Un actor de teatro en el cine
¿Quién se atrevería siquiera a imaginar que Greta Garbo en su apogeo rechazó un día a Laurence Olivier y evitó que fuera su amante español en Reina Cristina? Si se recuerda a la Garbo en su última escena, haciendo de mascarón de proa, medio imperial, medio virago, se comprende el rechazo: la belleza de un Olivier muy joven habría hecho luces y sombras a la máscara sueca. Olivier tendría que haber dicho como Antonio: «El clima es todo. No se puede no cantar una serenata bajo la nieve», y casi decir: «Lo mismo que el fuego fatuo, lo mismito es el queré». El consuelo que le quedó a Larry, como se le llamaba entonces, fue que la excelsa sueca rechazó también a Leslie Howard, a Franchot Tone y, a su compatriota Nils Asther (sueca de Estocolmo le dice que no a sueco de Malmo), que en El amargo té del general Yen, ese mismo año 1933, creó uno de los personajes más románticos del cine: exótico, tóxico. Franchot Tone era canadiense y la Garbo detestaba a la policía montada del Canadá por haber sido el pretexto en Rose Marie del aria di bravura «Oh Rose Marie. I love you!». Ella la cantaba así: «Oh Rose Marie, te odio!»— En cuanto a Leslie Howard, que se llamaba en realidad Laszlo Stainer, había nacido en Hungría y era judío, adujo que no se podría concentrar (ella en las escenas de amor con él) por culpa de sus ojos bizcos. Como se ve, Greta era toda garbo y salmuera.
Olivier dirigió todos sus pasos al teatro y en la escena inglesa se convirtió pronto en un actor eminente. Lo que no es poco. Los ingleses, por ser impecables hipócritas, son un pueblo de actores y espías. No es casualidad que las cumbres de su teatro y de su poesía dramática, Christopher Marlowe y Shakespeare, fueran, respectivamente, un espía y un actor. Olivier (que se pronuncia Olívieh) fue un actor romántico que parecía clásico. Su mirada lánguida ocultaba un misterio y un tumulto, toda tormenta y desvarío, mientras una dicción precisa en su voz metálica a veces aguda, desmentía sus ojos de párpados caídos. Con estas armas conquistó a la belleza mestiza (de inglés y de india) de Merle Oberon a su vuelta triunfal a Hollywood en Cumbres Borrascosas.
Curioso que la Oberon fuera la muy inglesa Catherine y Olivier, tan inglés, encarnara a Heathcliff, el oscuro gitano apasionado. O que, luego, renuente y evasivo y aristócrata, rindiera a la apenas presentable Joan Fontaine. Sin embargo, algo tenía que tener la Fontaine, pues su vestido, un jersey o un cardigan, se llama en España una rebeca, olvidadas las espectadoras de que Rebeca no aparecía nunca en la película. (¿O es que el fantasma de la señora de Winter le robó hasta el vestuario a la narradora sin nombre?).
Para Olivier habían mediado seis años desde que Hollywood (o la Garbo: entonces Greta Garbo era la Metro Goldwyn Mayer y MGM eran las iniciales del cine) lo rechazó para preferir a su amigo o amante, el sin duda mediocre John Gilbert, que ya ni siquiera era el inexplicable ídolo del cine mudo. Pero en ese mismo año de desgracia, 1933, en Perfect Understanding, una comedia romántica, Olivier fue un considerable galán para nadie menos que Gloria Swanson, bien lejos del ocaso de una estrella.
En 1940 Olivier fue un perfecto Darcy a pesar de la pedestre adaptación de Orgullo y prejuicio para la Metro, en la que curiosamente un eminente escritor inglés, Aldous Huxley, no entendió para nada a Jane Austen, la más grande escritora inglesa de todos los tiempos y, después de Dickens, la mejor novelista del idioma y ahora, justa justicia, tan popular como Shakespeare en el cine. Más tarde Olivier encarnó al almirante Nelson en Lady Hamilton, en medio del torbellino de su amorío, pasión y tardío casorio con Vivien Leigh, envueltos ambos en las «candilejas del doble adulterio», que culminó, tórrido, ante el incendio de Atlanta en Lo que el viento se llevó: la Leigh era la actriz, Olivier el espectador. Ahora, casi casados, eran los amantes históricos Horatio Nelson y Emma Hamilton, ya marido y mujer en la tenue realidad de la vida.
Mediados los cuarenta Laurence Olivier interpreta (y produce y dirige su primera película) a Enrique V, un auxilio fílmico al esfuerzo de guerra, que le gana su primer título, caballero o knight, y todos pueden llamarlo ahora Sir Larry. Enrique V es no sólo la mejor versión de una pieza de Shakespeare en el cine, sino una producción compleja y una muestra de cómo el teatro puede dar lugar al cine y todavía dejar oír la música de las palabras shakesperianas. Enrique V es una de las obras maestras del cine inglés. Nada mal para un debutante.
En 1948 Olivier produce, dirige y actúa en Hamlet, basada en la obra maestra de Shakespeare —que no es una obra maestra. No la película pero su interpretación del príncipe danés, que es a veces brillante y a veces opaca, le gana un Oscar. Debieron darle unas tijeras por la forma en que podó (o trucidó según algunos) a Shakespeare para añadir innúmeros paseos de la cámara por un Elsinore que perdió los muebles por falta de pago. Sin embargo, a la manera de Orson Welles, la banda sonora es a veces más interesante que la imagen, con los monólogos realmente interiores (la voz en off como había inaugurado en el soliloquio mudo en Enrique V) y un corazón delator de latidos intensamente trágicos. Hamlet es, con todos sus defectos, una experiencia dramática.
Otra incursión en el vasto territorio teatral de Shakespeare, Ricardo III, es la última versión shakesperiana de Olivier: una película lenta, monótona y sucia de colores aunque brillante, como siempre, en actores. Olivier en su Ricardo pierde en belleza facial pero gana en maquillaje, que incluye una nariz casi ciranesca y una joroba pedida prestada a Quasimodo. Pero, dice Caín, «ella sola», la actuación, no la joroba, «vale el precio de la entrada… y ésta sería una obra maestra», la actuación, no la cinta, «del teatro puesto en pantalla». Caín, sin embargo, ante el barroco discurso de Olivier, declara preferir el parco yep de Gary Cooper.
La última película de Olivier como director-actor, El príncipe y la corista, es la caída de otro príncipe, más carnal que Hamlet, por culpa de la carne rosada de una dama en el ajedrez rosa del amor (ella es Marilyn Monroe con su batalla de rosas y risas) y Olivier es el príncipe ruritano pero no puritano. Olivier, como siempre que hace comedia, se vuelve un chiste alemán y es pesado y pasado de rosca.
Ahora Olivier dirige las energías que le quedan al teatro y lo hacen lord: el primer actor que consigue tal honor en toda la historia de Inglaterra. Sólo Shakespeare merecía otro tanto, pero ya se sabe que como actor Will no pasó nunca de hacer el rey Hamlet ya convertido en fantasma.
Después en el cine y del desastre con ruedas de The Betsy, Olivier no hace más que cameos que a veces son camafeos. Fueron momentos más o menos fugaces en películas que eran interesantes por la fulguración dramática de su aparición a veces con acento. Pero una excepción primera fue Carrie, hecha en Hollywood, en que prestó una presencia conmovedora y casi trágica. Es una de sus mejores actuaciones para el cine, desnuda y a la vez compleja, en un hombre común —un eficiente maître d’hôtel al que el amor fou pero no feliz por Carrie lo lleva a la fuga, al fracaso y a la muerte.
Hubo también un catálogo de teatro en el cine, con su Otelo, teatro mal fotografiado o The Entertainer, teatro bien fotografiado, y una curiosa mezcla de Otelo y Gunga Din el Malo en Khartoum, en que hacía de Mahdi pero empleaba los trucos vocales de Otelo. Así cuando el Mahdi se refería a sus hermanos musulmanes, Olivier pronunciaba «Beloved», amados, como «Biloj» y la frase encantatoria era árabe del Sudán.
En Sleuth, verdadera pieza de convicción histriónica, con sólo Michael Caine como contendiente —y aquí tengo que hacer una interpolación. Caine, conocido como astuto negociante, al enterarse en una conversación entre tomas de que Olivier estaba mal de dinero, le dio un consejo que Olivier tomó al pie de la letra— con mucho éxito. «Larry», le confió Caine «acepta todos los papeles que te den en el cine. Pero mientras más cortos mejor». A esa revelación debe la viuda Lady Olivier no estar en la inopia porque ella cobra y nosotros, los que pagamos, tenemos la oportunidad de gozar a Olivier en joyas de acento y acierto, como en Los chicos de Brasil, en que su parodia del inglés que habla un judío alemán es más hilarante que el maquillaje nazi de Gregory Peck —que recuerda a Jorge Negrete en su decadencia. Olivier afinó los acentos, tanto como para revelar: «El que hace un acento hace un ciento».
Y efectivamente, así lo probó en Marathon Man en que no sólo hizo otra variante del acento alemán —en Los chicos era un judío de origen alemán, una suerte de cómico Dr. Wiesenthal, en Marathon Man es el Dr. Sel, un dentista nazi que se hizo millonario sacando muelas de oro de los judíos muertos en campos de concentración— sino que en vez del apasionado cazanazis era una fría, metódica y eficaz versión del dentista como torturador, en que fresas quiere decir dolor, no fruta. Olivier se permitió una lección de elocución en medio del terror con una sola frase, «Is it safe?» (¿Es seguro?), que repite siete veces, cada vez con diferente entonación, que van de la pregunta de aparente inocencia a la orden imperiosa, pasando por todas las variaciones posibles en una frase cotidiana, casi inocua. Olivier así ilustró dramáticamente la frase de Hannah Arendt, al referirse a Adolf Eichmann juzgado en Israel, que caracteriza a todo nazi. Arendt mencionaba como impresionante la última «banalidad del mal». Olivier encarnaba a un nazi, pero como actor era todo menos banal, era un maestro del mal.
Fue en Sleuth que Olivier llevó una multitud protagonista bajo su bisoñé y sobre la sotabarba. Su admirable actuación está hecha sólo con su dicción, unos pocos gestos y el más variado elenco de acentos jamás oído en el cine. En Sleuth, Lord Olivier calvo, viejo y achacoso rutilaba como múltiples estrellas contra un cielo de cartón pintado, en una escena tan variada como el idioma inglés —el similor hecho oro. Esta función, señoras y señores, no es una película ¡es una antología de voces! Para conseguirla hizo falta vivir muchas veces en la escena y casi morir en la vida. Olivier, pasen y vean, acababa de ser operado de cáncer de la próstata.
En Lady Hamilton hay una escena crucial que es como una metáfora. Vivien Leigh encuentra de nuevo a Olivier y éste no es ya la joven estrella de los mares que conociera un día: fugaz, audaz. Cuando el actor, antes de marino, ahora de almirante, de héroe de toda Inglaterra, se vuelve hacia la lámpara (y hacia nosotros los espectadores), después de años de campaña, y Vivien Leigh, su amante, ahora su esposa, ve con horror su cara macerada por el tiempo y por la guerra, su ojo tuerto, su brazo manco —ya no puede menos que enamorarse de nuevo de él: de Laurence Olivier, de Lord Nelson—. He ahí la metáfora en un breve momento del cine. Así caemos nosotros los espectadores rendidos de admiración ante Lord Olivier, antes Sir Larry, Olivier a secas en varias personas interpuestas. Se levanta el telón para mostrar la pantalla: el más grande actor de teatro que haya tenido el siglo será sólo visible en el cine —ahora y para siempre. Pero.
Será un actor para la eternidad.