Ava Gardner nació Lucy Johnson en Nochebuena en Carolina del Norte y se ha ido en un día de huracán en Inglaterra. El destino es sastre y desastre. Lucy en su avatar de Ava tuvo una vida a su medida, pero como a todos la gracia se le volvió desgracia. La descubrió para el cine y para el siglo, según la leyenda, Louis B. Mayer, el hombre que declaró que había en su estudio «más estrellas que en el cielo». Fue él quien vaticinó: «Es sorda, no sabe actuar, ¡pero es tremenda!». Toda Venus es tremenda y Mayer decretó que a ésta le cambiaran el nombre y la educaran a lo Hollywood.
En 1941 Lucy, ya Ava, se casó con Mickey Rooney, que era una gran estrella entonces. Pensar que esa belleza nueva tuvo una luna de miel con un enano escandaloso todavía subleva a la fanaticada. Afortunadamente el matrimonio duró solamente un año. (¿Solamente?) Luego se casó ella con Artie Shaw, cuyo nombre suena en inglés a alcachofa y que de músico, poeta y loco tenía más de un poco. Artie, clarinetista de pretensiones literarias, se empeñó en ser el Pigmalión de esta colosal Galatea y la hizo leer de Shakespeare a Shaw (Bernard). El matrimonio duró dos años, cuando Ava iba ya por el camino de Hamlet y declamaba «To be or not to be» como «To bed or not to bed», que en ella quería decir, «Coma y a la cama».
Antes de divorciarse, muy importante, fue la heroína como droga en Los asesinos. Todo el mundo piensa que fue su debut porque era el debut de Burt Lancaster y era la primera vez que se veía a Ava como una asesina de hombres. Por ella no sólo moría Lancaster sino también Albert Dekker, un actor de segunda que se haría de primera plana al suicidarse años después. Se colgó de una viga en una cochambre de cuarto de hotel y su última voluntad fue su vestimenta: llevaba al morir zapatos de tacón alto, medias de seda negra sujetadas por un liguero negro, bragas negras y negros sostenes y nada más. Pocos pudieron descifrar su mensaje final. (Esto no tiene nada que ver con Ava pero creo que es una interpolación intrigante).
En Los asesinos, donde se la ve por primera vez de espaldas, sus primeras palabras a Burt Lancaster (que son las primeras suyas en la película) también revelan la traición. Están dichas como una daga envuelta en tibio terciopelo: «Me dice Jeff que es usted boxeador. Detesto la violencia». Ella, que es instrumento de engaño y de violencia. Algunos han reparado que la voz de Ava Gardner era su atributo sexual más envolvente. Una mujer que acaricia con la voz así no puede ser del todo mala.
Ava Gardner fue ese ideal de la poesía bucólica: una campesina de una belleza que sale de la tierra. Era, para tormento de todo Quijote, una Aldonza Lorenzo que es a la vez una Dulcinea toda busto. North Carolina se diferencia de South Carolina en la dirección pero no en el sentido. En su primera película, We Were Dancing, fue una aparición de una belleza que nadie recuerda allí a Norma Shearer, una de las grandes estrellas del cine. We Were Dancing, comedia nada cómica, digna de verse ahora sólo porque contiene a una Ava joven y a punto de brotar. Hizo otras 22 películas hoy memorables solamente porque son hitos en su carrera vertiginosa hacia una fama nada efímera. Viéndola surgir como una Venus frecuente se sabe que sólo la aparición extraña de Hedy Lamarr impidió que fuera la actriz, es un decir, más bella del cine americano.
Con tres países tuvo Ava Gardner una relación especial, en este orden: Cuba, España, Inglaterra. En La Habana tuvo un mal encuentro con un monstruo de la noche libre habanera llamado (y no porque vistiera de colores) Supermán. Todavía se cuentan chismes grandes y gordos de esa breve asociación y de la cirugía no precisamente plástica que sufrió la estrella. Era también visita a menudo de la finca de Hemingway al sursuroeste de La Habana. Ava Gardner había sido una heroína hemingwayana las más veces (Los asesinos, Las nieves de Kilimanjaro y Siempre sale el sol) y Hemingway gustaba de rodearse de las mujeres bellas del cine (Marlene Dietrich, Ingrid Bergman) para llamarlas enseguida «Hija» y marcar con la insinuación incestuosa una efectiva distancia sexual. Estas mujeres, como las hijas en algunos matrimonios, eran un adorno familiar.
En 1951 Ava se casó con Frank (Sinatra, ¿quién si no?) y el tornado de las Carolinas amenazó varias veces con volar su tupé italiano. La pareja era de la estofa que están hechas las tormentas privadas y el escándalo público. Se separaron tres años más tarde y se divorciaron otros tres años después, Uno, dos y tres. Ava decidió no casarse más y no por mera superstición. Desde entonces, como dicen sus biógrafos, «se reunió con ricos románticos y magníficos matadores». Ava decidió que podía encontrar ambos especímenes en España y se mudó a Madrid.
En Madrid, para suerte de Andrew Lloyd Webber, autor de Evita, Ava (que se pronuncia Eva) se mudó a los altos de donde vivía el general Perón. El general se levantaba al amanecer, que es la hora de los madrugonazos pero era la hora en que las fiestas de Ava estaban en su apogeo. El general, a quien no preocupaba el fantasma de Eva (Perón), no pudo soportar más el cuerpo presente de Ava y la denunció a la autoridad competente, que debió de ser un ser intermedio entre un médium y un guardia civil. Ava, que había tenido un romance o dos con un matador o dos (creo, recordando a Supermán, que nunca tuvo un picador en su cama) decidió marcharse con sus fiestas a otra parte y se mudó a Inglaterra que era entonces un party perpetuo. Aquí, años más tarde, ya no bella, ya no una estrella, se la llevó la muerte. Como en Pandora se fue con el viento huracanado de la peor galerna que ha azotado a Londres en años. Como se dice en inglés, se fue con estilo. Estilo era precisamente lo que sobraba a Ava, una Eva que llevaba consigo el paraíso —y su perdición.
Cuando un periodista le preguntó si había nacido en Virginia, en vez de enmendarlo Ava dijo: «Sí, pero pronto cambié de estado». Ella era todo menos hipócrita. Preguntada por su arte, declaró: «Siempre he sido una mala actriz». Lo que no era verdad. «Me avergüenzo cuando me veo en la pantalla. No sé qué pasa pero siento que me falta algo». Lo que era verdad. Ava no era una actriz —cualquier mujer puede serlo si se empeña—, ella era una estrella, que se nace siendo. En El juez Roy Bean fue Lily Langtry, «la mujer más bella del mundo», según Oscar Wilde, su contemporáneo. Viendo las fotos de la Langtry uno sabe que la magnolia americana era mucho más bella que el lirio inglés. Ava era también más honesta. A veces (como en Los asesinos) una mujer fatalista. Pero Ava Gardner era, es, no la belleza que pasa sino la belleza detenida en su movimiento para que podamos verla veinticuatro veces cada segundo —que es lo que dura la eternidad en el cine.
Al revés de Greta Garbo, que era una mujer para mujeres, o Marilyn Monroe, que era una mujer para hombres, Ava Gardner era una mujer para hombres y mujeres y alguien más. Delgada y alta cuando joven, siempre fue una mujer que llevaba su sexualidad a flor de piel, como un perfume barato. A menudo era en el cine una tart, que sugiere algo comestible pero astringente. Por esa extraña alquimia del cine que convierte todos los metales en el mismo oro, ella vino a sustituir, en la Metro, a su exacto opuesto Jean Harlow, que era rubia y robusta pero también una tarta abierta. Para acentuar lo positivo Ava repitió el papel de la Harlow en Mogambo en 1956 con el mismo actor de la primera versión, Clark Gable, en Red Dust, donde la realidad siempre copia al cine aún cuando el cine sea una copia, Ava fue casta en el cast de Mogambo. Mientras Grace Kelly (que en la película era una niña rica seducida por Clark Gable) llegó a seducir a Gable al bronco ruido feroz de los gorilas —que como se sabe están en el camino de toda extinción por el pobre apetito sexual de las gorilas. En King Kong, el desmesurado gorila de las islas del Pacífico se robaba a la rubia, pero después ya en su cueva nupcial no sabía qué hacer con ella. Feral no es lo mismo que feraz.
En La condesa descalza, donde Ava se llamaba María Vargas y era una gitana gloriosa, la publicidad del estudio la apodó «el animal más bello del mundo». Pero Ava Gardner daba en el cine más mujer que animal y sus facciones eran exquisitas —aunque no lo fueran sus modales. En Algo de Venus ella era en efecto la diosa Venus y considerando que la deidad original era griega su belleza bruna era el reparto perfecto. Para acentuar su cara morena fue una mulata en Show Boat y una mestiza india en Bhowani Junction. Había algo en ella, algo que no era americano y su parecido con María Félix era tan insólito que podía parecer un aire de familia. Esa familia es la de las mujeres que de alguna manera no son de este mundo. Ava sin embargo era mundana. Ella era poseedora de una belleza casi ideal para el cine: ojos (y pestañas y cejas y sobre todo su mirada), nariz, boca y barbilla eran de una rara perfección vistas una a una. Pero la coincidencia en esa cara de óvalo y huesos y piel perfectos la hacía parecer extraordinaria. Era su carácter el que era ordinario. Nunca fue una actriz de carácter porque siempre tuvo mal carácter. Fui testigo no de excepción de uno de sus exabruptos extraordinarios, ordinarios.
En 1971 las huelgas de mineros tan enconadas terminaron con el gobierno del primer ministro Edward Heath y se caracterizaron por apagones de paz peores que los de la guerra. En una de esas noches frías adentro y afuera me invitaron a una cena que sería la soirée del demonio. Cuando llegamos Miriam Gómez, mi hija Carolita y yo a la casa de la cena todo estaba oscuro, menos la gran sala iluminada por innumerables candelabros. Detesto comer con velas porque no veo la comida, pero en esta casa frente al museo de Victoria y Alberto las velas creaban una atmósfera, ¿cómo diré?, romántica. Al sentarme vi que había otra persona en la sala, sentada bebiendo de una copa que creí vino. La anfitriona dijo: «Por supuesto, ya ustedes conocen a—» y se detuvo y no tuvo que decir más, ¡era Ava Gardner! Ya era mayor pero se veía espléndida a media luz.
La conversación, por una de esas casualidades que crea el diablo, se desvió hacia cirugías plásticas. Pero era la dueña de la casa y Ava Gardner las que hablaban. De pronto recordé que una actricita en Hollywood, que también por casualidad era hermana de mi traductora, había sufrido un accidente que le desfiguró la cara. Desesperada envió recado a su hermana que inesperada me pidió a mí ayuda. «Si acaso ves a Ava Gardner en Londres», me suplicaba, «por favor pídele el nombre de su cirujano plástico, que le quitó la marca que le dejó una cornada». Sabía que Ava Gardner era torera pero no en el ruedo, mucho menos cogida por un toro como Pasifae. Con estas prevenciones que debieron ser previsiones, oí una voz diciendo: «Miss Gardner, ¿quién es su cirujano plástico?». Era yo. Esta sola pregunta hizo que la Gardner tirara su copa, que creí de vino, al suelo y me dijera, no, me gritara: «¡Cómo se atreve! ¡Yo nunca en la vida me he hecho una cirugía plástica! ¿Qué se cree?». Con la misma furia de la voz se levantó de su sofá y por un momento, tal era su enojo, pensé que me abofetearía hasta la sangre como un toro. Pero sólo hizo dar tumbos hacia la puerta para consternación de todos, la mayor consternación de la anfitriona que iba tras ella suplicando: «¡Ava! ¡Ava! Miss Gardner, please». Pero tras tres traspiés Miss Gardner ya ganaba la escalera y la calle. Por el camino, se encontró con las hijas de la dueña y mi hija, todas de diez años, y las conminó a que fornicaran si no lo habían hecho ya. «¡Empiecen temprano como yo!», dijo, y desapareció en la oscuridad.
Lo cómico es que me quedé, que me tuve que quedar, a la cena, bien alumbrada ahora porque se había hecho la luz eléctrica. Más tarde, la embajadora americana vino a sentarse al lado de Miriam Gómez y se quejó: «¿Usted no sabe que Ava Gardner estuvo aquí?». Era para decirle: «¿Como Kilroy?». Pero la embajadora añadió: «Se fue porque la insultó una cubana. ¡Estos cubanos!».
Pero esa desgraciada ocasión no fue la última desgraciada ocasión en que vi a Ava Gardner. Caminando una mañana rumbo a Harrod’s vimos venir a una señora vestida con un abultado traje de correr que no corría. Caminaba hacia nosotros y según avanzaba más rollos se le veían alrededor del cuerpo y según venía era menos Ava Gardner. Es decir, era ella. Pero esa obra maestra que había hecho la vida estaba en vías de destrucción por la vida. Para colmo llevaba dos bolsas de tiendas, una en cada mano, cargadas de víveres. La vi una última vez más, repuesta pero aún más corriente, con el pelo corto y teñido de rojo y paseando un corgi, que es el perro favorito de la reina. Había adoptado ella ahora la imagen real pero como se sabe la reina Isabel es la más burguesa de los monarcas. Ava había regresado. Ahora era (y parecía) Lucy Johnson. Pero es Lucy Johnson la que ha muerto, mientras Ava Gardner es inmortal.