Lo que tiene la muerte de irremediable es que convierte siempre a la vida en historia. Aun una vida sin consecuencias se transforma al morir en biografía. La muerte de François Truffaut, una vida para el cine, nos hace revisar la historia de su vida. No es necesario reescribirla para apreciar su importancia.
François Truffaut era un hombre para el que la vida sin cine no habría tenido sentido. Sus primeros recuerdos, él mismo lo cuenta, no fueron suyos: fueron películas. O fueron películas que hizo suyas. En su libro Las películas en mi vida, en su prólogo «Qué es lo que sueñan los críticos», comienza a hablar de su recuerdo más lejano y es una ida al cine: «Un día de 1942 estaba tan ansioso por ver Les Visiteurs du Soir de Marcel Carné, que decidí furtivarme de la escuela». Truffaut tenía entonces diez años, pero nada cuenta para el niño que, como dice Rimbaud del niño que fue, «él se ayudaba». Se ayudaba, es decir, a fabricar sueños. (Hay que avisar que estas memorias transcurren en los años de la guerra y la ocupación nazi que, demás está decirlo, no cuentan ni siquiera aparecen). Declara enseguida Truffaut: «Vi mis primeras películas como un furtivo: escapado de la escuela y colándome en los cines sin pagar». Esto es algo que todos nosotros, los hijos del cine, hemos hecho. Es una deliciosa culpa pero que tiene castigo. Dice Truffaut: «Pagué por estos placeres grandiosos con dolores de estómago, retortijones, dolores de cabeza neuróticos y sentimientos de culpa, que no hacían más que exaltar las emociones evocadas por cada película». No sabía nada de esto cuando me encontré a Truffaut por primera vez, que fue un encuentro con un crítico. Nunca sospeché que me encontraría con Truffaut más de una vez, siempre distinto, siempre igual a sí mismo.
Fue una derivación natural, es decir histórica, que los que fundamos la Cinemateca de Cuba (Germán Puig, Ricardo Vigón, Néstor Almendros, Tomás Gutiérrez Alea y yo), al derivar del Cine-Club de La Habana, dirigido por Germán Puig y Vigón, que exhibían nada más que películas europeas, terminamos no sólo leyendo, estudiando Cahiers du Cinéma sino suscribiendo sus posiciones críticas. Allí la firma más joven, pugnaz y combativa era la de François Truffaut. El goloso fanático infantil se había convertido en espectador ávido y crítico considerable. Como yo había empezado a hacer la crítica (o mejor, crónica) de cine profesional a fines de 1953 y tenía casi la misma edad que Truffaut no fue difícil prever que la lectura se convirtiera en identificación con el escritor y decisiva influencia crítica. Fue precisamente a principio de 1954 que Truffaut formuló con coherencia la «política de los autores», sistema de evaluación del cine a través de la autoría posible o cierta de cada director. Teoría que iría no sólo a influir en espectadores, críticos y directores, sino hasta en el curso de la historia del cine, pasada, presente y futura. Truffaut, casi sin quererlo, se había convertido en esteta del cine.
Dice Truffaut: «A menudo me preguntan en qué punto de mis amoríos con el cine comencé a querer ser director de cine. De veras que no lo sé. Todo lo que yo quería era estar cada vez más cerca del cine». Pero era evidente, en sus críticas, que Truffaut no quería ser sólo una autoridad en el cine, también quería ser un autor. Así no fue extraño que dirigiera una película. Lo extraño es que esa primera película, realizada sin medios, sin actores profesionales, hecha a trozos, fuera una obra maestra. Me refiero por supuesto a Los 400 golpes.
Vi Los 400 golpes, primero que nadie en Cuba, en Acapulco, México, como jurado del Festival de Festivales. Todavía recuerdo lo que escribí sobre ella:
«Todavía recuerdo cuando hace un año y medio François Truffaut no fue invitado al Festival de Cannes (temían sus críticas, duras, terribles) y cómo escribió sobre ello en el periódico Arts. Al año siguiente —cosa curiosa— Truffaut era la máxima figura de Cannes y no hubo más remedio que darle un premio por su film Los 400 golpes».
En Acapulco, asqueado por la política de los festivales, no voté a Los 400 golpes como la mejor película sino a Buñuel y a Nazarín. No me arrepiento de ese voto porque no hubo en Cuba, a pesar de las presiones políticas, mejor defensor de Los 400 golpes que yo. Así hablaba, así:
«Se detiene, mira atrás (al pasado o al público) y una vista fija inmoviliza su huida, su rostro, su vida, mientras el tema de Doinel suena nostálgico, tierno y aparece la palabra FIN… Pocas veces el cine ha sacado menos elementos de su arsenal técnico —un dolly de la cámara de cinco minutos, más una vista fija— y ha obtenido mejores resultados… Calvert Casey dijo a la salida: "Es terriblemente desoladora"… ¿Qué más decir? Lo que dije cuando vi el film en México… cuando le escribí al difunto Ricardo Vigón diciéndole: "Es una obra maestra y curiosamente no lo parece". Los 400 golpes es el cine del futuro. Mientras se anticipa es necesario gozar su delicada belleza, su tenue poesía, su lívida candidez: éste también puede ser el último cine».
Ésta, de 15 de junio de 1960, fue mi última crítica de cine. En ese mes cerraron Carteles. No sospechaba entonces que iba a conocer a Truffaut, ni que una de sus películas futuras, El cuarto verde, tal vez la más hermosa suya, dedicada al culto de los muertos, sería fotografiada por Néstor Almendros.
Los azares no de la vida sino de la política y la historia me llevaron a conocer al menos político de los directores de cine. Truffaut ha dicho, tajante: «Echo a un lado las historias de gángsters, porque no me gusta esa gente. Echo a un lado las historias de policías y políticos por las mismas razones». En diciembre de 1962 yo era agregado cultural cubano en Bélgica y tenía muy buenas relaciones con Jacques Ledoux, curador de la Cinemathèque de Belgique. Una tarde me llamó: «¿Viene usted a ver La última risa? Porque viene a verla Truffaut y quiero que lo conozca». Le dije que sí, claro. Truffaut, con su amor al cine de siempre, venía en coche desde París a Bruselas a ver esta obra maestra del cine mudo. En la pequeña sala, repleta, había una silla reservada al cineasta. Por pura casualidad quedaba delante de la mía. Truffaut llegó tarde, con la película ya empezada. Se abalanzó hasta su luneta con tanta vehemencia que el asiento cedió y fue a parar al suelo. Al principio de La última risa silente hubo una sonora carcajada. Pero Truffaut no se inmutó y vio la película sentado en el suelo, embargado, devoto del cine y de Murnau.
Al final, después de las presentaciones, fuimos a tomar algo al hotel Metropole en la Place Brouckere. Truffaut y Ledoux discutían sobre Murnau y su Última risa. Ledoux, que siempre tuvo veleidades socialistas decía que no podía soportar la decadencia humana, la decadencia de esta película, la decadencia de Murnau, la decadencia de Emil Jannings, el actor que al ser rebajado de portero del hotel a sirviente del urinario lo sufría como la última degradación. Truffaut terminó la discusión con una última risa sobre el asunto: «Amo la degradación». Luego me preguntó por Cuba, que era la última moda política en Francia. Le dije la verdad. No la verdad política ni la verdad diplomática sino la verdad verdadera. A cada revelación mía (revistas literarias clausuradas, magazines populares cerrados, exilio de escritores cuando no prisión de escritores por razones literarias y aun nada literarias) Truffaut se volvía a Ledoux y le decía: «¿Qué te dije, Jacques? ¿Qué te dije?». La noche terminó con Ledoux tan aplastado por la historia como Emile Jannings por la sociedad.
Truffaut me dio sus direcciones de París: las de su productora Les Films du Carosse y la privada. Todavía conservo la libreta de teléfonos en que con letra cultivada anotó sus direcciones.
Luego estuve en contacto con su arte a través de sus películas y con su oficio a través de Néstor Almendros, que se había convertido en su fotógrafo favorito. De sus películas me gustan muchas (Jules y Jim, La novia lleva luto, que es un divertido homenaje a su maestro escogido Alfred Hitchcock, Besos robados en que el personaje de Los 400 golpes se hace adolescente ya adulto, La noche americana, su película más fea, y El hombre que amaba a las mujeres), como actor que devino pero no divino prefiero a El niño salvaje o Encuentros en la tercera fase, a El cuarto verde. Néstor Almendros me contaba cómo todo el equipo rodaba la escena de su muerte con pañuelos embutidos en la boca para no reír y cómo Truffaut, al encontrarse que estaba rodeado de ojos llenos de lágrimas por la risa, creía que los había conmovido a todos con su arte dramático. También me hablaba Néstor de la bondad de Truffaut, rara en el cine, rara en todas partes y de su generosidad con el dinero, más rara en Francia que en ninguna parte. Fue por Néstor que me enteré de su trepanación el año anterior. No fue un derrame cerebral, como todos creyeron, aún Truffaut. Era un cáncer y nadie debía saberlo, ni siquiera Truffaut —que nunca se enteró de su mal. Aunque debía preverlo o tal vez intuirlo. En los últimos meses completó el capítulo final de su Hitchcock y terminó un nuevo montaje de Las dos inglesas y el continente. Muchos aseguran, al verla ahora, que es su mejor película.
No hay que llorar la muerte de Truffaut porque fue un hombre feliz: hizo todo lo que quiso, llegó a ser todo lo que soñó ser de niño y de adulto. Pobre de nacimiento y con problemas de conducta, fue apadrinado bien joven por quien fue, tal vez es el más grande crítico de cine francés, André Bazin. Loco por el cine fue crítico (aunque él mismo había dicho que nadie nace para ser crítico de cine), luego director de cine muy joven (a los 27 años, aunque él dijo que cuando se recuerda que Orson Welles hizo El ciudadano Kane a los 24 años todo el mundo se siente más modesto), dueño de una productora y de sus películas y una influencia considerable en todo el cine, de Alfred Hitchcock a Arthur Penn y compañía, a Steven Spielberg y los suyos. Fue la suya una breve vida feliz detrás de la cámara y en la cama: no hay que olvidar que sus muchas mujeres del cine también fueron suyas en la realidad. Es cierto que la crítica que él había engendrado lo trató duro y mal a veces, pero Truffaut lo olvidaba siempre. ¿O no lo olvidó? El joven Truffaut fue a conocer al director Julien Duvivier para hacer su epitafio: «Cuando me encontré con Duvivier poco antes de su muerte y poco después de haber hecho mi primera película, traté de que admitiera —siempre se quejaba— de que había tenido una magnífica carrera, variada y plena, y que considerándolo todo había tenido un gran éxito y debía sentirse contento. «Claro que me sentiría contento», dijo Duvivier, «si no hubiera existido la crítica». Ese epitafio podía también ser el de François Truffaut.