«Sic transit»

Gloria Grahame

Gloria Grahame tendió su pasaporte real no a la fama (ya hacía más de un cuarto de siglo que había cruzado esa frontera) para mostrarla fecha en que había nacido y demostrar que no mentía. El pasaporte americano decía «Gloria Grahame, nacida en Nueva York en 1933». Nada de esto era verdad. Gloria Grahame se llamaba en realidad Gloria Hallward y había nacido mucho antes de esa fecha. Le había alargado su pasaporte a John Kobal, el biógrafo de Rita Hayworth, historiador del cine y el hombre que creó la más extensa colección privada de fotos fijas del cine sonoro y ahora su amigo de Londres. Luego, le dije a John: «Pero te das cuenta, John, que si Gloria Grahame hubiera nacido en 1933 tenía once años cuando debutó en el cine. ¡Sería la vampiresa más precoz de la historia!». John se rió y dijo: «Ya sé, ya sé. Pero no es mentira. Es sólo la verdad vista por la vanidad». La vanidad viste a la verdad, es la verdad vestida. Fue esa vanidad incapaz de ver la verdad desnuda lo que mató a Gloria Grahame, según John Kobal.

Vi a Gloria Grahame por primera vez en el cine (la otra, la de la vida, apenas si existía) en La fiebre rubia. Ocurrió en La Habana en 1944, en el fétido cinecito Lara de comienzos del paseo del Prado, en el que la pantalla se veía más turbia que el piso de luneta, sucio de suelas y de semen, y la proyección era un agua estancada que apenas atravesaban rayos grises de una luz depravada. Pero aún allí la fiebre rubia de Gloria Grahame, muy joven, pero nunca una niña, se veía luminosa. Luego, en La vida maravillosa, Gloria Grahame era una muchacha de pueblo que ya olía a ciudad en esta obra maestra de Frank Capra, su última gran película y tal vez la más incomprendida. Pero en Encrucijada de odios (Crossfire) pudo por fin mostrarse Gloria Grahame tal como sería siempre: fea, fascinante y fatal.

Fue poco después que me enamoré de Gloria Grahame para siempre: mientras más fea más fascinante. Su pelo rubio era tan escaso como para no hacerle competencia a Verónica Lake, su frente jamás se iluminó como ese medio domo de belleza de Elizabeth Taylor, sus ojos eran chicos, de párpados pesados, y parecía siempre estar a punto de caer dormida o de no haberse despertado todavía a media tarde; su nariz no era ciertamente la de Katharine Hepburn y su boca estaba presidida por su labio superior, que se extendía peligroso más allá del labio inferior y de toda la boca, como un toldo desmedido y casi fuera de control.

Afortunadamente estaba paralizado por una novocaína natural, y al hablar, Gloria Grahame dejaba escapar su vocecita fañosa de tan nasal que era y a la que su labio hacía displicente y, a veces, letal. Era el amor, sin duda. Gloria Grahame ha sido para mí, que no me gustan las rubias, la fascinación en persona —o mejor, en sombras—. Fascinación era la palabra que los romanos usaban en lugar del mal de ojo, pero para mí Gloria Grahame era el mal de mente. No quería hacerle el amor, solamente acostarme con ella sobre esa amplia sábana vertical del cine, sólo sombras los dos, cada noche. La gloria era ella.

En 1950, Gloria Grahame hizo su obra maestra, que es también la obra maestra del que era entonces su marido, Nicholas Ray. Se titulaba En un lugar solitario (In a lonely place) y es una de las historias de amor más hermosas que conozco. A su lado, como actor, como amante perdido, como sombra sola, estaba Humphrey Bogart, quien nunca actuó mejor en su papel de escritor de cine demasiado violento para la gloria del amor de Gloria y que al final se va solo rumbo a su infierno. O a ese purgatorio del escritor que es su escritorio. Gloria Grahame, con esa misma voz chata y nasal, de niña pervertida, recita como último adiós un verso que Bogart le enseñó («Nació cuando se conocieron./ Vivió en su primer beso./ Murió cuando se fue». Cito y trucido el verso, porque el recuerdo del cine no es la literatura, sino la memoria de las imágenes), y la conjunción de su voz inexpresiva, de ese labio en que murieron mil veces mil besos, su cara vacía, son de una desolación absolutamente poética. Gloria Grahame era la Garbo del olvido.

Después vinieron otros papeles, inclusive uno que le ganó un Oscar, en Cautivos del mal (The bad and the beautiful), casada esta vez con otro escritor, Dick Powell, a quien corneaba con ayuda de Gilbert Roland, para morir los dos en un accidente de aviación que era como la retribución del ángel vengador a la adúltera. Pero esa tonta sureña no era Gloria Grahame —equivocado estaba yo.

Prefería a la Gloria Grahame de The big heat (tal vez la mejor película de Fritz Lang en América), en que era la amante de un gángster, Lee Marvin, su víctima y su victimaria. En Human Desire, de nuevo vista ella a través del monóculo de Lang, era una heroína de Zola de celos, vestida por Glenn Ford y por mí en mi barrera de umbra y penumbra. Gloria Grahame era siempre la amante de violentos, siempre amada en violencia, siempre envuelta en sombras alevosas —y a veces moría súbitamente.

Su belleza codiciada, más que atesorada, pertenecía al mundo en blanco y negro, que es el reino de los sueños. El color, tanto como la luz del día, no convenían a su cutis graso ni a su boca insolente. Su belleza era nocturnal era la estrella del cine que sabía quitarse de encima un abrigo de pieles con mayor desenfado elegante y echarlo por tierra sin siquiera mirar. Así, al descuido, eliminaba también amantes tan ricos como onerosos. De esa manera me eliminó de entre sus devotos, al no hacer más que cine en Metrocolor y televisión mediocre, también en colores.

En su última película, Melvyn y Howard, hizo de una abuela fugaz, y cerré los ojos antes de que apareciera: que no quise verla. Mejor recordarla en ese lugar solitario donde espera todavía el regreso de un Humphrey Bogart de sueños.

Pero hace poco, en Londres, Gloria Grahame demostró por qué era una estrella, cuando tantas figuras principales del cine habían ido y venido a su alrededor sin siquiera dejar recuerdo. La entrevistaban y el entrevistador trataba de desentrañar su arte dramático. «¿Por qué actuó bajo la dirección de su marido de entonces, Nicholas Ray?». Sin siquiera mover su labio eterno, dijo Gloria Grahame: «Él me dio trabajo». El entrevistador, de nuevo: «¿Por qué fue dulce y engañosa en Cautivos del mal?». «Era un trabajo». «¿Por qué era tan perversa en Miedo súbito?». «Era un trabajo, ¿no?».

Todo era un trabajo para Gloria Grahame, la última profesional sobre una sola sábana. Su profesionalidad no explicaba la escena más famosa de su carrera en el cine en la que le pedía a su amante, Jack Palance —entonces la última palabra en villanos brutales— que le contara cómo masacraba a sus víctimas. Jack contó, y según contaba Jack cómo destripaba, más aumentaba el ardor amoroso de Gloria Grahame, sadista entre sedas.

Tal como se quitó diez años de su pasaporte y burló a la Prensa, trató Gloria Grahame de burlar el cáncer. En vez de operarse ideó subterfugios quirúrgicos y, por cinco años, ella y el cáncer jugaron el juego que antes había jugado con Lee Marvin, o con Robert Ryan, o con Jack Palance: toreando al verdadero villano en su vida: un cáncer de seno, lento pero letal. Como en un melodrama moderno, la muerte la alcanzó al vuelo, en un avión entre Londres y Nueva York, con un intercambio urgente entre pilotos y médicos en tierra y ambulancias esperando en la pista a la estrella moribunda que hacía rato que había dejado de ser una actriz de cine, pero era todavía una estrella, sería siempre una estrella.

De haberse operado a tiempo, habría salvado la vida; pero Gloria Grahame había escogido morir de una pieza, y no desfigurada, como en The big heat. «La mató la vanidad», dijo John Kobal que guarda un tesoro de fotos de Gloria Grahame en blanco y negro. No lo creo. La mató la vida como a todos, pero la conserva su nombre. En Gloria estuvo, y en gloria estará. Para nosotros, los vivos, queda lo que fue: un regalo de sombras eternas. Que en Gloria estemos.