Goodbye Charlie

Los obituarios son contagiosos. Tienen además la manía de unir el epitafio y el bautizo. Celebrar un centenario es participar a la vez del nacimiento y de la muerte. Casi todo el mundo, excepto Irving Berlin, cuando cumplen cien años hace rato que tuvieron su obituario. Todos los obituarios (con la excepción tal vez de Hitler) llevan una inscripción latina. De mortuis nihil nisi bonum. El vulgo lo traduce como de los muertos no hay que hablar mal. He hablado antes mucho de un vivo. Es hora, creo, de grabar un nuevo epitafio no con agua regia sino con agua tofana. Recuérdese que este es el veneno con que tradicionalmente Salieri mata a Mozart.

Chaplin, Hitchcock y Cary Grant son los tres grandes artistas cockneys que Londres dio al cine, precisamente al cine americano. Es cierto que Cary Grant nació en Bristol, pero era de clase obrera y creció en el mundo del music hall de Londres, donde tradicionalmente todos los cómicos son cockneys. Los tres modificaron sensiblemente su acento y hasta Hitchcock que no era un actor (o tal vez el mejor actor del trío) cambió su voz de verdulero por un acento petulante y espeso. Parecía como un anatomista que hace un gran esfuerzo por ser médico pero se queda en veterinario. Al revés de Grant y de Chaplin, Hitchcock se burlaba a veces de su entonación. La seductora voz de Cary Grant, que era cockney, que era culta, que era neutral fue definida por el director Billy Wilder en Some Like it Hot. Tony Curtis, para seducir a Marilyn Monroe, imita a Cary Grant. Jack Lemmon, también enamorado de Marilyn Monroe, que en la película se llama Azúcar de Caña, enfrenta a Curtis con sus pretensiones de millonario y su acento: «¡Qué ridículo!», le grita. «Nadie habla así». Es verdad: nadie hablaba así hasta que Cary Grant impuso su acento de clase obrera modificado y creó un estilo que muchos imitaron. Incluso Tony Curtis y no por parodia.

Se dice que Chaplin agonizó ante la decisión de hacer hablar a su vagabundo. La agonía más que estética fue social. Es cierto que Chaplin habló pestes (fuera de la pantalla) del cine sonoro y hasta dijo: «Ahora tenemos películas parlantes. ¿Cuándo vendrán las películas odorantes?». Pero no es menos cierto que pronto convirtió a su muñeco a la cháchara pura y su ventrílocuo se hizo gárrulo en extremo. En El gran dictador, Monsieur Verdoux y Un rey en Nueva York, sin olvidar a Candilejas, su personaje, fuera un barbero judío, un asesino francés o un rey sin corona, y aun un viejo cómico de music hall, hablaba. A veces hablaba mucho y a veces demasiado. Al final de El gran dictador hasta pronuncia un discurso interminable que Chaplin impuso a su propia productora.

El cantor de jazz se estrenó en 1927 pero produjo más una avalancha que un cataclismo. Las víctimas de lo que era más que un nuevo sistema una verdadera revolución (de tan vasto alcance de hecho como la misma invención del cine) fueron tan pocas que se pueden contar con los dedos de una mano rencorosa. John Gilbert, más que tener una voz inadecuada como se cree, había tenido escaramuzas sociales con Louis B. Mayer, el boss (más que un zar era un capo) de la Metro Goldwyn Mayer, que era su jefe. Norma Talmadge era una mala actriz que para colmo no pudo sacarse de encima su acento de Brooklyn nunca. (Para los que tienen una memoria perversa hay que recordarles que Lina Lamont, la estrella que debe doblar Debbie Reynolds en Cantando bajo la lluvia era una caricatura nada afectuosa de Norma Talmadge. La Talmadge que se había cubierto de plata tanto como la pantalla, es la autora de una de las frases famosas de Hollywood. Acababa de retirarse cuando un fan funesto se le acercó en pleno Broadway con una libreta de autógrafos y una pluma en la mano. «Por favor, Miss Talmadge…» empezó el cazador. La Talmadge movió una mano más imperiosa que imperial y dijo: «Vete, muchacho. Ya no te necesito». Fin del fan). Y hasta Greta Garbo aprendió inglés: Garbo habla. Mientras tanto en 1928 Chaplin produce uno de sus peores largometrajes, El circo, que comparado con dos obras maestras de Buster Keaton (Steamboat Bill Junior y El cameraman) y con dos películas seminales de Joseph von Sternberg (Bajomundo y Los muelles de Nueva York) y todavía más: ese mismo año Victor Seastrom había hecho en Hollywood su poema del desierto, El viento. Erich von Stroheim dirigió La marcha nupcial y su obra trunca, Queen Kelly, inacabada por Joseph Kennedy, padre epónimo, y Howard Hawks completa Una novia en cada puerto, que será un modelo de la comedia americana por venir.

Mientras tanto Chaplin espera.

¿A que el cine hablado caiga en oídos sordos? ¿A que vuelvan los días mudos? ¿A regresar al music hall de donde había venido?

No, a algo más importante: a aprender hablar para el cine. Un crítico inglés se preguntaba qué se preguntaba Chaplin. ¿Cómo hablaría su vagabundo, en cockney o en acento del Bronx? Queriendo decir un acento popular americano. Pero igualmente podría haber hablado con acento de Brooklyn o con los judíos de Manhattan saldría de la Cocina del Diablo. El crítico es, como todos los críticos ingleses, de alta clase o cosa parecida. Además, lo ataca ese mal que es la fiebre de todo crítico, el patriotismo. Chaplin no podía hablar con acento del Bronx porque su personaje no es americano. Chaplin es en realidad el último autor victoriano, originado bajo el reino de Victoria como Dickens. Pero Chaplin estaba tan inseguro de cómo iba a hablar su héroe que lo enmudeció para siempre. No habla ni en Luces de la ciudad ni en Tiempos modernos y cuando lo hace en El gran dictador no es un tramp americano quien habla sino un héroe de la guerra, un alienado y un hombre tan seguro de su oratoria que es capaz de sustituir a Hitler en la arenga más luenga en su lengua. Un escritor español, Antonio Ortega, que fue el mejor crítico de cine que he conocido, solía decir: «Chaplin se acabó cuando mató a Charlot». Se refería a que en Tiempos modernos Chaplin era un obrero y en El gran dictador un barbero. El último vagabundo, en efecto, había aparecido y desaparecido en Luces de la ciudad. Antonio Ortega tenía y no tenía razón porque Chaplin haría, post tramp, una obra maestra impopular y la que es su película más popular. Se trata de Monsieur Verdoux y Candilejas. Pero hay que hablar de Luces de la ciudad como el fin de un arte.

Luces de la ciudad no era exactamente una cinta hablada pero su concepción y su realización eran sonoras. Además tenía, como todas las películas a partir de 1929, una banda de sonido. Es decir, había ruidos y música y carcajadas. Chaplin ahora, como hizo luego con la sonorización de La quimera del oro, decidió componer él mismo la partitura de Luces de la ciudad. Pero la música incidental se le hizo accidental. Toda la banda sonora, excepto por una serie de rudas onomatopeyas al principio, está ocupada por su música. Aunque no toda la música es suya. El tema de la película es «La violetera», la tonada que hizo famosa a Santa Montiel. A Chaplin lo hizo infame. Sucedió que, como otras veces, Chaplin hizo suyo lo ajeno y sin pedirle permiso ni a Padilla ni a Montesinos, sus verdaderos compositores, puso su nombre en los créditos «Music Composed by Charles Chaplin». Es posible que la olla podrida de valses sentimentales, acordes victorianos y todo ese jazz le perteneciera, pero no le pertenecía en absoluto ese aire español que cantaba su amiga Raquel Meller. «La violetera» no era sólo el tema de la película y, como se dice ahora, la song of the movie, sino que la protagonista, una patética pero linda cieguita vendía violetas posada en una acera. El vagabundo, enamorado de su belleza o tal vez de su ceguera (las películas de Chaplin resultan tan sentimentales que uno se sorprende de encontrar algún sadismo entre tanto masoquismo), y los envolvía a los dos un magma musical basado en la tonadilla de Padilla. Chaplin, que siempre siguió el lema: «Nada humano me es ajeno», creyó que «La violetera» (la canción, no la ciega) le pertenecía tanto como la banda sonora, el guión, los personajes, etc. Padilla y Montesinos (o tal vez Montesinos y Padilla) entablaron pleito. Chaplin, que todavía creía que esos doce compases ajenos eran de su propiedad, se negó a transarse y decidió pelear en los tribunales. No fue nada difícil para los españoles probar que ya habían compuesto «La violetera». Hasta había discos de Raquel Meller cantando mejor el tema de Chaplin que Chaplin. Aún más, la misma música (y hasta la letra en español: «cómpreme usté este ramito/ que no vale más que un real», es lo que quiere decir la ciega muda con sus violetas) parece haber sugerido no sólo un personaje principal sino todas las peripecias a que Chaplin somete al roto enamorado: el tramp en la trampa. Aconsejado por sus abogados (que debían pertenecer a la firma Flywheel, Shyster & Flywheel), se sintió aquejado de amnesia. «Pensé», suplicó, «que esa tonada era mía, la tarareaba, la tocaba al piano, ¡hasta la cantaba en la ducha! Y éste es el resultado». «Pero usted se da cuenta, por supuesto», dijo el juez, «de que la melodía es idéntica a la que los acusadores compusieron hace años y que hasta la letra original alude a su película». «Sí», concedió Chaplin, «me doy cuenta ahora». «Es decir», terminó el juez, «que usted considera que una melodía es suya nada más que por que la puede silbar». No hay que decir quién ganó el pleito. Desde entonces Chaplin odió a los jueces americanos. Desde entonces o tal vez un poco antes, cuando Chaplin se casó a la cañona (prácticamente ante el altar y una escopeta) con Lita Grey, una menor a la que había conocido (bíblica o de otra manera) cuando ella tenía solo doce años. La tragedia de Polanski es que siempre quiso parecerse a Chaplin.

Pero no sólo la melodía podía ser una trampa para Chaplin. También podía serlo la letra. En 1941 Orson Welles, recién estrenado Ciudadano Kane, fue a cenar con Chaplin en la mansión en que una serie de mujeres fáciles habían dejado una huella difícil. Chaplin tenía un truco, ya viejo por conocido, en que hablaba en perfecto japonés con su mayordomo Akito. Chaplin por supuesto no sabía una palabra de japonés, idioma que Akito ignoraba también por ser un nisei o descendiente de japoneses nacido en Estados Unidos. Orson no se inmutó y cuando terminó el falso diálogo alargó la mano y sacó del bolsillo de la costosa fumadora de Chaplin un pollito amarillo y blanco. El asombrado fue Chaplin que no sabía que Welles era un mago de salón experto. Durante la cena Orson Welles le habló a Chaplin de un proyecto que quizás pudieran hacer juntos. Era la historia real de Henri Landrú, el francés asesino de mujeres por dinero. Chaplin dijo no haber oído nunca de semejante truhán. Tal vez Welles era indiscreto al hablar de Landrú con un hombre como Chaplin con tantas mujeres, a algunas de las cuales deseó la muerte por dinero. Welles le confió que el verdadero nombre de Landrú era Desiré, el deseado. Al oírlo Chaplin se animó. Orson se ofreció para colaborar juntos en el guión y tal vez en la película Chaplin se retrajo: odiaba las colaboraciones a nivel de guión, dirección y actuación. Era, como Orson Welles, un hombre orquesta. Welles no le recordó a Chaplin que a veces necesitaba colaboraciones musicales. Terminó la cena. No sin antes sacar Welles del bolsillo de su pechera un interminable pañuelo de todos los colores. Chaplin fingió asombro. Orson Welles anunció que su próxima película sería en colores. Chaplin dijo que odiaba el color. Orson dijo: «Goodbye Charlie».

Pero no fue un adiós muy largo. Siete o nueve meses más tarde Charles Chaplin anunció que su próxima producción sería sin su vagabundo. Los tiempos cambian, también los caracteres. Ahora haría una comedia de asesinatos basada en el conocido asesino francés Desiré Landrú. Como siempre escribiría el guión, dirigiría la película, actuaría y compondría la música. Ni la más mínima mención a Orson Welles y su idea. Landrú era del dominio público y como pertenecía al pueblo y él era el pueblo, le pertenecía a Chaplin. Pero Orson Welles no era un desconocido como Padilla o un don nadie como Montesinos. Welles era Orson, ahora más famoso que Chaplin. El agente de una parte llamó al agente de la otra. Pero Chaplin no recordaba nada. Fue entonces que Orson llamó a Charlie y le refrescó la memoria. Ahora Charlie recordó la noche de la cena con pollos y pañuelos de colores y acordó ofrecer a Orson 5.000 dólares por sus dolores al recordarle a ese notorio asesino francés conocido de todos. Orson pidió además un crédito en la película y Chaplin, siempre generoso, permitió que en la portada de Monsieur Verdoux un letrerito debajo del título dijera: «Basada en una idea de Orson Welles».

En Monsieur Verdoux Chaplin habla —y habla y habla. Su acento no es cockney ni de Brooklyn sino un inglés atlántico, cuidadoso y petulante.

Monsieur Verdoux es, de veras, algo más que una comedia de crímenes: es una obra maestra y la última película que hizo Chaplin que valga la pena copiar al vídeo. Candilejas es una obra menor, terriblemente sentimental, que no tiene nada que ver ni con el tramp ni con Verdoux. Un rey en Nueva York no tiene otro atractivo que el despliegue sexual de Dawn Addams, una de las mujeres más bellas que ha dado el cine inglés y a quien en La luna es azul Otto Preminger exhibía ligera de ropa y de cascos para confundir al espectador. ¿Cómo es posible que estando presente esa Dawn turgente William Holden persiguiera a Maggie Macnamara, una enana difícil? El único comentario posible a La condesa de Hong-Kong lo hace el mismo Chaplin. Sólo aparece en la película para vomitar fuera de borda.

La última obra de Chaplin es su autobiografía, que para que no queden dudas se llama Mi autobiografía. Éste es un libro que narra una vida y es inexplicable cómo Charles Chaplin no se dio cuenta antes de publicarlo que es el retrato de un hombre pequeño (no sólo de físico), vano, ególatra, implacable con sus amigos y profundamente desagradable. Es, inclusive, un libro estalinista. El hombre que tanto protestó de que se le acusara de comunista tiene una entrevista con H. G. Wells, que acaba de venir de entrevistar a Stalin. Cuando Wells le dice que el sueño socialista se ha convertido en una brutal realidad totalitaria, todo lo que dice Chaplin, bloqueando la siniestra visión de Wells, es: «Sí, se cometen errores pero…». Es ese argumento, tan caro a la izquierda que, salvando distancias, cuando se habla de que las pesadillas del Sena son la realidad de La Habana, declara que no son más que accidents de parcours. Es decir el terror es sólo un error.

En su libro Chaplin no sólo conoce, entrevista, conversa, come y cena con H. G. Wells. También lo hace con Gandhi, con Chu En-Lai, con Einstein, con Eisenstein, con Churchill y Pavlova y Caruso y Nijinski y Hearst y su novia (a la que Chaplin hizo cosquillas y le costó la vida al director Thomas Ince) y Nehru y Picasso —ad nauseam. (La lista no es caprichosa: viene en la contracubierta de la primera edición de 1964 de Bodley Head, que diseñó el propio Chaplin. La autobiografía para colmo, fue corregida por Graham Greene, el autor de Buscando a mi general).

Presentes los famosos y los poderosos, en la autobiografía de Chaplin están ausentes gente como Buster Keaton, que estuvo con él en Candilejas (por cierto la secuencia del dúo Keaton-Chaplin, maestros del music hall, en que el viejo Buster se hizo culpable por su excelencia, fue reducida al mínimo para que el segundo brillara más que el maestro), ni Harry Langdon, ni Groucho Marx o al menos Harpo que también se negaba a hablar ni a Laurel (que vino con él a América y juntos fueron a Hollywood) ni a Hardy. Su memoria se hizo tan renuente como cuando olvidó que Raquel Meller cantaba cuplés. Pero el olvido mayor ocurre cuando no recuerda para nada a su fotógrafo de 35 años, el leal Rollie Totheroh, que lo acompañó hasta Candilejas. Este olvido se hace peor en un recuerdo parcial. En la autobiografía hay una línea que dice: «Rollie, el fotógrafo, vino a mi camerino». Es un libro para olvidar.

Charles Chaplin se casó con una última mujer bella y joven y vino a vivir Europa, tuvo hijos que se hicieron actores y saltimbanquis, devolviendo a la familia al music hall, fue nombrado caballero por la reina Isabel II a petición de nadie y, finalmente murió en su doble exilio: de Inglaterra y de Estados Unidos. Antes del fin Néstor Almendros y un director de cine de fama efímera fueron a visitarlo con el propósito de hacer una película de su vida actual que era su vejez. Al recibirlos Chaplin aparecía viejo pero parecía normal. El director le explicó: «Hemos venido a conocer a Chaplin». Inmediatamente, como un eco, Chaplin respondió: «Yo también quiero conocer a Chaplin», con genuino entusiasmo. De haber sido, por ejemplo, una visita a Jean-Paul Sartre, esta respuesta habría sido una proposición filosófica: conócete a ti mismo. Pero inmediatamente un secretario, ubicuo, les hizo señas a los visitantes para que no hablaran más. Al poco rato, Chaplin ido doble, explicó a los visitantes que Chaplin estaba muy mal, que había empeorado en los últimos días. No sería posible entrevistarlo porque padecía de ecolalia senil. Es decir, todo lo que se le dijera lo repetiría ad nauseam. El cómico mudo terminaba su vida en una infinita banda sonora.

Néstor y el director fallido, decidieron volverse a la ciudad. Cuando se iban camino abajo Chaplin apareció a la entrada. Néstor lo recuerda enmarcado por la mortaja de la puerta. El director, americano al fin, tuvo un gesto sentimental familiar. Levantó la mano y dijo casi alegre:

—Goodbye Charlie!

Charles Chaplin respondió con alegría:

—Goodbye Charlie!