«Imago mundi»[1]

Todo comenzó con un juguete y un belga. El belga, como los verdaderos videntes, era ciego y sin embargo fue el primero en investigar los principios de la persistencia de la visión. Como se sabe, éste es un fenómeno al que se debe principalmente la posibilidad del cinematógrafo, invención que proyecta figuras fotografiadas en constante movimiento. A este defecto del ojo humano, que es la retención momentánea de una imagen en la retina, donde permanece en la visión segundos después de haber desaparecido (o es suplantada por otra imagen) para permitir la ilusión de movimiento.

No creo que se le escape al lector que la palabra clave aquí es ilusión. Sin tener que penetrar en la cueva de Platón, esa suerte de Altamira de las almas. O mirar por el hueco negro donde se podía ver claro el oscuro futuro en Delfos. O convocar a Tiresias (que fue por cierto el primer transexual: al atacar con su bastón a dos serpientes que fornicaban al sol fue convertido en mujer, pero esa condición de hombre-mujer o de mujer-hombre le permitía predecir la suerte de hombres y mujeres —tipo de pregunta de griego: «¿Quién ganará el maratón?», tipo de pregunta de griega: «Quién me robó mis almohadas?»— ya que Tiresias-todo-tetas podía ver más lejos por no tener ojos), convocar ahora a Tiresias-el-del-báculo para agradecer a ese pionero belga, al que podíamos llamar el Ciego de las Maravillas, por haber inventado lo que él mismo bautizó con tino el Fantascopio —literalmente «para ver fantasías». Este juguete o esta máquina maravillosa, producía aparentes imágenes en movimiento para convertirse en el antecedente directo del dibujo animado que nos permite encender hoy la lámpara que alumbra a Aladino según Disney. El Fantascopio está considerado el más antiguo antecedente del cinematógrafo. Ese iluminado, que a su vez ha dado a luz a Hollywood, se llamó, como conviene a un hombre destinado a la fundación del cine, Joseph Plateau.

De esa bellota belga ha crecido el frondoso árbol del séptimo arte. Una de sus ramas es la televisión, que, curiosamente, tiene entre sus elementos electrónicos una válvula en forma de bellota. El cine, ¿quién lo niega?, es el arte del siglo XX —y lo será también del siglo XXI—. Esta enorme maquinaria de producir imágenes ha generado una nueva forma de cultura y muchos términos de la jerga del cine son esenciales hoy día a la comunicación. Las palabras close-up, star, thriller son de uso común, desde Los Ángeles, donde se originaron, hasta donde los ángeles no se aventuran: en el dominio del lenguaje. El teatro, que en un principio creyó poder dominar al cine a través de los actores, ha terminado dominado por el glamour que emana de la pantalla como un exudado de plata: hoy la gente va al teatro a ver, en carne y hueso, a los adorados fantasmas del cine. Cuando en 1948 se estrenó el Hamlet de Laurence Olivier, hombre de teatro, se calculó que más personas verían la película que las que habían visto la pieza desde su estreno en 1602. No sólo su Enrique V sino Macbeth y Otelo (ambas de Orson Welles) no eran versiones de Skakespeare sino el último destino del teatro isabelino. Así toda una tradición teatral dependía de un invento, la cámara de cine y la proyección de imágenes fotografiadas pero en movimiento sobre una sábana —que fue la mise-en-scène fatal que acabará con la escena, llevada a cabo por dos fraternos franceses, los hermanos Lumière, los dos pilluelos a quienes hay que perdonar porque no sabían lo que hacían. Un golpe de dados, como bien saben los tahúres, no abolirá la cultura, pero un golpe de manivela cambiará, ha cambiado, no sólo la cultura sino la percepción de las cosas. El cine ha sido además una poderosa arma de propaganda no para cambiar la vida, como pedía Rimbaud, sino para dominar el mundo, como dijo Adolf Hitler por boca de Goebbels, su ministro de propaganda y luces (atención a este título), y lo probó la bella y peligrosa Leni Riefenstahl con sólo dos documentales. Los comunistas por supuesto no se quedaban atrás. Fue Lenin quien dijo la frase torcida para que la entendieran derecha, es decir izquierda, sus secuaces: «El cine, de todas las artes, la que más nos interesa». Fidel Castro, más militar que militante, ha dicho: «El cine es nuestra mejor arma». Mao Tse-Tung tenía el cine en tan alta estima que se casó con una actriz. Por su parte, esa versión moderna de la Dama del Dragón, veía constantemente cine (de Hollywood, es claro) para su solaz y esparcimiento. Mussolini, por su parte en el arte, creó Cinecittá, que fabricó a algunos de los mejores directores del cine italiano. De Sica, Rossellini y hasta el aristócrata comunista (un oximorón perfecto) Luchino Visconti colaboraron con el Duce en su labor de amor y de odio. Franco, lo sabemos, llegó aún más lejos y no sólo amaba al cine como espectador, sino que, como Faulkner y Fitzgerald, escribió guiones de cine. Mientras tanto en Argentina una mediocre actriz, Eva Duarte de Perón, tuvo lo que siempre anhelaron las estrellas, un público cautivo y, por un tiempo, cautivado.

El cine no sólo había cambiado la cultura, sino que todas esas subculturas mencionadas arriba (nazismo, comunismo, maoísmo, fascismo, franquismo, peronismo), dirigidas al predominio primero y luego al dominio total, hubieran sido diferentes, si se hubieran diferido, literalmente, cine die. ¿Es que se puede pensar en una obra de teatro llamada El acorazado Potemkin? ¿Qué hubiera sido de El triunfo de la voluntad como ensayo político? ¿Habría Franco, ese bajo continuo, escrito un poema épico para llamarlo Raza? Piensen en ello.

En otra dirección de la cultura, francos fascistas como T. S. Eliot, su maestro Ezra Pound y el mentor de los dos, William Butler Yeats, tres poetas puros, lamentaban la existencia de lo que ellos creían baja cultura, sin darse cuenta de que la alta cultura, en este siglo de chacota, sonaba a veces como alta costura. Eliot se quejaba en todos sus ensayos (y al que lo venga el ensayo que se lo ponga), se dolía, como le dolía España a Unamuno mientras que a Hamlet le olía Dinamarca, que eran todos un largo lamento por la cultura, que de elevada pasaba a ser enana. Eliot al mismo tiempo cambiaba cartas amorosas con Groucho Marx y atesoraba una foto del cómico, solicitada, en que tenía un bigote pintado, cejas de betún y en la mano un puro como una pira. Los tres, Eliot, Pound y Yeats, eran antisemitas, pero este Eliot elitista se comunicaba con un comediante judío educado en un gueto de Nueva York: no se podía surgir de más abajo para hacer, ser cultura y ser adorado por un mandarín meticuloso.

No hay altas ni bajas culturas, lo sabemos. La cultura es una sola, sino ¿cómo poder apreciar a Homero, a Petronio o a Dante sin ser graduado de humanidades o conocer el dialecto florentino en que está escrita la Divina Comedia? Quiero hacer un poco de autobiografía, que es siempre una historia íntima. Me crié en un solar habanero, en condiciones de pobreza que he relatado en otra parte sin arte. Estudiando bachillerato, cuando sólo me conmovía la práctica del base-ball y una o dos muchachas que pasaban tan lentas como para que las aprehendiera mi ojo ubicuo, oí a un profesor que era un pedante elitista, pero que amaba la literatura cuya historia repetía con su palabra prolija. Este maestro hablaba de un héroe que regresaba a su casa después de diez años de exilio (¿cómo iba a saber entonces lo que significaba esa palabra ahora íntima como un cuchillo clavado en la conciencia?) y era sólo reconocido por su perro. Lo que me conmovió de la narración era que el perro moría momentos después de haber reconocido a su amo. Para mí, tan amante de los perros que siempre he odiado que los llamen perros, esta historia de Ulises, ése era el nombre del héroe, y su perro Argos, esa historia se convirtió en mi biografía. Es decir en mi vida, la que cambió para siempre cuando frecuenté los libros, ese libro. Olvidé la vida de los héroes del base-ball y cambié el diamante en que se juega ese deporte por la biblioteca en que los libros fueron más que un diamante, un tesoro. Lo dije antes y lo digo ahora, ya que siempre me repito, así, con los ojos de un perro que se muere, cambió mi vida. Si no creyera que la cultura es de todos y para todos, ustedes tendrían que preguntarme: ¿y qué hace el muchacho que era yo en un libro como éste?

No quiero terminar sin hablar de la televisión, esa radio en imágenes. Antes era costumbre de ciertos intelectuales que debían escribir ese nombre con hache, denostar al cine. Recuerdo a un poeta catalán, una columna dorsal de esta cultura en ese tiempo, diciéndome al convidarlo yo al cine: «Nunca voy al cine» con desprecio. Este era un poeta, pero la frase, palabra por palabra, la repetía siempre un escritor madrileño. El poeta que odiaba al cine decía también, como si la frase fuera su lema: «El inglés es un idioma de bárbaros». Ya ven, ya veo.

Sin embargo, ahora es posible oír a otro prohombre de la cultura, decir, repetir como un eructo: «Yo no veo televisión». Pues bien, ¡él se lo pierde! Como se perdían otros antes el cine. Pero esa no es la cuestión. La cuestión es que haya un clima cultural que no permita tales exabruptos sin responder: «¡So bruto!».

Quiero decir que si la televisión, como hacen algunos canales, no hiciera más que reponer películas viejas (ése es el término usual, aunque nadie habla de libros viejos sino de libros de viejo) estaría justificada. El vídeo, que es una raíz adventicia de la televisión, nos ha permitido, nos permite cada día y cada noche, ver esas películas viejas que son eternas. Nos permite, todos lo sabemos, aunque las autoridades pretendan lo contrario, grabar, pasar, reponer, hacer revivir, vivir de nuevo, la gloria que fue Ginger Rogers en movimiento, el arte de Fred Astaire, la dramaturgia de Orson Welles, las tragedias de John Ford, las comedias de Howard Hawks y entre ellos la presencia leal de John Wayne —y más, mucho más.

Aquí entre nosotros y sin que salga de este libro (que no se entere ese Big Brother que no mira la televisión sino que nos vigila a ver quién mira esa Altamira actual), aquí quiero decir que soy el orgulloso poseedor de una videoteca de más de mil películas —todas en versión original—. Ahora la televisión y la aún más maravillosa máquina de vídeo nos permiten, a ustedes y a mí, tener una cinemateca propia —que fue el sueño de Henri Langlois y la pesadilla de las productoras de todo el mundo unidas, que tienen todo que perder, hasta su derecho de copia. Si sólo esa cinemateca de uno solo, o de una familia sola, fuera la única contribución de la televisión al placer de todos, su invención de una bellota que se convierte en un frondoso árbol de imágenes, estaría justificada, porque el placer debe convenirse en haber en la cultura.

Dice Víctor Erice, eminente cineasta español, que ha rendido uno de los más señalados homenajes que el cine pueda hacer a la pintura, en su retrato de Antonio López que pinta el retrato de un membrillo, dice Erice: «El día no se acaba cuando se apaga el sol. El día se acaba cuando se apaga la televisión». Esta frase, que es una imagen, vale por todas mis palabras.