Rita Hayworth fue más que una belleza del cine, más que una vaga vampiresa, más que el ídolo en efigie en que la convirtió el siglo. «Dios ha muerto», decretó Nietzsche pero en seguida resucitaron los dioses. Rita Hayworth fue una diosa hecha a la medida de los tiempos, pero curiosamente nadie con menos talento fue tan lejos. Su belleza se construyó poco a poco y quien como yo la vio en Charlie Chan en Egipto (frente estrecha, ojos minúsculos, cuerpo chato: encarnaba a una criada y una criada parecía) en 1935 apenas podría compararla con la elegante desdeñosa del héroe (nada menos que Cary Grant) en Sólo los ángeles tienen alas de tres años más tarde. ¿Cenicienta en Hollywood? ¿Pigmalión que encuentra una estatua de celuloide? ¿Magia blanca? Era solamente la distancia que mediaba entre Margarita Cansino (que sólo sería una versión española de Dolores del Río) y Rita Hayworth, con un padre bailarín de flamenco y una madre irlandesa, corista rubia.
Pero ya en su primera aparición como una mujer de cuidado con un marido cobarde en Sólo los ángeles era evidente que su misterio radicaba en su voluble vulnerabilidad: uno podía enamorarse de una mujer así y muchos lo hicieron. Incluyendo, casi, a Cary Grant, una presa difícil de capturar y más aún de conservar. Su próxima aparición (me quiero olvidar de pobres bodrios como Bajo la luna de la pampa, Cargamento humano y Trouble in Texas, en compañía del legendario stuntman Yakima Canutt, porque en El infierno de Dante ella no bailó más que una danza) fue en ¡Ay qué rubia! donde sustituyó a la espléndida testaruda de Ann Sheridan. Si aún hoy uno puede lamentar la ausencia de la pelirroja sexualidad de la Sheridan (una hembra que no había que inventar), no hay duda de que la combinación de Irlanda y de España produjo en Rita católica una mujer a la medida del siglo que sería proyectada, en todos sentidos, más allá de su vida. Luego, en My Gal Sal, fue una corista de alto copete capaz de enamorarse de Victor Mature en la película y en la realidad. Rita mostró además una gran elegancia en colores como hizo amagos de roja vampiresa en Sangre y arena. Aquí, todavía, era la fuerza sexual de la cinta. Fue poco después que se encontraron dos mitos del siglo en una sola fruta prohibida, la Orsonrita.
Nosotros sus amantes en la oscuridad cómplice la admiramos en Cover girl y Esta noche y todas las noches donde bailaba algo más que flamenco. En Sangre y arena, sexo y sangre, su Doña Sol esclavizó bajo la luna de la pampa a Manuel Puig hasta que éste se liberó en su Traición de Rita Hayworth, (aunque hay técnicas de seducción fílmica en El beso de la mujer araña que Doña Sol no desdeñaría). Pero fue en Gilda donde la Hayworth cometió el más resonante striptease desde que Friné se desnudó ante sus jueces en la Grecia antigua. Como su verdad, Friné lo revelaba todo, Rita (ya para entonces no había más Hayworth: es la apropiación de un nombre español más rotunda hasta Lolita), de mentira, con sólo quitarse unos luengos guantes negros que convertían sus codos en rodilla oculta tras el raso, a la vez que cantaba (otra traición de Rita: estaba doblada) «Put the Blame on Mame» y su larga cabellera negra (en el blanco y negro nunca se veía su rojo) era ella misma un fetiche, que es lo que todo amor quiere que sea la hembra de la especie: mamantis, amantis, mantis religiosa que promete devoraciones en público y en privado. Sacher-Masoch, inventor del masoquismo, se habría perdido y encontrado en un solo guante de una mujer llamada, como el lirio, Gilda.
Después vino su aparejamiento (miento) y boda (oda) con Orson Welles para crear la envidia del cuerpo y de la mente. Orson, nunca llamado Welles, entendió que Rita era algo más que cabellera longa y seso breve: era un mito misoginista. En La dama de Shanghai, hecha después de deshecho el matrimonio, una Rita rubia podía ser el amor que se esconde detrás de una esquina del Parque Central o la pistola que se oculta entre las faldas y que no siempre enfunda el hombre. Rita masculla en chino y emascula a los hombres: lesa vampiresa. Ella, además, se mostró en la película y en las palabras posteriores de Welles vindicándola, como una actriz insegura y un ser humano vacilante, nada violento, siempre víctima. Saber que esa asesina blonda y lironda era en realidad (palabra que el cine nunca admite: sólo sueños) una mujer a la que vigilarle las manos cuando empuña la dura Colt calibre 32 fue un escalofrío nuevo. Desde entonces me cuido mucho de las rubias que me encuentro bajo un árbol del Parque Central —aún en La Habana. Para el ojo no hubo nunca manos más bellas, más expresivas y más asesinas. Iban de la garra en la caricia a la ponzoña (un instrumento para los labios se llama la zampoña) en el beso mortal pero aparentemente inerme. ¿Para qué hablar de sus piernas? Tormento torneado que acompañaron Fred Astaire y Gene Kelly, mejores bailarines, ay, que yo. Mientras las tetas de Rita, impertérritas, siempre permanecieron fuera del alcance del ojo oscuro.
Las leyendas que acumuló Rita a lo largo de su vida fueron muchas (prima de Ginger Rogers nunca fue, sobrina del escritor sefardí Rafael Cansinos-Assens tampoco, gran bailarina de flamenco mucho menos, pelirroja natural sin tinte porque su padre le teñía el pelo de negro, belleza que nunca necesitó afeites cuando se depilaba) y a las leyendas creadas por el cine se unieron las verdaderas leyendas del siglo: amante de Victor Mature, conocido como el bisté, que la perdió en la guerra, esposa y madre de la hija de Orson Welles, mujer del Alí Khan y princesa mucho antes de que Grace Kelly, rubia natural, cazara a su príncipe y lo mantuviera si no azul a su lado y finalmente enferma de un mal misterioso y fatal: Rita, memoria fugitiva, terminó sin poder recordar que había sido Rita.
Pero Rita era una diosa y las diosas, a pesar de Nietzsche, no mueren. Cuando el historiador del cine John Kobal, autor de su primera y mejor biografía, le sugirió el título de su libro, derivado de una conocida canción, El tiempo, el lugar y la chica, Rita lo objetó y propuso un cambio de nombre: El tiempo, el lugar y la mujer. ¿Por qué?, quiso saber Kobal con tacto sin contacto: hablaban por teléfono. «Es que», susurró Rita, «yo nunca he sido una chica». Las diosas, ya se sabe, siempre han sido mujer.