Los estados totalitarios reescriben la historia y a veces retocan las fotografías, como en la trágica vida pública de Trotsky.
El capitalismo no retoca las fotos, solamente las colorea. Recuerdo que en ese lejano pueblo de Cuba donde nací, flor y espina del tercer mundo, venía cada cierto tiempo una figura foránea cargada de prestigio y con una maleta negra que, al abrirse, lucía colores como un arcoiris dentro de un ataúd. Este visitante periódico era una presencia mitológica porque revelaba una visión del pasado que todos habían olvidado: cómo eran realmente los muertos. El viajero, que era un artista o se presentaba como tal, se brindaba a colorear o mejor, a iluminar las fotos viejas. Entonces todas las fotos eran viejas o lo que es peor, lo parecían. El retocador, que no era otra cosa, se ofrecía mediante módica suma a restaurar lo que nunca tuvieron las fotos. Es decir, el color. El visitante coloreante se anunciaba como animador de lo inanimado. «Puedo», aseguraba, «dar vida a sus fotografías». Las fotos siempre fueron consideradas muertas en mi pueblo o tal vez sólo faltas de vida. De calor, de color. Las fotos viejas estaban como muertas antes de la aparición del mago con los colores. El artista viajero era en realidad un iluminista del otro mundo en el tercer mundo.
Mi madre hizo colorear una foto de su padre, que estaba vivo pero al divorciarse (o sólo separarse) de mi abuela, ella lo desterró al olvido, que era como un limbo: «Para mí está muerto y enterrado», decía siempre que veía su foto en blanco y negro. Para mi abuela no cobró vida coloreado con colores que nunca tuvo: sus ojos se hicieron amarillos, sus labios rosa. Mi madre, que adoraba a su padre, desplegó el cuadro en el lugar más prominente de su sala. Cuando mi abuelo murió por fin, mi madre solía decir de su imagen a color: «¡Parece que está hablando!». Desde entonces para mí una foto coloreada era como un renacer o un regreso de entre los muertos. Hasta ahora.
Acabo de ver en la televisión inglesa un programa del movimiento gay que se anunciaba, de Oscar Wilde a Allen Ginsberg, propio de pederastas y poetas. Ya en el anuncio mismo había una foto de Walt Whitman, poeta y pederasta. Whitman merece la defensa que le hizo Lorca en Poeta en Nueva York («viejo y glorioso Walt Whitman»), pero en la foto, que fue transmitida en un íntimo gran plano, se muestra a Whitman en 1865 reducido a un familiar Walt: los ojos azules, los labios pintados y un leve colorete en las mejillas. Whitman se soñaría en colores pero nunca apareció así, como Dirk Bogarde en Muerte en Venecia. No en público al menos. Se trata de un milagro de la técnica colorante que hace lo gris rosa, lo negro rojo y lo blanco un color a escoger. Sin duda por una nueva versión del viejo visitador con una maleta negra que era como el estuche de un violín que puede contener un Stradivarius o extraños virus.
Pero pronto un dominio que parecía reservado a las imágenes en blanco y negro se coloreará si no con todos los colores del arcoiris por lo menos con los colores que van del amarillo al magenta. Ahora no todas las películas profesionales son en colores, pero se colorean aún las que eran en blanco y negro. Los sueños son siempre, o casi, en blanco y negro y sólo los sueños excepcionales disfrutan del color, sobre todo del rojo, del escarlata que es el color del pecado. Las películas antes eran todas, o casi, en blanco y negro y eran como los sueños. Eran nuestros sueños. Rara vez, rara avis, rara visión esos sueños fueron en colores. Freud cree que sólo las mujeres sueñan en color, pero Freud suena a fraude a veces: yo sueño en colores a menudo y eso no me hace más mujer que mi barba. Vinieron luego al cine tiempos de confusión en que los sueños se hicieron si no rojos al menos color de rosa. Como en la más torpe literatura la magia del cine fue sustituida por el realismo o peor, por el naturalismo. Visitaba al cine el ánima Zola.
Como avance del alud de colores que se nos viene encima, ya convirtieron al macabro maestro Alfred Hitchcock, en blanco y negro en el original, en una suerte de momia móvil con vendas apenas sucias. El retocador viajero conseguía mejores efectos. Era vil, era bilis pero al menos era sólo una presentación de su programa de televisión. Allí in anima viles, Hitchcock se convertía en Hitch, un introductor de ultratumba a quien la tumba lo encontraba impávido.
Pero ¿qué pasa cuando se escoge una obra maestra en blanco y negro, como Un mundo maravilloso de Frank Capra, y se la convierte en una torpe versión de sí misma: el remake que nunca existió. Es como darles color a los dibujos de Leonardo o a los grabados de Doré. Es, como diría William Blake, una odiosa simetría. ¿Qué piensan los espectadores, juez y jurado, de esta lluvia de colores? Los espectadores de televisión rara vez piensan, pero sometidos a un survey cuando una compañía de cable privado de Nueva York exhumó Yankee Doodle Dandy con el duro James Cagney de punta en blanco (y negro) convertido en un monigote de color indefinido, los espectadores inundaron la emisora con peticiones, «que llegaron al 61%, de querer ver más «películas viejas», esa es la frase, «rejuvenecidas», esa es la palabra. En la emisora, ni cortos de cable ni perezosos para el dinero, ordenaron 100 películas más de las filmotecas de MGM y Warner, precisamente allí donde el blanco y negro se hizo de plata, para colorearlas «a gusto del consumidor». Un ejecutivo ejecutó: «No tratamos de convertir las malas películas en buenas. Tratamos simplemente de hacer a los grandes filmes más grandes todavía, si cabe». Si cabe se cava y las tumbas se hacen bóvedas.
La operación de colorear obras maestras del cine (y aún obras menores) recuerda la práctica de pintar por números (Picasso 70, Gauguin en Tahití 380, Van Gogh sin oreja 700) o mejor aún, al entretenimiento infantil de animar furtivos los manuales escolares con lápices de colores que harán de los libros de historia, tan grises, una historieta coloreada. Aunque hay en estos prodigiosos promotores el mismo respeto por la historia del cine que tienen los escolares por la otra historia: no hay nada gratuito en la operación. Se trata en todo caso de lograr viajar del gris al verde que tanto anima los billetes de a dólar. Dice uno de estos colosales colorantes, con algo que es algo más y algo menos que una excusa: «¿Qué prefieren? ¿Una película pura olvidada y cubierta de polvo en los anaqueles del estudio o que la vea una enorme cantidad de televidentes porque está coloreada?». El argumento es digno de Hitchcock cuando decía: «Pero si no es más que una película».
Pero el guilde de directores americanos llama a este proceso «un acto de vandalismo cultural y una distorsión de la historia». Algún Herodoto heterodoxo dirá: «La historia siempre se ilustra». Mientras tanto, Woody Allen, que ha filmado cuatro de sus siete últimos filmes en blanco y negro, no tuvo un chiste en los labios sino una queja en la boca: «Es una mutilación de una obra de arte y a la vez un acto de desprecio por el público». Billy Wilder, siempre en carácter cínico, declaró el procedimiento «un caso de lógica en blanco y negro». Martin Scorsese, que tiene una memorable película novedosa en blanco y negro, Toro salvaje, dijo furioso al ver el color rojo: «Las películas en blanco y negro quedarán destruidas por este proceso. Es una locura hacerlo para conseguir público». Pero ¿no es este fin el medio en que se hace toda película? Un director de menor estatura, Jeremy Paul Kagan, logró mayor altura: «Es como pintarle los ojos de azul al David y decir que seguro que le va a encantar a Miguel Ángel».
El procedimiento dista mucho de ser perfecto pero no así las intenciones técnicas. Cada película elegida se transfiere electrónicamente a un vídeo que degrada, esa es la palabra, sus componentes en blanco y negro hasta convertirlos en reducciones a una gama de grises. Un «director de arte» (que no ha tomado parte nunca en la creación de una sola película) se sienta a su consola y se consuela escogiendo los colores (es un eufemismo técnico: todo tono sepia vencerá) para cada cara, cada vestido, cada utilería y cada decorado. Cada color se «pinta» cuadro a cuadro en una especie de animación por computer. Cada fotograma queda así reanimado. Los colores hasta ahora parecen gastados y abundan las tierras (como en todo arte pedestre más que telúrico), muy parecido todo a un viejo procedimiento de colorido llamado Trucolor (es decir, el color de la verdad o color verdadero) que daba risa entonces al Technicolor —que una vez fue una forma de Trucolor. Pero los viejos espectadores, vivos que somos, sabemos con qué rapidez las tecnologías avanzan y se refinan en el cine. No hay más que oír el sonido de El cantor de jazz de 1927 y compararlo con las bandas sonoras de sólo tres años más tarde. Las técnicas también suelen ser avasallantes, como demostró el Cinemascope, formato que en un principio era execrable y todavía está en uso. El ejemplo más a mano del aluvión tecnológico sonoro se puede observar en el arte de Charles Chaplin. Negado de plano a admitir el sonido («Si seguimos as », declaró, «pronto habrá películas odorantes»), Chaplin resultó en poco tiempo el más sonoro de los directores y el más gárrulo de los actores.
¿Es éste el fin del blanco y negro? De ninguna manera. Mientras haya ojos habrá colores. Pero otra tecnología, la cinta de vídeo y su máquina productora y reproductora, tan similar, permite ver, grabar, conservar y volver a ver cuanto uno quiera las obras maestras del cine en blanco y negro, mudas o habladas, antiguas o modernas, con una facilidad que es una felicidad. La televisión, tecnología bien diferente del proyector de películas, se ha convertido casi a pesar suyo en un magno museo del cine. Por otra parte queda el feo aspecto físico de los colorines. Lo ha escrito certero el director George A. Romero (la rima es prima), escapado de Hollywood, que hizo un film de horror llamado La noche de los muertos vivientes. Romero es el autor de este epitafio para fantasmas en blanco y negro resucitados a todo color: «Los actores de estas películas parecen, me parece, muertos vivientes». ¿Será este exorcismo suficiente para impedir la invasión de los adornacadáveres? Quiero advertirles que la foto de mi abuelo recobró con el tiempo su color original. Trotsky por su parte espera todavía a su restaurador.