Nacer con el cine hablado significó para mí haber aprendido a hablar con el cine. Así nunca me interesó el cine mudo, que siempre me pareció como una conversación no demasiado importante que alguien (una pareja, por ejemplo) tiene del otro lado de una vidriera: falta el sonido para interesarse en lo que dicen. ¿Y qué es el cine sin una conversación? Ilustraciones en movimiento y alguna acción tal vez. Al cine mudo le faltaba, además, la música, que es muchas veces más esencial al cine que el sonido, meros ruidos a menudo. No es extraño, pues, que nunca viera una película de Gloria Swanson hasta 1950. Fue entonces que vi Sunset Boulevard. Verla (y oírla) fue como quedarme mudo. Es ella realmente la que da dimensión trágica a esta última aventura del gigoló renuente.
Pero, por poco, Gloria Swanson (sin quien Sunset Boulevard no sería el clásico que es), no estuvo en esta película. Su director, Billy Wilder, pensó primero, ¿quién lo diría?(yo casi no me atrevo a repetirlo), en ¡Mae West! Que dijo que no. Luego en Mary Pickford, que también dijo que no. Más tarde en Pola Negri que, claro, dijo que no: ese papel era para una estrella olvidada y a ella la recordaba todo el mundo. Finalmente, Gloria Swanson, retirada del cine hacía una década, dijo que sí pero se negó a hacer una prueba del papel. Finalmente, convencida por el director George Cukor, vino a Hollywood de su retiro en Nueva York y rodó la prueba. Su cara ahora, sus gestos, su sentido del cine, hicieron cambiar su papel y toda la película. Hoy, cuando vemos una vez más esa casona casi en ruinas y a William Holden que avanza o retrocede en el patio junto a la piscina vacía, que se llenará de agua y luz y melodrama, y arriba se abre de pronto una ventana y una mujer dice entre imperiosa y patética: «Joven, ¿va a subir o no?», el espectador sabe que va hacia la tragedia edípica típica y, a la vez, única.
Toda la película, como la casa palaciega raída y ruinosa, está llena de Gloria Swanson o, mejor dicho, de sus ojos. Tal vez los ojos más bellos del cine, los más expresivos (con los de Bette Davis), los más fotogénicos (junto a los de Joan Crawford) son, sin duda, los más reconocibles porque son a la vez sofisticados y feroces. Hay en esos ojos un lejano rumor salvaje que sólo tienen los gatos: una fiera doméstica que nunca ha sido domada. Una de las mujeres más pequeñas del cine, más pequeña aún que Louise Brooks, Swanson —déjenme detenerme en su nombre. Para nosotros, ella es la Swanson, para Hollywood fue siempre Swanson, para Inglaterra es Gloria Swanson—, y verla firmar ejemplares de su autobiografía en el almacén Barker’s de Londres hace poco era conocer cuántos ingleses, inglesas, inglesitas, la gente más inerte del mundo, son fanáticos firmes de Gloria Swanson todavía. Hay en su nombre, además, el eco del canto del cisne —the swang’s song—. Swanson, baja, menuda, casi breve, llenaba la pantalla en Sunset Boulevard con su cabeza de gorgona: toda ojos terribles. Así, cuando William Holden la reconoce como Norma Desmond, la antigua estrella de cine y le dice: «Usted era de las grandes», puede la Swanson replicar: «Soy grande. Son las películas las que se han hecho pequeñas». (Esta respuesta cobra un nuevo retintín cuando se ve Sunset Boulevard por televisión). Es Norma Desmond, estrella silente, la que dice por boca de Gloria Swanson al ver una película muda: «Teníamos caras entonces».
Por ese comeback, por esa interpretación, por esa reencarnación fue nominada Gloria Swanson para el Oscar ese año. No lo ganó. Ella perdió, pero ganamos nosotros. Su aparición es justamente un eterno regreso: la diosa ardiente de los ojos glaucos vuelve una y otra vez siempre que vemos Sunset Boulevard, desde que aparece en lo alto de su palacete hasta el final en que en el rellano de la escalera ya la loca homicida se dirige a las cámaras anónimas de los noticiarios para preguntar a su mayordomo que fue su marido, que fue su director, que fue su descubridor, que será su cómplice y decirle confundiéndolo, fundiéndolo en su locura: «I am ready for my scene, Mr. De Mille». Frase que sólo tiene todo su sentido en la voz, en los labios y en los ojos de Gloria Swanson. Ése es, sin duda, uno de los grandes momentos del cine.
El homenaje que yo quisiera hacerle ahora se lo hizo la noche del estreno de Sunset Boulevard en Hollywood otra gran actriz, Barbara Stanwyck. La perversa heroína de una anterior película de Wilder, Pacto de sangre, vio a Gloria Swanson en la acera, pequeña y atolondrada por tanta celebración súbita y sin decir nada, se acercó a ella, se le arrodilló delante, cogió la falda de lamé entre sus dedos y besó la bata en silencio. Cuando Barbara Stanwyck se levantó vio, llorando, que Gloria Swanson lloraba. Se abrazaron y luego la Stanwyck se fue sin decir nada. Gloria Swanson se quedó en la acera, muda. Ahora comprendo por qué ella decía que antes (en el cine silente) fue grande. Hollywood, es evidente: era un gigante que empequeñeció al perderla. Mi título latino quiere decir, de paso, «Así siempre Gloria», pero también «Así siempre Swanson».