Nunca como en este siglo han sido tan populares las rubias. Es más, el siglo parece haberse poblado de rubias. Es cierto que este es el siglo que inventó el peróxido permanente que hizo posible a la rubia oxigenada. Mientras más falsa la rubia, más verás. Pero cuando Anita Loos (una morena menuda) acuñó la frase «los caballeros las prefieren rubias» no estaba más que comprobando una realidad moderna. Sin embargo la mitad del mundo las escoge pelinegras de ojos rasgados, como son las chinas, japonesas y coreanas. Mientras que una tercera parte del globo las quiere morenas, con un lunar escarlata en la frente y que huelan a curry. Todavía hay una humanidad negra, morena, con el pelo ensortijado o con rizos negros y trenzas de azabache. Por lo visto queda muy poco terreno para las rubias. Pero esas rubias, falsas o naturales, han dominado el cine que ha creado las imágenes del siglo. Un solo director, Alfred Hitchcock, no admitía más que heroínas rubias y a partir de la decadencia del cine mudo, cine latino, las rubias, esta vez con voz y veto, se hicieron con las ansias femeninas y los deseos masculinos. No sólo los caballeros las preferían rubias: también, aparentemente, las señoras. Las peluquerías respiraban oxígeno puro.
Tomando la ocasión por los pelos claros, hay que hablar ahora de dos o tres rubias, dignas paradigmas. Tal vez la primera fue Mae West. Debajo de su abundante cabellera rubia, parecía un camionero con peluca, hablaba como una libertina liberada y se comportaba como una mantis religiosa que ha devorado demasiados machos de la especie. Su lema: «Sube a verme un día de éstos», parecía una invitación a la devoración. La rubia de al lado, Jean Harlow, era una pobre seguidora de la ciencia cristiana en la vida (y en la muerte) pero en la pantalla daba muestras de una agresiva vulgaridad que desde entonces se deletrea s-e-x-o. Siempre apareaba a Clark Gable por su machismo moderno, Harlow, que fue la primera rubia que perdió el pelo del otro lado de la pantalla. Para seguir siendo la rubia explosiva (sin pelo rubio no hay rubia) tendría que usar peluca hasta el fin de sus días, que no fueron muchos. Pero pudo hacer hasta el final pareja con Gable cuya famosa sonrisa estaba hecha de dientes postizos.
La otra rubia relámpago, Carole Lombard, tenía el atractivo blondo y lirondo que tuvo Jean Harlow con el sentido del humor de que hizo gala Mae West. Lombard era esa rara combinación: una rubia que no es tonta, que es sexy, que es cómica. Su mejor momento ocurrió en Ser o no ser, una comedia en que tenía tantos amantes como dudas Hamlet, encarnada por un hastiado, astado marido, que era Jack Benny. La película fue la obra maestra de Carole Lombard y de Jack Benny en su hilarante papel de Hamlet que no duda: su ser o no ser significa contar las astas de la testa. Lamentablemente, cuando Carole Lombard era más bella (su cara una máscara cara), más apetitosa (tenía las formas femeninas más generosas de Hollywood) y su talento más apreciado (era una comedianta consumada), se apareció el destino en forma de un avión que volaba bajo y terminó su carrera con un gran ruido de estrella que se estrella. Todavía es lamentada. Ahora le toca el turno a otra rubia, como Harlow, tonta y vulgar. Esa era la Marilyn Monroe del cine. Tengo que confesar que, como rubia, nunca me gustó demasiado. Mi rubia favorita fue Kim Novak o Lana Turner, venerada vidente en mi afecto.
Pero, hay que rendirse a la evidencia, la Monroe es la rubia más famosa del siglo. Viva o muerta o colocada en ese pedestal del arte que se llama limbo. De la actriz se puede decir poco. Era una comediante cariñosa (sus ojos ingenuamente abiertos se convirtieron en su marca de fábrica) en manos hábiles, pero como actriz dramática fue de una incompetencia realmente lamentable. Debió, como Mae West, no hacer más que comedias. Sin embargo, tenía ambiciones dramáticas y hasta ser una heroína de Dostoievski. No lo logró. Lo más que consiguió fue ser una neurótica americana no a la manera de Tennessee Williams sino de Arthur Miller, su marido más en el espíritu de Jack Benny casado con Carole Lombard que en el de O’Neill. Al final de su carrera sin embargo en Something Got to Give, era posible detectar la presencia de un icono carnal y húmedo que se acercaba a los ojos masculinos de este lado de la pantalla como pidiendo una tregua amistosa. Si lo prefieren, parecía decir, que los caballeros por favor no me consideren rubia, sino un ser humano. Lamentablemente, a su muerte ha vuelto a ser el amuleto oxigenado que fue al principio de su carrera.
Tal vez la razón por qué Marilyn Monroe nos es tan preciosa como imagen (que es todo lo que queda de ella) la tenga Carl Denham, el director de cine que descubrió a King-Kong en la selva feral de King-Kong. Al notar Denham el entusiasmo que despertaba su rubia importada entre los nativos de la isla remota, dijo: «Las rubias escasean por aquí». Las rubias de veras escasean por todas partes. Aún en King-Kong la rubita que literalmente se echó al mono era, quién se atreve a decírselo al súbito simio, una falsa rubia, como Marilyn y todas esas rubias del cine. La tarea de Marilyn fue que nos creyéramos que era una real rubia ingenua. Su hazaña es que lo hayamos creído tanto tiempo. Era esa condición de falsa de veras la que la ha hecho la rubia por antonomasia. Mientras Lana Turner era la preferida de un bribón o dos y Fay Wray de un desmesurado gorila, Marilyn Monroe fue la preferida de los caballeros. Todavía lo es.