Beldad y mentira de Marilyn Monroe

Nadie llora ya a Marilyn Monroe, excepto tal vez Joe Di Maggio, pero todos la evocamos, como la luna de ayer. La miramos, la admiramos hoy, la admiraremos siempre al verla, única y diversa, en el cine tantas veces como la primera vez. En el despliegue de su espléndida vulgaridad al caminar calle abajo en Niágara, toda caderas: carne tan móvil sobre la que se podía oír la piel crujir bajo la tensa tela. La aplaudimos una vez, la aplaudiremos varias veces, al subir ella, cimbrear y bajar luego la empinada escalinata de neón, una rubia hecha de piernas, en Los caballeros las prefieren rubias: cien amantes, cien diamantes y una muchacha que es una joya. Querremos protegerla, la protegeremos en su pervertida inocencia carnal de Bus Stop. Trataremos de acogerla con la paternidad incestuosa de Clark Gable en The Misfits. Pero sabemos que gozar sólo su visión de animal joven, implorante y devastadora («Do I have to go, Uncle Lon?») de la queridita que se queda sola, Caperucita entre lobos, con el cansado ojo senil del sexo: seremos como el veterano Louis Calhern en The Asphalt Jungle. Suyos son los oscuros ojos del voyeur condenado a escrutar eternamente a su radiante objeto de deseo. Ésa es la mirada de impotente social de Alonzo Emmerich, todavía deseando a la muchacha rubia que va a desaparecer para siempre ante sus ojos, como el resto que se apaga: el mundo concebido como una linterna sórdida que fue una linterna mágica —ésa es la visión del espectador de cine. De ustedes y mía, de nosotros los voyeurs de antes que todavía somos los mismos mirones: esa mujer se hizo para tu ojo sólo.

No otra cosa que una sombra fue y será Marilyn Monroe para todos. Ahora se trata de explicar la fascinación, obsesiva y recurrente como la luna, de esa sombra, de esas sombras o de esa sola sombra pálida que dura más de un cuarto de siglo en las reticentes retinas y su perenne manifestación entre nosotros sus médiums. Esa presencia sobrehumana, más allá de la muerte y del olvido, es el mito manifiesto que ahora llamamos Marilyn Monroe.

La mujer —es decir, la tenue apariencia detrás de la presencia poderosa de la sombra— nació y murió como pocas estrellas del cine americano: en pleno Hollywood. El mito surgió, como todos los mitos, dondequiera, pero al mismo tiempo: todo el mundo prefirió esa rubia. Su exacta geometría tiene la forma del círculo mágico: su circunferencia está en todas partes y el centro en ninguna. Cuando sucedía este fenómeno único en la antigüedad la aparición era una diosa —o un dios. (Pero, realmente, Marilyn Monroe, para mortificar a Unamuno, era todo menos un hombre)—. En la Edad Media esta manifestación sería la de la Virgen —aunque es ridículo pensar en una Marilyn Monroe virgen—. Ni siquiera, como Greta Garbo, en una suerte de vestal vegetariana. Marilyn Monroe, como Afrodita, es el apogeo del amor: nacida del amor, para el amor. Como era posible pagar por ese amor vicario (todavía lo es, aunque más caro ahora: los boletos cuestan un horror en todas partes) ella era nada más y nada menos que una hetaira prodigiosa —como una Cleopatra rubia, por ejemplo—. Es decir, mera ramera. Marilyn Monroe, hay que decirlo claro, era una puta —la puta platónica, hembra cósmica. Ella era la representación virtual de la mujer para el vicio y la virtud del amor. Venus no era menos. Marilyn no fue la mujer que inventó el amor, pero pareció haber adquirido temprano la patente. ¿Quién no ha estado enamorado de Marilyn Monroe o de una de sus reproducciones húmedas de agua oxigenada?

No quiero detenerme, pues, en las últimas revelaciones sobre la vida luminosa o sórdida de Marilyn Monroe, la mujer, como ha hecho Norman Mailer en su torcido homenaje público y notorio. ¿Qué importa ahora si ella se suicidó o la mandó a matar Robert Kennedy por encargo de su hermano Jack para que no arruinara la futura carrera política de Ted, el tercer Kennedy? No hay que hablar tampoco de documentos genuinos sobre una niñez infeliz, su pubertad temprana y la juventud arruinada de Norma Jean Baker o Mortensen o como se llamara. ¿Qué nos importa si su madre murió loca o no?¿O si de niña Normita fue violada por un huésped brutal o experto? ¿O si de mujer inmadura tuvo que afrontar una sola o diversas indignidades sexuales para sobrevivir o hacer carrera y ser famosa? Son los gajes del oficio de actricita con más tetas que talento. No me interesa saber si es cierto que Norma Jean, ya Marilyn para siempre y por toda la eternidad (nadie recuerda por cierto a las otras Marilyns del cine: Marilyn Maxwell o la misma Marilyn Miller, a quien debe su nombre, y aún la gloriosa Kim Novak cuyo verdadero nombre era, inoportuno, Marilyn Novak), esa Marilyn por antonomasia, ingeniosa y cínica, fue la que al ver la recién colgada estrella en la puerta de su camerino, en señal de ser ya una movie star, dijo o dicen que dijo su promesa de amor: «Ahora se la voy a hacer nada más que a quien me guste». Ella, meretricia, había cometido felación por la causa del triunfo, pero ésa era otra mujer y el ultraje ocurrió en ese otro mundo, en tinieblas, detrás de la pantalla. Además la hembra está ahora muerta —como bien dijo Kit Marlowe hace casi cuatrocientos años, hablando de otra doña deferente. Sí, es verdad que Marilyn, la criatura carnal, está muerta. Pero parece mentira, con lo viva que se la ve: nadie diría que de ella ya no queda nada, excepto unas cuantas películas y muchas fotos: pocas mujeres de la historia han sido tan retratadas. Además, claro, queda el recuerdo. Todo el mundo tiene un recuerdo recurrente de Marilyn Monroe. Sólo sus iniciales son la doble entrada al Mnemocine de su memoria.

Sam Shaw —fotógrafo, productor de películas y animador de actores— tiene todavía recuerdos precisos de Marilyn Monroe que resultan vagos ante sus fotos precisas. Caminando por Manhattan, cerca del Parque Central, a comienzos del verano me dijo Sam señalando: «En uno de esos bancos le hice unas fotos a Marilyn. Era verano. Marilyn llevaba mucha ropa para lo que llevan las mujeres ahora, pero para entonces estaba desnuda. Así vino. A veces Marilyn venía vestida con un abrigo de visón. Era, como siempre con ella, verano y el calor era sofocante. Cuando le reproché cómo podía llevar ese abrigo de pieles, ella lo abrió —y debajo no tenía nada. ¡Pero nada!— Era su chiste favorito. Ese mismo día de las fotos en el parque llevaba un simple vestido sin nada debajo. Nunca usó panties. Esa tarde caminó por la orilla del parque, se sentó en un banco y leyó o hizo que leía el periódico. Estuvo sentada junto a dos novios de verano un rato y yo hice fotos, justo ahí al lado de la pareja, ¡y ninguno de los dos la reconoció! Creo que ni la miraron —y estaba en su apogeo como estrella y como mujer. Marilyn la de la vida diaria era tímida, apocada, casi poquita cosa. Era su imagen del cine, y de las fotografías, la que se hacía grande y poderosa, enorme. Como dice Howard Hawks, la cámara se enamoraba de ella y a través de la cámara, todos nosotros. Esa era su magia».

Marilyn, viva, no olía bien además. Era en la pantalla que ella se convertía en el perfume de una imagen, en el aire del cine, en un aura. Todos tomamos fotos de ella con nuestra Zeitgeist, de Seiss-Ikon.

El recuerdo de Tony Curtis, antiguo galán, es bien diferente y nada deferente: es irreverente. Los dos fingieron juntos varias escenas de amor tórrido en un Miami de cartón en Some Like it Hot: ella estaba casi desnuda de veras, él llevaba gafas que nublaban la pasión simulada. «¿Cómo fue el beso de Marilyn?», le preguntaron a Tony Curtis después. «Como un beso de Hitler pero sin el bigote», confesó Curtis que es judío. «Además, no usaba desodorante». Como Hitler.

Hacia el final de su carrera —es decir, de su vida— Marilyn se volvió una actriz chabacana y chapucera. O indiferente. En esa escena con Curtis, en que 61 la enamora mientras mordisquea un magro muslo de pollo, ella no tenía más que un bocadillo o dos. Pero siempre se equivocaba, casi adrede. La toma tuvo que repetirse 27 veces por culpa de Marilyn y Tony Curtis se vio obligado a comer otros tantos muslos fríos. Al final él quería darle a ella mordiscos no de amor sino de rabia. Curtis no fue cortés, pero Billy Wilder, el director, fue cortante: «Ella es costosa y poco profesional, es verdad. Pero mi abuela es muy profesional y cobraría poco. Todos pagan por ver a Marilyn vestida, ¿pero quién va a pagar por ver ami abuela en negligé?».

Fue Wilder quien creó la imagen más memorable de Marilyn Monroe en movimiento. Es esa secuencia en que ella camina por una fingida calle de Manhattan y desde una parrilla en la acera un Eolo malicioso y solícito sopla una ráfaga vertical de aire tibio —o más bien fresco— que le levanta las faldas y muestra sus pulidas pantorrillas pálidas para revelar sus muslos arqueados hasta los púdicos pantaloncitos desusados —tan blancos como sus piernas perfectas. Esa visión es imperecedera: es idéntica a la reconstrucción ideal que hizo Botticelli del nacimiento de Venus en el mar Egeo: Marilyn es una Afrodita urbana surgiendo sobre el ajetreo del subway ahora.

Hace poco una joven película francesa (Wilder podría ser el abuelo de su director y de casi todos sus actores) llamada Diva, hacía caminar gratuitamente por un París real a una rubia irreal —y de pronto el aire del metro le levantaba las faldas hasta la cadera, en un golpe de nostalgia que no abolirá la cita. Al otro lado del Atlántico el público de un cine de Manhattan, neófitos más que cinéfilos, rió de veras. Era que habían reconocido el homenaje francés a la Venus americana. El mismo Wilder, en esa su última comedia juntos, Some Like it Hot, daba una nalgada figurada a Marilyn y guiñaba después un ojo avisado al espectador cómplice. Es esa escena en que una muy mona Monroe, música que toca mal el ukelele pero a quien se le puede tocar bien todo, viene bella y boba por el andén simulado hacia la cámara. Su distracción es total: como si fuera la misma muchacha miope de Cómo casarse con un millonario, aquella rubita que sin lentes tropezaba con su sombra. Ahora la espléndida criatura blonda avanza hacia nosotros, el público, todavía inocente. Pasa cerca del tren y de entre los vagones sale un doble chorro de vapor, uno para cada nalga mórbida, con un silbido soez de frenos en desenfreno. Ella salta asustada y luego sigue su camino, pero su culo no escapó a mis ojos sorprendidos.

Pero ningún homenaje mejor que el del recuerdo: recordar a MM cuando M muerta era M viva. Ese recuerdo, ese tesoro, este privilegio pertenecen a G. Caín, aquel fanático furibundo que tenía en su estudio tres fotos, tres: Marilyn desnuda en el calendario notorio, toda tetas y muslos muelles. Marilyn vestida en Some Like it Hot (es decir, peor que desnuda: casi vestida y con mamas magnas), Marilyn forrada en pieles, como la quería Caín, discípulo de Sacher-Masoch, masoquista memorable: Venus en cueros. Ese Caín, que al revés de Sam Shaw no conoció a Marilyn nunca, que jamás sufrió al besarla como Tony Curtis curtido, que, impar de Mailer, no llegó a enterarse de que la estrella había muerto pero siempre supo qué cosa era ella viva —un mito del siglo—, ese Caín, atroz alter ego, escribió en 1961 un elogio nada fúnebre (no tenía por qué ser de luto: Marilyn no había muerto todavía). Pero la loa se le convirtió en boa y el cronista se internó, perdido, en el laberinto de sus propias obsesiones: Marilyn devino una encarnación de la fatal diosa rubia pagana que nació con Helena para perder a Paris, burlar a Menelao su marido y destruir a Troya. Según Caín el mito, ya cristiano, se hace luego la Isolda celta de la Edad Media, toda filtros y música de Wagner. En la leyenda renacentista del Dr. Fausto, es el fantasma de la Helena rubia que hace al alquimista moribundo suplicar ser hecho inmortal con un beso —como el final feliz de una película cualquiera—. Y con el cine regresa la diosa rubia (por cierto, de Jean Harlow a Kim Novak, todas ellas fueron falsas rubias: solo Ginger Rogers era rubia real, rubio su cabello, rubio su vellocino) o la mujer rubia como ideal erótico y signo fatídico que se convierte en un símbolo —Marlene Dietrich, por ejemplo—. Esa encarnación culminó del todo en Marilyn Monroe. Después de ella fue el diluvio de rubitas mojadas por la lluvia del tiempo y la moda (un desfile de facsímiles: Beverly Michaels, Cleo Moore, Joy Lansing, Barbara Nichols, Jane Mansfield, Mamie Van Doren, y en un salto atlántico, Diana Dors y Anita Ekberg, y muchas, muchas más que la memoria ahíta de pelo pajizo rechaza), todas muñecas de paja hasta llegar disminuida, desmejorada a Bernadette Peters, muñequita de New York: pelito pintado, ojos redondos, boca rotunda, prognata —y esa Mae West de monte adentro que es Dolly Parton, enana neumática que amenaza desinflar con su canto, no su encanto, sus senos como un busto de goma que hace piss.

Ahora a casi medio siglo de su muerte se sabe que la culminación celebrada por Caín fue como un hybris: después de esa cima todo sería decadencia. Marilyn Monroe hay que admitirlo sin lamentarlo, es la cumbre, el tope del iceberg nórdico, el Everest mítico que hay que escalar (con los ojos porque está ahí: sus fotos en blanco y negro y en colores, en todas sus películas y en la televisión). MM no es el más breve epitafio sino una clave: Marilyn es la última rubia radiante —pero también la rubia eterna, la inmortal, el mito de la mujer rubia, la diosa blanca, la luna que nace, que renace y en ella misma cada visión la cambia.