrera inglesa.
A los dieciséis años Hitch descubre las obras de Edgar Allan Poe. «Es porque me fascinaban tanto los cuentos de Poe», declaraba, «que luego hice películas de suspense». Ahora se comparaba con Poe con típica inmodestia: «Poe y yo somos prisioneros del suspense. Si yo hiciera Cenicienta película todo el mundo buscaría el cadáver. Si Poe hubiera escrito La bella durmiente todo el mundo buscaría al asesino». Pero la influencia ética más que estética mayor del Hitchcock joven fue G. K. Chesterton, el hombre que fue jueves pero también viernes santo. Chesterton afirmó: «La moral es la más oscura y atrevida de las conspiraciones». Hitch siempre se sintió tirado por una oreja por la moral y al otro oído le susurraban conspiraciones mil. Todo su cine es pura paranoia y la conspiración es la más paranoica de las actividades humanas.
Una declaración de amor: «Quería ser, primero, director de cine, luego, el marido de Alma». Alma Mahler, Alma Mahler Gropius Werfel, Alma Mater, Alma Reville, Alma Reville Hitchcock. Alma-Tadema es el más grande de los pintores eróticos victorianos: il a voulu être pompier.
Dijo un cineasta que conoció a Hitch de joven: «Aparte de sus películas, Alfred Hitchcock no existe». Su biógrafo autorizado, John Rusell Taylor, escribe: «No existe en ninguna parte una sola foto de Hitchcock niño». El biógrafo también anota que no hay muchas fotos suyas anteriores a 1930. Las pocas que hay muestran que Hitch fue siempre Hitch: casi calvo, feo, gordo, pequeño y culón. Hitch solía contar un extraño cuento de su prisión infantil. Siendo niño cometió una falta menor que para su padre era una fechoría. Hitchcock padre habló con un policía amigo, que vino a buscar al niño para prenderlo y meterlo en la cárcel por una noche. Desde entonces Hitch tenía terror a la policía. El cuento parece apócrifo pero su fobia a la ley y a sus agentes era verdadera. Tan intenso era este miedo que Hitchcock dejó de conducir en los Estados Unidos cuando yendo hacia San Francisco tiró su puro encendido a la carretera. El resto del viaje fue presa de la angustia más terrible: la conciencia de violar la ley. Pero, es curioso, dejó de conducir, no de fumar.
Desde un principio Hitch se sintió, como Von Sternberg, cómodo en compañía de mujeres. Es curioso que ambos directores son a menudo acusados de misóginos, mientras que George Cukor, un activo pederasta pasivo, sea considerado el director de mujeres por excelencia. Hitch, por su parte, no comenzó a rodearse de rubias hasta Treinta y nueve escalones, hecha casi al final de su carrera inglesa. Hitch las prefiere rubias pero se casó con una morena. Sin embargo las películas en que su heroína no ha sido rubia (como Ruth Roman en Strangers on a Train) la actriz, a pesar de su belleza estatuaria, ha dejado de tener ese aspecto de Galatea nórdica que tienen las rubias en sus películas. Como la principal relación amorosa en La soga es homosexual, la pequeña, la poquita cosa de Joan Chandler no es precisamente la dama morena de los sonetos. La más sugerente de sus trigueñas en apuros fue Teresa Wright en La sombra de una duda, donde era pueblerina y popular y a la vez inmensamente atractiva, elegante. Como contrapartida Hitch tuvo en Mr and Mrs Smith a la rubia más sexy audaz y simpática, Carole Lombard, en una de sus peores películas. Ad ars per aspera.
Los galanes, Hitch parecía preferirlos, como Mae West, altos, morenos y apuestos. En todo caso los actores que estuvieron más con Hitch al otro lado de la cámara fueron Cary Grant (4 veces), James Stewart (4 veces) y Gregory Peck (2 veces), aunque el boca torcida Robert Cummings estuvo tanto ante la cámara como Peck. Hitchcock parece haber querido ser Cary Grant alguna vez en su vida. Inglés de clase obrera y con acento modificado, Grant estaba sin duda más cerca de Hitch que Stewart o Peck, americanos promedio sin remedio. Por supuesto Hitch nunca pudo aspirar a la apostura ni a la gracia de Grant.
«A Hitch lo conocían como un buen tipo», escribe su biógrafo Taylor, «lleno de ideas y siempre dispuesto a reír». Más bien a hacer reír, como demostraría más tarde. Entonces Hitch no tenía más que veinte o veintiún años y estaba comenzando. Cuando se casó con Alma todavía no había hecho esa Downhill que contrariaba su título: todo para Hitch sería uphill. Hitch y Alma se mudaron para el último piso del 153 de Cromwell Road, que queda a apenas cinco cuadras de mi casa ahora. Hitch tenía que subir todos los días no treinta y nueve escalones sino noventa y a veces también Alma. Vivían en confortable medianía inglesa. Luego, cuando fue famoso y rico, Hitch se negó a mudarse a un apartamento menos modesto, a Mayfair o a cualquier otro barrio elegante. «Nunca», dijo Hitch, «tuve el menor deseo de cambiarme a otra clase que no fuera la mía». Pero Hitch comía como no comía su clase. Iba a menudo a Simpson’s en el Strand, inclusive antes de casarse. Ahí cenaba solo como sólo cenaban (y cenan) los ricos. Después Alma, tan delicada, aprendió su gusto por la buena mesa. De vez en cuando compartían la cama, aunque Hitch tenía su almohada propia. Acerca del buen tipo (nunca físico) su importador americano, David O. Selznick, le escribía a su esposa que Hitch no era mal muchacho. «Pero no es», precisaba, «exactamente un hombre para ir de romería».
Blackmail es la primera película hablada de Hitchcock y la primera película hablada inglesa —gracias a la doble voluntad de Hitch. Todos o casi todos saben cómo Hitchcock transformó esta película muda en una película hablada y cómo hizo que su estrella, la alemana Annie Ondra, hablara. El hecho de que Annie, una Venus surgida de Ondra, no pudiera hablar inglés impidió que fuera la primera rubia gélida de Hitchcock. Aunque Ondra era casi tan vivaz (y tan sexy) como Clara Bow. Lo muestra bien la prueba de sonido que le hizo Hitchcock que se conserva en el Archivo Nacional de Cine Inglés, así como en el Museo de Pesas y Medidas de Sèvres:
HITCH: Vamos a ver, Miss Ondra. Vamos a hacer una prueba de sonido. ¿No es lo que quería? Venga acá.
ONDRA: No sé qué decir. ¡Estoy nerviosa!
HITCH: ¿Ha sido buena chica?
ONDRA (riendo): ¡Oh no!
HITCH: ¿No? ¿No se ha acostado con nadie?
ONDRA: ¡No!
HITCH: ¿No?
ONDRA: ¡Ay, Hitch que me embarazas! (Se ríe a más no poder)
HITCH: Venga acá ahora y no se mueva de este lugar o si no, como le dijo la criadita al soldado, no va a salir bien. (Anny Ondra se muere de risa)
HITCH: ¡Corten!
(A pesar de su humor hace poco aquí que Hitch supo qué era la menstruación)
Finalmente Anny Ostra fue doblada por una actriz inglesa mediante un proceso nuevo pero primitivo: Ondra movía los labios primero y salía la voz en off. De regreso a Alemania la muy polaca Ondra se casó con el muy ario Max Schmelling, el boxeador favorito de Hitler. Cuando Hitch lo supo le cablegrafió: «¿UN BOXER? ¿PERO ESO NO ES UN PERRO ALEMÁN? Schmelling era en realidad un Goliat del ring. Anny fue su Ondra de David.
Fue en Chantaje la primera vez que Hitch apareció en la pantalla, convirtiendo su imagen de inglés feo en un camafeo. Hitchcock asegura (y él debía saberlo mejor que nadie) que ocurrió porque estaba corto de dinero y de extras: su debut fue en El huésped. Pero el mismo Hitch no estaba seguro de que esta aparición fuera de alguna consecuencia. En Chantaje está de pasajero en el metro de Londres en lucha incierta con una de sus bestias negras, un niño. (Nunca una niña, como Lewis Carroll). Luego vienen los sucesivos camafeos en cada película. Excepto en El hombre equivocado, donde la seriedad dramática del tema lo empuja a aparecer en un prólogo innecesario. Ahora su intérprete es Henry Fonda, un actor que detestaba («Es exactamente igual en todas sus películas, y encima cobra por ello») y encuentra por primera vez a su mejor colaborador, el compositor Bernard Hermann. Hermann tiene aquí uno de sus golpes de música memorable, como el solo de trompeta que anuncia el picnic en Ciudadano Kane. En El hombre equivocado (que es la historia de un músico adocenado que, como José K. es acusado de un crimen del que es totalmente inocente) Hermann usa una de sus piezas cubanas que casi son caricaturas desesperadas (en El hombre equivocado es una rumba lenta y violenta, en Vértigo es una habanera esquizoide) y sirve sólo para la presentación y los títulos. Mientras la orquesta toca mecánica al fondo, las parejas que bailan son cada vez menos, hasta que el salón de baile queda vacío y los músicos que empacan comienzan a adquirir una individualidad fatigada. La rumba mecánica, como la histérica suite de cuerdas de Psicosis es de una maestría musical pocas veces igualadas en el cine. Hermann fue víctima y victimario de la moda, cuando el estudio decidió que no podía ser el compositor de Cortina rasgada porque estaba pasado, para reaparecer haciendo una poderosa partitura para uno de los directores de la más joven generación y complimentando con sordos acordes esa obra maestra, Taxi Driver. Es por la ausencia sonora de Bernard Hermann que Cortina rasgada es sólo un divertimento maestro.
Hitchcock, un hombre que debía tener horror de su figura (emprendía constantes, inconstantes dietas) y de su cara, las multiplicó hasta su muerte. Aparte de las breves brevas de su aparición en el cine, presentó incontables programas de televisión, acompañado siempre por los compases risueños de La marcha fúnebre de una marioneta, de Gounod. En sus camafeos del cine a menudo llevaba a cuestas un obvio instrumento musical: chelos con celo, contrabajos sin trabajo. En otras apariciones (que ahora tienen un sentido más espiritista que espiritual) paseaba a lo lejos su enorme vientre de ballena muerta a la orilla del mar. Pero su presencia por ausencia más notable ocurrió en Náufragos, donde, como no cabía en la balsa, aparecía en un periódico en alta mar: en su última página se ofrecían unas píldoras de dieta llamadas «Reduco». Para ilustrar la eficacia de «Reduco» aparecían dos Hitchcocks: uno «Antes» y otro «Después». Por esa época Hitch estaba más gordo que nunca. (Recuerdo cómo en un Festival de San Sebastián una cierta Miss Perborato se ofreció a curar mi discreta dispepsia ofreciéndome albóndigas rellenas con perborato que, según ella, ¡curaban la indigestión que producían!) Hitchcock aseguraba que recibió muchas peticiones de «Reduco». (Por mi parte puedo asegurar que si nadie pidió las indigestas albóndigas sanativas, muchos se sintieron tentados por la oferta de Miss Perborato). La última aparición de Hitch ocurrió, como tenía que ser, en su última película, Family Plot, uno de sus mejores títulos, pues se puede leer como ardid familiar o como la tumba de la familia. Aquí Hitch aparece como una sombra detrás de una puerta cerrada: se le ve tras el cristal oscuro. Un letrero en la puerta dice: «Registro de Nacimientos y Defunciones». Vanidoso y veraz, al explicar por qué introducía ahora su instantánea casi al comienzo de cada film, dijo: «No vaya a ser que el público por esperar mi visita no preste atención a la vista».
Hitchcock solía citar a Kuleshov y a Pudovkin y sus teorías del montaje, pero nunca citaba a Eisenstein, que fue el mejor popularizador del montaje. La teoría del montaje, que algunos creen rusa y privativa del cine (están equivocados dos veces), es la que sostiene que dos imágenes cuando se yuxtaponen, dan lugar a una tercera imagen que es el resultado de la alteración que sufre cada imagen por contigüidad. Para el cine soviético esta teoría era idéntica a la ideología hegeliana, adoptada por Marx, de la dialéctica del juego. Declara Hegel que una tesis, enfrentada en su antítesis, siempre produce la síntesis. La teoría del cine ruso estaba ilustrada por un experimento visual de Lev Kuleshov con el actor Mosyukin, tomado en close-up y con una mirada neutral, que es opuesta sucesivamente a un plato de sopa, a una bella rubia y a un entierro que pasa. Mosyukin, que permanecía impasible parecía reaccionar ante la sopa con hambre, ante la rubia con lujuria y ante el entierro con miedo. Esta sabida lección de Kuleshov fascinaba a Hitchcock que se declaraba partidario acérrimo de la teoría del montaje.
La teoría opuesta, expresada por el esteta francés Alexandre Astruc con su idea de la camera-stylo o de la cámara como una pluma, consideraba al cine como una escritura. Otro esteta francés, André Bazin, opuso la mise-en-scène (que es más bien la puesta en cámara) al montaje. Uno de sus ejemplos era Orson Welles en Citizen Kane, otro el Alfred Hitchcock de casi todas sus películas. Hitch creó el ejemplo total de la mise-en scène en La soga, donde experimentó con la ausencia radical del montaje. Toda la película se vio convertida en un continuo movimiento de cámara, donde el lente y la escena y los actores se movían en planos paralelos que sólo se encontraban en el infinito del fin. Pero Hitch, para mostrar que es un espíritu de contradicción, basó toda la ejecución de Psicosis (tal vez su película más popular mientras que La soga fue un fracaso) en el montaje. Así la muerte de Janet Leigh bajo la ducha y lo que Borges llama el «íntimo cuchillo» (aquí habría que echar una visión sangrienta ala relación casi eterna entre Hitch y el cuchillo desde Chantaje, donde la heroína que es una asesina, después de acuchillar a un chantajista, regresa a casa, a la comodidad de la cocina y al cotidiano desayuno para oír cómo la cháchara de una vecina se convierte en un monólogo de una sola palabra: cuchillo, lo opuesto de Ionesco en La lección, donde la palabra cuchillo se convierte en un cuchillo letal, ambos, Ionesco y Hitch invirtiendo la hazaña de Adán), tal vez la muerte más súbita y sorprendente del cine, está construida por 70 emplazamientos de la cámara: el baño, la ducha, la duchada, la asesina y finalmente la cortina de la ducha y sus presillas y el obsceno hueco de la bañera que se convierte en el ojo perennemente abierto de la pobre Janet Leigh, que conoció temprano la vida y el amor y también el horror de su muerte.
Hitch hizo en Psicosis una obra maestra compuesta siguiendo la teoría del montaje, y así burló una de sus leyes básicas. Según Hitch el suspense, que si no inventó lo hizo central en nuestras vidas, es lo contrario de la sorpresa. Lo ilustró en conversaciones y en entrevistas muchas veces. Suspense era el niño que llevaba una bomba en el bus de Londres en sabotaje. Su hermana lo ignora pero su marido, el malvado terrorista, lo sabe bien y con él —he aquí la clave del suspense— el público, el cómplice que espera en angustiosos minutos que la bomba estalle entre los brazos de un niño doblemente inocente y vuele junto con los pasajeros no menos inocentes. La sorpresa sería hacer estallar la bomba ya, sin preámbulo, sin el menor conocimiento de dónde está, quién la lleva, cuándo estallará. Pero en Psycho Hitch utiliza sólo la sorpresa (todas las muertes son violentas, inesperadas y súbitas) y el estallido de la locura deja como estela un leve suspenso o más bien una intriga. ¿Quién es esta asesina anciana con un alevoso cuchillo que canta como un cuclillo demente? ¿Qué es ese cuchillo que brilla un momento antes de clavarse en su víctima propicia? El cuchillo es también un signo de admiración[2].
Hitch declaró descarado que el mejor sentimiento que encarna un actor es el miedo. «Los actores son capaces de expresar el miedo muy bien… El miedo es la emoción a que están más acostumbrados. Los actores siempre tienen miedo, a ser contratados, a no ser contratados. Lo actúan muy bien. El miedo y el erotismo». Aquí, claro, Hitch estaba dando las dos claves (como los instrumentos musicales las claves son siempre dos) de su arte: miedo y amor. O amor y miedo. O, como en Psicosis, miedo y medio.
En cuanto a su teoría del cine, Hitch estaba más cerca de los rusos de lo que François Truffaut, tan francés, hubiera deseado. Dijo Pudovkin: «El hombre fotografiado es el único material para la futura composición de su imagen en el film arreglado según el montaje». Un ideólogo temprano escribió que en el cine «todo se reduce al alimento de la cámara». Eisenstein mismo declaró: «No creo en el sistema de estrellas. En mi película (Lo nuevo y lo viejo) los principales personajes son una lechera, un toro y una separadora de crema». Hitchcock tal vez recordando las frases vacunas de Eisenstein dijo más de una vez: «Los actores son ganado».
Pero Hitch siempre buscaba a las estrellas. Aún para su película inconclusa, que se iba a titular La noche corta, Robert Redford como protagonista, como antes buscó en vano a Ives Montand para Topaz[3] (Montand rechazó la oferta con una frase que hoy repudiaría: «No trabajaré jamás en un film anticomunista»), como había encontrado a Sean Connery para Marnie, como había buscado y encontrado a su Némesis, Paul Newman para Cortina rasgada. Aquí ocurrió un mal encuentro que resume la Teoría de la Actuación Según Alfred Hitchcock. La toma en conflicto es un close-up de Newman, sólo de su cara (shot al que Hitch dio el nombre tan al uso ahora en la televisión de «cabeza que habla») y Hitch necesitaba una cabeza que piensa. Como se recordará, en Cortina Newman era un brillante físico atómico usado como espía en Alemania Oriental. Los motores zumbaban, la cámara rodaba, el micrófono colgaba y Hitch dijo bajo: «Acción». Pero Newman mandó a parar la toma. Ya Hitch le había dado instrucciones de que mirara al frente, luego al lado. «Un momento, Hitch», dijo Newman, «se te olvidó decirme lo que estoy pensando. ¿Qué estoy pensando?». Pausa. «Paul», dijo Hitch bajo y lento, «no estás pensando nada. No quiero que pienses. Sólo que mires al frente y luego al lado, de derecha a izquierda. Eso es todo». «Pero Hitch…». «Ya sabes, Paul, los ojos al frente, luego al lado». Paul, con disgusto que es evidente en la pantalla aún hoy día, hizo lo que Hitch le mandaba y luego Hitch dijo: «Corten».
El mejor momento de Cortina rasgada es el asesinato de un policía político alemán por Paul Newman y una de esas mujeres secundarias que son tan eficaces desde el comienzo del cine de Hitchcock. Se llama Carolyn Conwell y ella ayuda a Newman a matar a Wolfgang Kieling, el extraordinario actor alemán que encarna (es descarnado) al policía Gromek. Todo el macabro negocio de la muerte se realiza en silencio porque Gromek tiene un camarada ahí mismo al lado. Nunca un cuchillo convertido en arma ha sido más ineficaz porque la víctima es renuente. Nunca desde Chantaje un cuchillo ha sido menos una palabra y más un objeto doméstico. Nunca un cuchillo en el cine ha sido menos íntimo. Es además, para Hitch el último cuchillo.