Mi memoria de Mae

Mae West ha muerto y los compositores de notas necrológicas escriben las cosas más tristes esta tarde: «Mae, la malograda», porque fue famosa nada más que medio siglo. O un obituario: «Mae llevaba más tiempo muerta que ninguna otra estrella viva». O esculpen este epitafio: «Con la prematura inmortalidad de una momia, murió Mae West a los 88 años en disputa».

Son las frases de rigor mortis, pero cuando estaba bien viva todavía decidí seguir las señales de Horace Greely, que apuntaba: «Go West young man», tal vez queriendo decir «Viaje al Oeste, joven». A mí me pareció siempre, no sé por qué, como que me urgía a conocer a la West en carne viva, como un destino. Cuando se lo dije a Mae West de viva voz en Hollywood y agregué: «Es por eso que estoy aquí, miss West», Mae me sonrió su sonrisa sabia, pero torcida, y me corrigió: «Ah el viejo y querido Horacio», y por un momento pensé en el poeta latino que declaró: «Las ruinas me encontrarán impávido», pero ella se refería al mismo Horace Greeley, el editor, y añadió: «Lo que dijo Horace en su carta al joven aspirante fue que de no encontrar fortuna en otra parte viniera a enfrentar a West la Grande».

Apabullado por su erudición americana y al mismo tiempo por mi tarea de traducir, to face, que es enfrentar, pero también dar la cara (y el espejo si hay porqué), me olvidé cortésmente de que estaba en realidad en el Oriente y encaraba a la esfinge cerca de las pirámides. Una voz corta, incortés, me dijo al oído: «En esta rubia legendaria contemplas casi ochenta años». Ése era el rumor más persistente en el estudio: Mae West no declaraba su edad en ninguna aduana y todos creían que cumpliría ochenta. En realidad sólo tenía 77 años. No lo parecía.

No me lo pareció a mí por lo menos esa tarde de la vista y la visita privada y mucho menos después por la noche de espectador fascinado, que es la palabra de Horacio para el mal de ojo que encanta. Cuando canta.

Había visto a Mae West en películas, por supuesto, como She done him wrong (título de imposible gramática rubia), donde ella invita a Cary Grant, bien verde, con una famosa frase verde: «Ven a verme un día de éstos», y su entonación era insinuación de un solo sentido. O I’m no angel (No soy un ángel), con un Cary Grant más maduro, pero una Mae West siempre verde. Sólo la ausencia de la Legión de la decencia (todavía por crear) permitió que esta película, tal vez su mejor vehículo, la disfrutaran desde niños prodigios sexuales hasta viejos verdes.

Mae danza decente (como la actriz que nunca fue: siempre fue un fenómeno) en un circo, y su conflicto es no haber cometido otro crimen que poner a la vista su sexo antes de tiempo. Mae, después de la censura de Hays y su código, parece casi doméstica, pero nadie pudo domarla nunca y logró hacer una serie de películas (una con un título que es el mío: Go West, young man) y otra con ese viejo padre que fue W. C. Fields.

Siempre se creyó que esta personalidad indestructible (cuando empezó Myra Breckinridge tenía ya 77 años y nunca se supo cuántos tenía cuando la terminó) era un símbolo sexual, Eros espectacular, pero en realidad Mae West fue una comedianta singular y una escritora infatigable en su búsqueda de la picardía perdida por la vía de la parodia impúdica. No era una Venus sino una vedette: su vis cómica, más poderosa que su sexualidad.

Pero ella dominaba la comedia de Cupido sin carcaj con carcajada. Su nota dominante en cada acorde cómico era la insinuación amoral, pero amorosa, y tomar el sexo como un juego de manos y sobre todo de palabras. Su última película, que escribió, actuó y controló, inmarcesible, a los 85 años, se titula Sexteto. Mae West vivió lo suficiente como para ver ese título, prohibido en los años treinta, ahora en letreros luminosos ubicuos y al mismo tiempo convertido, medio siglo después, en ingenuo ingenio: su arte atrevido era su inocencia.

En 1970 viajé a Hollywood a ver cómo mi guión Vanishing point se hacía película por la Fox. Conocí a un productor que quería que le escribiera un trillado thriller y supe sorprendido que producía entonces Myra Breckinridge, en la que Mae West era la agente artística ficticia de Raquel Welch, que en la ficción del filme era un transexual de imposible anatomía: toda neumática de hormonas. Ninguna de las dos estrellas se hablaba en la realidad del set entre otras cosas porque Mae West se empeñaba en llamar a Raquel Welch exótica Rachel, como en la Biblia, pero por pura perversidad.

El productor, cogido entre las pullas de las estrellas, hizo, sin embargo, tiempo y tregua, y tuvo la gentileza de invitarme a ver filmar los dos números musicales cantados por Mae West sola —privilegio pasmoso, conocer a la misma Mae West—. La oí doblar al mediodía su número primero con profesionalismo impecable y luego la vi caminar cogida del brazo por un hombre enorme —que supuse un sansón de utilería— hasta el trailer dentro del estudio, que era el camarín de Mae, símbolo de ser superestrella. La siguió el productor atareado. Al poco rato éste me llamó a su lado y entré al trailer. Allí, sentada en una silla recta, vestida con una bata blanca de raso, las manos de arrugas cruzadas sobre el vientre para tratar de ocultar el visible bulto de la vejez, llevando una evidente peluca rubia y con el maquillaje como máscara para la cámara todavía en la cara, me recibió sonriendo con labios largos: una increíble bisabuela sin biznietos.

Detrás de ella, de pie, estaba apocado su acompañante, uno de esos atletas altos, facsímiles de Adonis con que se rodeaba en sus shows sicalípticos de los años cincuenta. Pero hasta este mismo Atlas era ya un viejo: Paul Novak, su de veras eterno acompañante. Mi futuro productor era también un veterano del cine. Pero, así y todo, con mis cuarenta años cumplidos, me sorprendí cuando la voz, antes inimitable y ahora una imitación de Mae West no muy buena, dijo: «Bien venido, joven», y la última careta de Mae West me sonrió una sonrisa sincera, pero falsa de dientes. ¿Qué decir? ¿Cómo saludar a una actriz que era ya leyenda, que era una diosa divertida convertida en un triste monumento? ¿Qué se le dice, por otra parte, a la esfinge? Inventé una tarjeta de visita digna de Edipo: «Miss West, es un honor y un privilegio y la realización de un sueño imposible estar aquí».

Ella sonreía postiza mientras yo improvisaba un complejo homenaje: «He venido desde Cuba vía Madrid, vía París, vía Londres solamente para conocerla».

Era, curiosamente, verdad. Sólo omití decirle que de mi salida de La Habana a mi llegada a Los Ángeles había tardado cinco años. Pero la esfinge alegre, vulnerable ahora, no sonrió al hablar: «Es un desvío bien grande sólo para verme, ¿no le parece?».

Esa respuesta y no las pasadas (y futuras) cirugías cosméticas fue un rejuvenecimiento verdadero: esa sí era Mae West. La otra, la que caminó pasito a pasito para atravesar con terror geriátrico el estudio vacío, la que vestía su vetustez, la que llevaba esa enorme peluca que ahora era un turbante de baño turco para su frente y su cara muy maquillada, ésa no existía.

Hablamos de cosas intrascendentes, sin encontrar un lugar común. ¿Qué puede decirle Edipo a la esfinge que ella ya no haya oído? En un vacío de voces, el productor, maestro de presentaciones, le recordó a ella que yo era escritor, que había escrito una película para el estudio, que escribiría otra para él ese año. Mae volvió a iluminarse en otra candileja lejana: «Ah, escritor. ¡Qué intimidante! Usted sabe, yo también escribo a veces».

«Lo sé, miss West. Y sé que usted es una autora de genio».

No le dije que ella era una autora que había tenido el genio de inventar a Mae West, personaje y persona. Pero no hizo falta, porque ella lo sabía y sabía que yo lo sabía. Todos lo sabíamos, incluso los funerarios futuros. Cuando casi se levantó para darme la mano (fofa, tierna) y despedirme, olvidándose de su camuflaje carnal, me dijo: «Venga a verme esta noche», que casi me sonó al «Come up and see me sometime» merecido por un Cary Grant joven y apuesto.

Esa noche, efectivamente, Mae West doblaba su último número, que era su última escena en su penúltima película. El estudio estaba de nuevo cerrado, para privacidad de miss West, celebridad perturbable. Miré un rato a su trailer de estrella. De pronto se abrió la puerta. Salió, subió a un altillo y surgió en ondas sonoras. No bien sonó la orquesta invisible, con música ya grabada (era un ritmo funk o un frug) y el coro la acompañó en su baile: los bailarines, todos vestidos de frac, chistera y bastón, varias versiones negras de Fred Astaire, giraron y bailaron en compases de espera para la melodía enlatada, cuando, para sorpresa de todos, aun del productor, incluso del director de la película, que esperaban el play back, Mae West arrancó a cantar su canción en directo, innecesariamente en vivo.

Cantó con tal contento y brío y ritmo perfecto, con su voz característica de mulata rubia de Brooklyn, moviéndose ondulante en su traje negro, estrecho, que al final del número todo, absolutamente todo el mundo en el estudio, que era entonces el mundo, cuando ella acabó, el mundo aplaudió.

Aplaudimos felices de haber sido testigos de un milagro: Mae West, la leyenda, mostraba cómo nace y también cómo se perpetúa un mito. La clave está en su frase más famosa. Ella sabía dónde estaba, dónde estaría, dónde estará esperando siempre a que subamos todos a verla a ese altoplano en que el arte y el artista se hacen uno, solo, inmortal. Mae West no ha muerto hoy. Mientras haya tiempo morirá mañana.