Muere Minnelli

¡Viva Minnelli!

¿Fue 1986 un año siniestro para el cine? No tanto. Los dos grandes caídos hace tiempo que no hacían cine. Vincente Minnelli dejó de dirigir cuando se estrenó Nina (o Cuestión de tiempo), que era su homenaje a su hija Liza como El pirata había sido su homenaje a su esposa y madre. (De Minnelli, de Liza Minnelli). Grant dijo adiós al cine en 1966 con su No corras, camina. Un doble cordón umbilical más tenue que la muerte une a estos dos entertainers excepcionales, aunque Minnelli nunca estuvo delante de una cámara y Cary Grant jamás detrás de ella. Con cierta ligereza se ha acusado a estos dos artistas superiores de ligeros. Habría que ver cómo las culpas determinaron su arte. Otro error doble: a Minnelli se le hacía italiano a veces, a Cary Grant siempre inglés. No hay sin embargo artistas más americanos. Cary Grant —pero hay que enterrar al primer muerto primero.

Debo esta ocasión ahora ala muerte de Vincente Minnelli y sin embargo debo la felicidad muchas veces al arte de Minnelli vivo. Vincente Minnelli fue un maestro de ceremonias de la alegría, del drama con un final feliz y de la comedia que sabe que su rival no es la tragedia sino el aburrimiento. Pascal dijo que todo malestar humano viene siempre de que un hombre (y supongo que una mujer) no puede sentarse mucho tiempo en un cuarto a solas. Seguramente el ennui pascaliano se aliviaría mucho si en una de las paredes se proyectara una película. Aun por televisión, sobre todo por televisión. Durante una buena parte del siglo ese pesar lo disipó una sola persona: el hombre orquesta del cine. La frase comedia musical, que un día fue novedosa, fue durante mucho tiempo otra manera de decir el nombre de Minnelli. Y sin embargo Minnelli hizo más dramas que comedias, musicales o no, en una carrera que empezó con Cabaña en las nubes, precisamente una comedia musical en que el diablo tienta en su tienda, un cabaret, y Mefistófeles es Mefistofelia, una cabaretera. El aniversario de Fausto es un día infausto.

Minnelli, medievalista, fue un hombre prodigioso (uno de los pocos directores naturales del cine) y un niño prodigio. Pero al revés de Orson Welles, fue un prodigio no del teatro sino, ay, del vodevil, oficio de tablas al que lo habían condenado sus padres de por vida si no hubieran ellos (y con ellos el joven Minnelli) fracasado con estrépito de pitos. Vincente (ni él mismo supo decir cómo adquirió esa otra ene) entró de nuevo al mundo del espectáculo de la manera menos espectacular: pintando letreros en los cines. No arriba en la marquesina sino abajo y afuera en los carteles que nadie ve, que nadie siquiera mira. Con sus inclinaciones artísticas (añadía siempre una tilde innecesaria a cada letra y un serife a cada nombre: ya era barroco) fue a caer bajo el imperio de Balaban y Katz, empresarios feudales del área de Nueva York.

En 1935 Minnelli pasó (¿por Balaban o por Katz?) a ser diseñador teatral y ya era capaz de hacer a las plumas rosadas más eróticas que la carne desnuda en The Body Evil y a crear los escenarios y el vestuario de más de un éxito de Broadway. Allí dirigió luego una memorable Du Barry con Grace Moore que, como dijo S. J. Perelman, no se vería nunca nada igual: jamás volvió a aparecer Grace Moore en otra Du Barry. Vincente había sido así lanzado y lo que es más, cayó con buen pie. De esa época data que Minnelli le cogiera el gusto a la comedia musical, al dirigir Las Follies de Ziegfeld, El espectáculo comienza y otros títulos tan banales pero más propicios a las plumas que un pollo. Los melodramas le estaban prohibidos entonces por poner la calle de gallina. Pollos y plumas, plumas y pollos eran la especialidad de la casa. Fue de este aviario glorioso que el productor Arthur Freed sacó a Minnelli para llevárselo a Hollywood. No hizo una película nada más llegar («Veni, vide Vincente», era su lema hasta entonces), sino que, como Orson Welles otra vez, tuvo dos años de práctica aprendiendo el manejo de toda la parafernalia técnica del cine, desde las cámaras con trípodes hasta, sí, el uso de las grúas, siempre llamadas por Minnelli grullas. Lo que diferencia a las grúas de las grullas son por supuesto las plumas.

La primera película hecha por Minnelli, Cabaña en las nubes, era una comedia musical pero religiosa. Hecha toda con actores negros, tuvo la suerte Minnelli de encontrar entre ellos a Ethel Waters, a Lena Horne y a John Bubblett, maestros de música. (La película es todavía un éxito en la televisión, ¿dónde, si no?). Después dirigió una comedia dramática, a colores y con música, La rueda de la fortuna, que Gene Kelly, luego discípulo y maestro de Minnelli, confiesa que fue para él la primera comedia musical moderna, aunque había en ella menos música que lágrimas. De ahí en adelante todo debiera haber sido bailar y cantar. Pero no fue así. Minnelli se vio obligado a hacer varias películas dramáticas, como Debajo del reloj (con una Judy Garland amorosa y morosa: ya ella era novia del joven Vincente), Madame Bovary y hasta melodramas como Corrientes ocultas, cuya única música era una sinfonía de Brahms. Pero las hizo con tanta excelencia que la mayor parte de sus películas, contrariamente a lo que se cree, no han sido musicales pero han sido felices. Aún su película más dramática, Sed de vivir (en que Van Gogh sufre en azufre, pega fuego a una mano, amenaza a Gauguin con un cuchillo, cambia de opinión, se corta una oreja y finalmente se suicida, todo hecho con los dientes más melodramáticos de Hollywood: los de Kirk Douglas) no es una tragedia porque Minnelli muestra que lo mejor de Van Gogh no era su oreja sino su ojo y ahí quedan en la pantalla los cuadros que inauguran toda la pintura moderna. No puede haber, aún para Van Gogh, un final más feliz.

Como conocí a Vincente Minnelli puedo decir que se parecía mucho a sus películas. Era visiblemente urbano: espigado, con pelo todavía y todavía negro a sus sesenta años cumplidos y una expresión entre divertida y distraída en su cara: la participación y al mismo tiempo la lejanía, como Kirk Douglas en Roma en Dos semanas en otra dudad, dividido entre orgía y Borgia. La sonrisa de Minnelli no sería tan enigmática como la de Mona Lisa pero era singular para el ambiente. Era un party en un club de Beverly Hills, con el espectáculo mundano de los habitués representando diversos roles en la vida —que no estaban tan lejos del cine. Pensé enseguida que Minnelli, que había organizado los mejores parties en la pantalla, estaba ahora en un party de este lado de la cámara. Me pregunté si Minnelli habría reflexionado cómo la vida americana, si no se había vuelto una comedia musical, se disponía siempre como un party. La música sin embargo era una sola (todas las variaciones del rock-and-roll) y no podía ser de su agrado.

Quise decirle todo esto allí, bajo el estruendo de las risas y de las rusas (las hermanas Wood, Lana y Natalie, nacidas Gurdin, todas sonrisas), todo menos el estruendo de las rosas. Es decir de su poesía. Pero, como de costumbre, no dije nada. Afortunadamente porque en ese momento Minnelli abrió la boca no para bostezar sino para decir algo sin duda pertinente. ¿Qué me confiaría ese único poseedor de la verdad si no de la vida por lo menos del cine? ¿Qué me comunicaría acerca del genio de la comedia musical, tan elusivo? ¿Qué elevada digresión de parte del hombre que inventó la grúa, como le llamaban los técnicos del cine? O tal vez, viendo al fondo las bellezas en coro casi coritas, ¿fabricaría plumas de elogio para cubrirlas?

Minnelli estaría abriendo la boca, pero no salía ningún sonido y era que la banda estaba ebria de ruido. Minnelli pareció de pronto víctima del aburrimiento fulminante. Dijo algo pero no oí, claro, lo que dijo. Alguien a mi lado, el director de cine Richard Sarafian, me iluminó con su obesa oscuridad. Cuando al irse Minnelli le pregunté qué había dicho, repuso el oso celoso: «Vincent said it’s too damn hot». ¿Cómo traducirles esta frase final y feliz? Había dicho que hacía mucho calor. Minnelli, que ha sentido y comunicado una pasión por los parties, había dejado este parte de parties para salir a respirar el aire de Hollywood, que está hecho de smog, atmósfera enrarecida compuesta en parte por el tufo del celuloide que arde consumido como el fénix del cine y en parte por polvo de estrellas. Vincente Minnelli desapareció en la noche violeta.

Este hombre tímido y displicente escribió su epitafio, que es displicente y tímido. Este cineasta tan teatral lo dijo con aire final pero con su tono desganado de siempre. Este creador sin el cual no se podría escribir la historia del cine, dicen que dijo haciendo de la vanidad el quinto jinete del Apocalipsis: «Si paso a la posteridad será sólo por haber sido el marido de Judy Garland y el padre de Liza Minnelli». Sic transit Vincente.