En mayo de 1968 fui a París por culpa de un guión hecho y una película que nunca se hizo. Allí, en la ciudad de los Lumière, mientras conversaba calmo en la Place du Beret Rouge, al fondo se oían ruidos sordos y se veían emblemas ciegos: lecturas de La educación sentimental en Braille sin duda. Me despedía así en el bistro vecino de un escritor sudamericano (cortar al azar) al que dije como adiós: «Tengo que irme. Quiero ver El cameraman». Le vi cara al alto autor de preguntar y eso qué es. «Una comedia de Buster Keaton», le dije y añadí, error, horror, una explicación no pedida: «Es sin duda el más grande de los cómicos silentes». (Ah, accusatio manifesta!). El escritor, expositor, rizó el rizo de su labio lampiño para decir displicente: «Sí, Keaton parece estar de moda ahora». Ignoraba mi opositor oportuno que Demócrito debió decir, materialista absoluto, que no hay más que moda y vacío. Todo lo que no es o deja de ser o ha sido, fue moda y la misma moda es moda y se pone de moda o es demodé. De moda estaban, ese año, en París, además del genio visible de Keaton, la minifalda que ya bajaba, le glamour à l’anglaise de Mary Quant (pr. Marie Kwán), el esperado español Paco Rabanne sustituía, con un golpe de dones que no aboliría la moda, a Balenciaga ya aciago y a Courrèges de plástico y melenitas. Estaban de moda atrasada el último álbum de los Beatles, que había sido «un tiro» (expresión de moda en La Habana teatral de antes) el año anterior en Londres (la moda cruza el canal), Jane Birkin se había ido a París (el canal inglés busca la moda) para mugir de amor temprano en un disco —¡imagínense!— escandaloso, una balada de Lennon y McCartney, precisamente hacía rugir de rabia a Joe Cocker, Baisers volés robaba aplausos, Je t’aime, Je t’aime avergonzaba al Club de Amigos de Resnais, Godard iba ya cuesta abajo en su rodaje, y esos ruidos parásitos en el background, ahora tan históricos como histéricos, tan de moda, pasarían al desvío, luego al desviacionismo y finalmente al desván del olvido —como esa misma primavera, fuera de Fraga o de Praga o de bragas al aire. Todo pasa y se hace pasado— hasta la prosa de Proust. El escritor explícito, alabado como un dios argentino entonces, sería dejado de un lado luego y dejaría de ser mi amigo tan pronto como (gracias a la biología de la hormona) cambiara de seso y se dejara crecer una barba revolucionaria —muy a la moda además. Se convertiría así en el Che Guevara del cuento corto, tout court. Che Gerezada, ¿tal vez?
Pero el tercer argentino tenía su razón: ese año y otros atrás Buster Keaton estaba de moda póstuma y había dejado de estarlo Charles Chaplin en vida. El cómico más famoso de la historia del cine (o de la historia, punto) pudo haber dicho una vez, con John Lennon, antes de ser asesinado por la fama: «¡Soy más famoso que Cristo!». Chaplin había sido en efecto más famoso que Cristo y que Marx y que Freud, judíos todos. Había sido, inclusive, más famoso que John Lennon y todos los Beatles juntos. ¿Cuándo Winston Churchill se dejó llamar Winnie por Ringo Starr? Stalin, en el Kremlin, reía con Canillitas y cargaba a Svetlana en sus rojas rodillas y exclamaba con codazos «Joroschó». (¿Presentiría tal vez a Kruschev?). Hasta Hitler mismo, mimo, ario, sectario, le había copiado el bigotito y su melancólica comicidad impensada. (¿Alguien, en su más desatada pesadilla, habría imaginado a Atila queriendo parecerse a Charlot? ¡Ah, ahíta historia!). Chaplin, Charlie para ellas, fue además amado y amante de incontables mujeres, buenas, bellas, muchas muchachas, algunas niñas (thanks Hollywood for little girls) y casado contadas veces: una con Oona, mujer muy, muy joven, hija de un genio, atractiva, atrayente, con la que tuvo hijas de talento, equilibradas (una era equilibrista) y hasta hijos a la moda (happy hippies), y retirado en Suiza sería armado caballero por un país que desertó. Todavía viviría casi diez años más entre proyectos por realizar, la falsa fama del sobreviviente de todos los buques a pique (un capitán debe siempre saber nadar entre naufragios) y el último limbo de la senilidad. ¡Oh, cruel Svevo, Zenón anciano!
El daltónico Karl Kalton Lahue, en El mundo de la risa, dice y se contradice: «Ningún comediante en toda la historia de la comedia en el cine ha recibido una exposición semejante en los últimos cincuenta años». (¿Cincuenta años de qué? ¿De su vida? ¿Del cine? Los historiadores del cine tienen, a veces, la imprecisión de gacetilleros en día de semana). Buster Keaton, el Trotsky de la comedia (¿era Chaplin entonces el Stalin?), favorecido ahora por lo que Brownlow llama el «revisionismo histriónico», en la vida y en el cine de la cumbre cayó (y calló) al foso de una película más mediocre aún que la anterior: arruinado, borracho, divorciado, borracho, solitario, borracho —y, ya el colmo, escritor de chistes visuales para mediocres cómicos de la lengua, sujeto al ridículo, objeto de nostalgia y, como actor, «figura de cera» con quien jugar al bridge (¡con su cara de póker! que el crítico James Agee llamó de la misma «belleza americana» de la de Lincoln) con Gloria Swanson y H. B. Warner («el hombre que fue Cristo», según Cecil B. De Mille) y finalmente un patético (cuando Keaton fue siempre peripatético) conductor de trenes en La vuelta al mundo en 80 días, en la que (reducido al epigrama de Warhol, invertido, que dijo que todos debíamos ser famosos por 15 minutos) ¡fue infame durante 15 segundos! Ni el homenaje de Samuel Beckett, el más trágico de los escritores cómicos modernos, lo salvó ya a las puertas de la muerte del desastre de lo que puede pasarle a un genio cómico que va camino del foro, en mutis mudo. Sin embargo, Chaplin, como Stravinski dijo de Schoenberg, habría podido decir: «Mía es la fama y la riqueza, suya fue la oscuridad y la ruina física y fiscal —y sin embargo, ¿de quién es realmente el arte?». Este temor debió sentirlo Chaplin cuando, después de ver a Keaton en Sunset Boulevard (tan justamente titulada en España El ocaso de los dioses), hizo un dúo para dos veteranos del vodevil de la vida, arcaicos ambos. La secuencia la dominó Keaton con tal destreza y limpia precisión que Chaplin decidió dejar la mayor parte de este ejercicio estético, como se dice, en el subsuelo del cuarto de corte y edición. Ahora (un golpe de hados que no abolirá el azar del arte) tres películas hechas para la televisión comercial inglesa muestran que si Chaplin podía ser cruel con Keaton, era capaz también de ser implacable consigo mismo en el cine —es decir, en el arte.
Charles Chaplin (en el cine «Charley» o «Charlot» o «the little man») estaba muerto años antes de morir: para el arte y, precisamente, para la vida —y aún para la viuda. Lo vino a salvar para la inmortalidad ahora este museo móvil del cine que es la televisión (y, sobre todo, los aparatos de grabación instantánea: los video-tape recorders, más valiosos para el cine que el vitafón que creó el cine sonoro y revolucionó este arte del siglo XX), con doble y triple ironía. El hombrecito que había detestado y rechazado y negado de plano el cine hablado durante dos décadas aseguró antes de morirse la venta más lucrativa de todas sus comedias cortas a la televisión gárrula y grosera, en una movida comercial astuta, oportuna: así era Charles Chaplin como hombre de negocios. Néstor Almendros, fotógrafo de fama, fue poco después, junto con el director Peter Bogdanovich, a hacerle un retrato documental en su casa suiza y el más ilustre vecino de Vevey, bien vivo, recibió a los visitantes en la puerta. Pero cuando le dijeron que venían a hacerle una película al gran Charles Chaplin, el hombre bajito, rubicundo y cano se frotó las manos y dijo entusiasmado: «¡Ah qué bueno!», y dejó paralizados a los cineastas con esta declaración: «¡Así podré conocer yo también a Chaplin!» No era una inútil ironía ni una boutade barata: era, simplemente, que Chaplin no recordaba haber sido nunca ¡Charles Chaplin!
Cuando este móvil mimo, ágil acróbata y divo danzante (de él había dicho W. C. Fields, otro maníaco de la coordinación muscular, al verlo por primera vez, al hacerle homenaje, al exclamar: «¡Es un cabrón bailarín de ballet!») fue a recibir el título que le faltaba y que le importaba más que nada (ser sir) y tuvo que ir al palacio de Buckingham a recoger el Oscar real en una silla de ruedas, produjo un comentario filosófico: ¡vita brevis! Pero esta serie de televisión, hecha de tomas de desecho, de rushes y secuencias rechazadas, Unknown Chaplin, muestra que la vida de Chaplin sería, como la de todos, breve, pero el cine de Charles Chaplin, como el de pocos, es ars longa —y lo será todavía por mucho tiempo—. Esta recopilación, excavada de la tumba de celuloide del cómico del bigotito, el bombín barato, el chaqué chiquito y en ruinas y el bastón de fina caña y los zapatones burdos, absurdos, zurdos fue —no, es— uno de los grandes artistas del cine, del siglo y (¿por qué no afirmarlo?, después de todo no arriesgo más que la risa) de aquí a la eternidad —que puede estar en estos tiempos atómicos, al doblar de la página: hecho añicos. O como quería Demócrito, átomos y vacío.
Kevin Brownlow (a quien debemos, como historiador del cine, el libro The Parade’s Gone By, «Pasó de largo el desfile», y la serie Hollywood en la televisión) y su asociado David Gill han logrado producir ahora para la televisión comercial inglesa con Chaplin Desconocido lo que hiciera, en música, Mendelssohn con Bach: rescatar a un genio de entre los muertos. Chaplin, hay que admitirlo, por la moda o el uso y el abuso, había caído en desuso. En la comedia, hasta Stan Laurel y Oliver Hardy parecían más frescos, inventivos y eficaces: en una palabra, cómicos. Chaplin sonaba sucio, abusador y ventajista como personaje y atiborrado, sentimental y manipulador como creador y hasta visualmente, junto a la simpleza heroica de Keaton o el barroco dikensiano y doméstico de W. C. Fields, se veía victoriano bajo y torpe en la solución de su espacio cómico. Ahora, en esta serie de tres episodios, con copias nuevas de cada fragmento, Chaplin surge, resurge, refulgente y de paso su fotógrafo de siempre, el modesto Rollie Totheroh, se muestra como uno de los grandes directores de fotografía de todos los tiempos. Como comenta pausado y ponderado James Mason (que narra el comentario de Brownlow —¿o es de Gill?), Totheroh era más que un fotógrafo: era el segundo de a bordo y en ocasiones de naufragio, el primer oficial con la cabeza siempre a nivel del agua.
La serie hace una disección (y las metáforas quirúrgicas son inevitables: ésta es una anatomía del genio) de una de las mejores comedias medias de Chaplin, El peregrino. Aquí la vemos convertirse de un sketch indeciso sobre un restaurante donde los clientes que no pagan pierden los dientes por abrir la boca y no el bolsillo, transformar la historia de amor de un inmigrante y dar muestra (y rienda suelta) a su patetismo preferido y de paso hacer de la peliculita una de sus obras maestras menores.
Chaplin trabaja, al principio y al revés de sus años finales, sin guión y a veces sin idea de qué va a hacer exactamente. Como en la famosa «Docena del Millón», en que la productora Mutual le pagó un millón de dólares, entonces una cifra alarmante, por doce películas. Aquí se muestra cómo Chaplin que había visto un escalador en un almacén de Nueva York, se hace construir uno en el estudio y jugando ante la cámara convierte el mero invento mecánico en una invención cómica inagotable. Ésta fue la primera vez que la escalera eléctrica, luego usada en tantas películas de perseguidos y perseguidores, se usó en el cine. Como tantos trucos cinemáticos su primer uso fue para hacer reír.
En Hollywood (en los tiempos del cine silente y sobre todo al principio de convertirse la Ciudad de Todos los Ángeles en suburbio de todos los demonios) se usaba el incinerador para quemar toda película indeseable, positiva o negativa. Este incinerador funcionaba como en los campos de concentración a toda hora y con un propósito criminal: se destruía todo lo que se quería hacer desaparecer. Las escenas que vemos ahora (y ojalá que vean ustedes pronto) muestran a un creador en su trabajo y no siempre para su beneficio. En La cura, que pasa en un balneario para curar ebrios ricos, Chaplin prueba toda clase de situaciones para quedarse con la película que conocemos. Pero el final actual es banal y romántico, con Chaplin alejándose (de la situación) del brazo de la bella Edna Purviance. Un posible final ahora deja ver a Chaplin que cae por accidente en la fuente vigorizante, mientras Edna ríe como una loca.
Pero en esta colección de fragmentos, bocetos y estudios al por mayor se ve al artista cuando joven: en su trabajo. Con método doloroso (todo prueba y error), Chaplin hace sus películas ante nosotros mismos: reconstruye escenas, sustituye actores, revisa el material (todo con tomas sucesivas, innúmeras, casi vertiginosas pero en su cambio progresivo y metódico) y a veces en saltos bruscos que son los golpes de la inspiración. A veces Chaplin, como todo artista, hace de los defectos efectos y de los accidentes propósito creador. Pero no todo es facilidad (o felicidad) creadora. Otras veces se ve a Chaplin suspendiendo toda una filmación por una toma. Entonces se pasea por el set como un prisionero del arte. En estos fragmentos que son casi escenas Chaplin no está lejos de Fellini o de Antonioni en su método de prueba y error: horror. Un momento único en la historia del cine (visto por el cine) muestra a Chaplin meditando y contando sus pasos por el set. Todo movimiento se ha suspendido en el estudio, menos este paseo pensante y todo el mundo está pendiente del creador, en suspenso mientras el mismo Proteo aparece perdido esperando la llegada de una musa tardía. O, a veces, perdida en el tránsito.
Hay que agradecer que esta serie muestre a las mujeres de Chaplin (menos Paulette Goddard, Claire Bloom y Dawn Addams o la fugaz y perecedera Marilyn Nash, protagonista de Monsieur Verdoux), todas jóvenes y bellas —y algunas adolescentes adelantadas, como Lita Grey, a quien conoció Chaplin (y a la que hizo aparecer tantalizante en El chicuelo) cuando tenía sólo 12 anos. Estuprador con suerte, Chaplin también conoció a Mildred Harris a los 14 años, a Joan Barry a los 17 (esas dos asociaciones terminaron en escándalo) y hasta su aparente esposa, Paulette Goddard, no tenía veinte años cuando se juntó a Chaplin. (Polanski, me parece, debía tomar nota). Pero la aparición más mágica de toda la serie es la de Edna Purviance. Se la ve aún más bella que en las películas (recuérdese que se trata aquí de out-takes, tomas de desecho) pero de una figura casi trágica para los espectadores que la conocieron en su esplendor y supieron su fin (murió en un sanatorio años más tarde, olvidando y olvidada y envejecida por la droga), aquí la verán como una muchacha deliciosa, camarada en el trabajo y en el dormitorio de Chaplin: una mujer casi feliz. Ella era, se ve, como Carole Lombard después, una bella comedianta con sentido del humor —doble milagro.
En una vista de la visita de los accionistas de la compañía durante la filmación de El chicuelo se ve a Jackie Coogan, el niño prodigio más niño del cine, bailando como una niñita una danza de contorsiones lúbricas a los cuatro o cinco años, mientras Chaplin ríe y los negociantes aplauden. Es en El chicuelo que se ve por primera vez a la adolescente Lita Grey, pero más cerca de Chaplin, que en estas escenas pasa de ser CH. CH. a ser H. H., abreviatura de Humbert Humbert, estuprador de Lolita.
La quimera del oro (o La avalancha del oro o Fiebre del oro) es la obra maestra del Chaplin mudo y una de sus películas más complejas (sólo la aventaja Tiempos modernos) y la serie muestra su construcción y filmación con demorado detalle. La cinta comenzó de una manera realista o si se quiere neorrealista —antes de que esta palabra significara Rossellini, De Sica et al. Chaplin se fue con su troupe y sus técnicos (y hasta huéspedes) al Yukón, a filmar la nieve en la nieve, que no siempre es la mejor manera de mostrarla nieve en el cine. Naturalmente (o al natural) no pudo utilizar más que el comienzo con los cateadores (buscaoros) en la nieve y en el paso nevado entre montañas. Pero esta escena tiene más que ver con Jack London que con Londres, la ciudad en que se crió Chaplin y donde nació su humor: entre cockneys y fish and chips. Chaplin, notorio en su sentido del humor tanto como por el del ahorro (al que nunca quiso llamar sexto sentido para no malgastar los otros cinco) gastó una fortuna (propia, no como Orson Welles y Coppola, ajenas) en la reconstrucción de escenarios en el estudio y la sustitución de actores (Lita Grey, ya su mujer, estaba en estado) para poder terminar su comedia. La secuencia más memorable en que los dos buscaoros, atrapados en su covacha por la nieve y acuciados por el hambre, se comen un zapato negro (que Chaplin prepara como un bonito asado) se revela tan ardua al estómago de los actores como de los protagonistas. El zapato estaba hecho de regaliz (el cuero), de pasta (los cordones) y de caramelo (los clavos), pero el perfeccionismo de Chaplin hizo que las escenas tuvieran que ser repetidas tantas veces que el cómico se fue esa noche a casa ¡con una indigestión de «zapato asado a la parrilla!».
La serie que deja ver los romances que permite Lady Chaplin y sus sucesivos matrimonios, también revela las dificultades de sus actrices —especialmente Virginia Cherrill, la que años después sería la primera esposa de Cary Grant. Virginia Cherrill tuvo que repetir una sola toma una y otra vez, durante horas, días y ¡meses! No era más que un gesto: cuando la ciega florera tiende al vagabundo una flor pero no canta «Cómpreme usté este ramito» porque la escena es muda, pero el ramito vale más que un real. No sólo por las repeticiones (que son debidas a las interrupciones y no a las perforaciones), sino por lo que Chaplin tuvo que pagar a los compositores españoles Padilla y Montesinos. Todo por una flor en el ojal que una violetera no acierta, ¿ciego el ojal o ciega la actriz?
Esta película, que tomó años en hacerse (un balance de trabajo muestra a Chaplin yendo al estudio 166 días, y ausente, no siempre por enfermedad, 368: un año y tres días de no hacer nada), parecía que iba a ser su fracaso final —y fue de sus triunfos totales: de taquilla, de publicidad y de arte—. Una película casera, rescatada por Brownlow o por Gill, nos enseña por una sola vez a Chaplin trabajando. Se ve al cómico, en suéter y pantalones blancos (su color preferido detrás de la cámara: Chaplin también era supersticioso de colores) usando un método caro (en ambos sentidos) a los directores que son también actores: ensayando en cámara —es decir, fotografiando su ensayo. Chaplin quiso además, disgustado con Virginia Cherrill y consigo mismo traer a Georgia Hale (que había sustituido con tanto éxito a Lita Grey en The Gold Rush) y rehacer toda la película. Ésta no es una invención de la actriz: los dos arqueólogos del cine han rescatado las tomas en que Georgia Hale sustituye a Virginia Cherrill en la escena cumbre y final. Pero Chaplin no era Keaton y enseguida entró en razón: en el cine George Washington es el primer americano. (Washington es el patriota retratado para siempre en el dólar). Entre lo suprimido está, asombrosa, la secuencia con que iba a comenzar Luces de la ciudad. La pérdida para la película es ganancia de la televisión y para nosotros ahora: esa secuencia es una obra maestra del cine cómico y del cine punto.
Abre con la ciudad en bullicio de gente que va y viene para inaugurar siete minutos exactos (en el cine un tiempo bien largo) de «comicidad sostenidad», de inventiva y del humor menos visible en Chaplin: el de la sonrisa. Entre la muchedumbre aparece el vagabundo: tramp, tramp, tramp. Huye del mundanal rugido para refugiarse en una calle lateral, junto a un escaparate de ropa de mujer, a pararse sobre una parrilla ventiladora. El ridículo personaje mira a todos lados y descubre, sobre la rejilla y acostadas sobre el gridiron, como si se tostara, una tablita: un simple pedazo de madera amarilla, que brilla sobre el hierro negro como oro de pino —y pronto será oro del cine—. El vagabundo tira una puya a la tablita con su bastón de caña para hacerla desaparecer por entre la rejilla —y con esos solos, simples elementos Chaplin consigue los más novedosos, hilarantes, hermosos minutos de todo su cine.
Esta lección de humor, de verdadero arte angélico, nunca fue el comienzo de Luces de la ciudad, pero es el gran fin de fiesta, el broche de oro, el toque final de Unknown Chaplin. Habría que dejar a Kevin Brownlow, su descubridor, nuestro guía, Colón del cine silente, dar su veredicto: «A great artist». Es sin duda una nueva admiración: no la vieja servilidad de declararlo un genio siempre: es la admiración actual ante el artista. Esta labor de amor contra el viejo odio que había matado a Charles Chaplin para mí (y para otros), sea o no sea moda, fuera oportuna o inoportuna, es, qué duda cabe, una resurrección. Es sabio que Chaplin resucitado termine aquí, en esta secuencia sin consecuencia aparente. De ese palitroque que desaparece en la parrilla pública, de la explicación graciosa al policía presente por fin, un «Ya lo ve» de gestos, hay un salto sentimental por toda Luces de la ciudad hasta la ecolalia demente de Tiempos Modernos. Antes de desaparecer para siempre el vago vagabundo en la demencia totalitaria de Adenoid Hinkel: cuando la comicidad alcanza a la sátira, inevitablemente lo cómico desaparece —y es que ha sido devorado por la política en El gran dictador—. Ese momento es cuando Charlot, Charlie, Canillitas canta por primera y última vez con la voz del inglés que tuvo siempre dentro y que parece su ventrílocuo, amante también del sí de las niñitas —ese Charles Dodgson, alias Lewis Carroll:
Ponka walla ponka waa!
Señora ce le tima
Le jonta tu la zita
Jeletú le tu la twaa!