No me vengan con Garbo ni con el salero de Marlene ni con la gracia petulante de Katharine Hepburn ni con todos esos grandes nombres del cine que son Joan Crawford o Bette Davis. Si quieren saber lo que es una actriz de comedia, de tragedia, de melodrama y de drama aprovechen que acaba de morir Barbara Stanwyck para ver todas sus películas. O casi todas: hizo tantas tan buenas que un catálogo resultaría una guía de teléfonos. Precisamente uno de sus melodramas más intensos se originaba y se resolvía por teléfono (equivocado), esa Sorry, Wrong Number en que inválida en una cama y aunque se llamaba Leona esperaba ella la muerte súbita en su cuarto, condenada por el miedo y la maldad de Burt Lancaster, su marido, asesino por larga distancia que, arrepentido o simplemente sádico, le conminaba a correr, a ella que no podía dar un paso, para salvar la vida. Sin embargo, tullida toda, se movía y conmovía a todos demostrando que era una leona histriónica, la Stanwyck.
Sin embargo la Stanwyck no siempre fue la Stanwyck. Nació llamándose Ruby Stevens, que es casi un nombre para Jennifer Jones en Ruby Gentry. O para la odiosa bailarina Ruby Keeler. Huérfana de niña, muy en carácter se escapó de casa a los 13 años y siempre hubo en ella algo de golfa de solfa. Pero también había algo de bailarina en Ruby (¿determinismo del nombre?), aunque fuera una strip-teaser sólo para profesores. Como en Bola de fuego, en que se paseaba entre siete eruditos como una Blanca Nieves corista corita (o casi corita, ya que sólo mostraba por entre la abertura de su bata de andar por la escena unas piernas tornasoleadas por los reflejos de la inmodesta lentejuela alcahueta) y se quedaba a vivir entre libros y librescos. Aunque el director fue
Howard Hawks el guión era de Billy Wilder, que sabía que Barbara Stanwyck había sido corista en esa fiesta para mirones que fueron las follies de Ziegfeld y además había sufrido (él no ella) a Blanca Nieves y los siete enanitos, no sólo por el abrumador éxito de Walt Disney sino porque, como decadente europeo, Wilder vio el erotismo inherente en el cuento de hadas de la princesita virgen que dormía con siete enanos adultos, adustos. La Stanwyck parecía todo menos una virgen y su oficio del siglo era el de una Salomé Cada Noche: pelos, velos. Barbara Stanwyck salió de entre las bien formadas filas femeninas de Ziegfeld para entrar en escena, en eso que esos hijos ilegítimos que son los actores de cine llaman teatro legítimo. Entró ella a Hollywood por la puerta estrecha, sin embargo, para acompañar al oscuro actor de vodevil que era su marido, pero para terminar siendo no sólo una estrella de cine sino una gran estrella y casarse con otra estrella grande, Robert Taylor. Fue una boda que un guasón llamó la unión del bello y la bestia. Robert Taylor, sin duda, era el bello de la pareja porque es cierto que Barbara Stanwyck nunca fue bella. Con sus ojos pequeños y juntos y su larga nariz recordaba más a Dumbo, el elefantico rosa que aprendió a volar a raso. La Stanwyck llegó a volar alto y pronto la cubrieron si no de premios sí de elogios. Fue la actriz preferida de Cecil B. De Mille, de William Wellman, de Frank Capra y sobre todo de Billy Wilder, convertido ahora en el director de Double Indemnity. Y aquí, señoras y señores, llegamos al momento culminante de Barbara Stanwyck no en el cine sino en mi vida, que es para mí más importante que ese juego de luces y sombras que más me ha divertido y convertido en lo que soy: un oficiante del siglo XX.
Double Indemnity se llama a veces Perdición en español y otras Pacto de sangre. Prefiero por supuesto esa original doble indemnización que es un pacto mortal. Cuando la vi en su estreno de 1945 ya era yo un fanático del cine. Pero, como dice el bolero «la vida todo me enseñó/ ésa es mi universidad», yo no sabía nada del amor en el cine. Todo era entonces aventuras en el misterio. De pronto, vertiginosa, vi a Barbara Stanwyck más grande que la vida y verla fue descubrir el sexo. El vértigo no es solo del tiempo sino del espacio en la pantalla. Ella, llamada Mrs. Dietrichson (con una enorme peluca rubia que le hacía a la vez menos cuello y más baja, y que Wilder confesó en un raro momento de debilidad que era su parodia de Marlene Dietrich, de ahí el nombre de Dietrichson —en la novela ella se llama Mrs. Nirdlinger) y dispuesta a tejer, tejiendo ya, la red de mentiras de amor con que capturó a Fred McMurray, uno de los agentes de seguros más listos y a la vez más torpes que he conocido —y he conocido algunos.
Salía ella del piso alto de la casa californiana en que vivía para encontrar a McMurray abajo. Se oía su voz (nasal, inolvidable, toda hecha de engaño) y enseguida comenzaba a bajar la escalera de las delicias. Sólo se veía entonces su pierna perfecta que llevaba un guillo al tobillo, esclava que me ató para siempre a esa pierna (y la otra en sombras) y a la mujer a que pertenecía toda esa parafernalia erótica. Acababa de descubrir el sexo y continué, retrógrado, la pierna hacia el muslo de music hall que se veía en Bola de fuego. Desde entonces Barbara Stanwyck sólo significó el sexo en el cine.
Claro que ha significado otras cosas. Como una comediante sin igual en La dama Eva, en que convertía en un pelele millonario a Henry Fonda y era a la vez Eva y la serpiente sutil y sabia. Como en Thelma Jordan, donde era la carnada y el anzuelo para el adocenado Wendell Corey. Como la vi, trepadora ágil, en Baby Face, en que tenía cara de niña boba pero el cuerpo de la más peligrosa oportunista carnal, escalando de cama en cama por todo un edificio de oficinas hasta llegar al jefe en el último piso que siempre fue su meta sexual y social. Como en El amargo té del general Yen, película de un atrevimiento erótico que no era nada común cuando se hizo. (Las dos últimas fueron de 1933 pero las vine a ver gracias a esa cinemateca privada que es la televisión). Como la recuerdo en El extraño amor de Martha Ivers, donde atrapa a Kirk Douglas y sufre, como casi siempre, un castigo que es ejemplar porque ella es la pasión, el amor que mata pero dura más allá de la muerte.