Una de las etimologías posibles para el pseudónimo de Cantinflas cuenta que el cómico, en sus primicias en el circo como payaso menor, fue insultado por un espectador dado más al mezcal que al agua bautismal que le gritó: «Que te inflas, mano, ¡que te inflas!» —y de ahí surgió un apodo conocido mundialmente—. Lamentablemente Cantinflas pareció seguir al pie de la letra la exclamación y según se hacía más popular más se inflaba, se hinchaba. Que parece ser la suerte de todo comediante —menos de Buster Keaton, que siempre fue sui generis.
Harry Langdon acabó rápido con su carrera cuando, en el pináculo, creyó que podía sustituir al director, al escritor y casi al camarógrafo. Su caída fue tan rápida como su ascenso. Charles Chaplin, que era el Charley un si es no es judío del barrio más miserable de Londres, llegó a ser, en poco tiempo, multimillonario y el hombre más conocido del globo después de otro Charles, Lindbergh. Se tuteaba con los grandes y hasta Winston Churchill le pedía, según Chaplin, consejos políticos. Su vida fue larga pero su carrera, después de las megalomanías de Un rey en Nueva York y La condesa de Hong-Kong, fue a dar al limbo, que es la zona fronteriza del olvido. Murió en la senilidad, exclamando: «¡Quiero conocer a Chaplin!», como si quisiera tener una entrevista con Dios.
Keaton (a quien Louise Brooks, hombreriega, llamó «el hombre más bello que había visto») fue víctima no del delirio de grandeza sino de la constante intimidad con ese hombrecito llamado Johnnie Walker: murió atrofiado pero todavía con una hermosa cara cujeada por el tiempo y el alcohol. Pero la inmortalidad ha sido suya: de todos los cómicos silentes es el que conserva su arte con una modernidad absoluta. Keaton es el rey sin corona de la comedia americana.
Que uno pueda mencionar el apodo de Cantinflas entre estos nombres míticos muestra hasta qué punto era un gran comediante —y no sólo del cine mexicano. Lo frustrante (para el cómico y para el espectador) es que realmente nunca fue grande. Cantinflas, me parece, no lo creyó así. Lo extraordinario es que, dados sus inicios, su carrera fue de veras notable.
Como Jerry Lewis en su fase inicial, Cantinflas era un dúo al principio: Mario Moreno (su verdadero nombre) y Manuel Medel: MM-MM. Cantinflas y Medel hicieron varias películas juntos (la mejor, Águila o sol, de 1937), aunque ya en 1940 Cantinflas volaba solo. Pero con o sin Medel, su casi cuate, Cantinflas era Cantinflas. Sus mejores películas son, tenían que ser, las primeras: Ahí está el detalle, El gendarme desconocido y las parodias de Los tres mosqueteros, Romeo y Julieta y Ni sangre ni arena, en la que mostró su talento taurino de sus días sin sangre en la arena donde fue un Tancredo excepcional. (Como muestra de su personalidad pugnaz, cuando le recordé que la suerte de Don Tancredo, cosa curiosa, se había originado en La Habana, donde detestan los toros y es la única suerte de toros inventada en América, luego copiada por el torero español Tancredo López, Cantinflas dio un salto patriótico y gritó: «¡No, no! Está usted equivocado. Esa suerte la inventó un torero mexicano llamado Quedo porque se quedaba tan quedo ante el toro»).
El arte de Cantinflas, además de elevar al pelado (versión mexicana del tramp de Chaplin y Langdon), consistía en una bailable ligereza física natural, desplegada entre intrincados vericuetos verbales. (Que originaron el verbo cantinflear, una suerte de laberinto locuaz para el que no había Ariadna azteca posible, excepto la necesidad cada vez más urgente de comunicarse). El personaje del pelado, vestido con más harapos que el tramp de Chaplin (el único vestigio de una más supuesta que real elegancia era una especie de chal chapucero que Cantinflas insistía en llamar su gabardina), siempre pretendía a una muchacha humilde que, fatalmente, aspiraba a una mejor posición social que la ofrecida por el quinto patio miserable en que vivían ambos. Pero Cantinflas también aspiraba a un puesto al sol social —y a veces casi lo conseguía. Venía vestido ahora de frac, chistera y capa, pero cuando se da vuelta se ve en su espalda ¡el anuncio de un sastre! El enojoso chasco lo resuelve Cantinflas con una salida que es una cita del cine que entonces el cine no hacía: «¿No le parece que me doy un aire (golpe de capa negra) así como si dijéramos al mismo conde Drácula?».
O Cantinflas salvado de ahogarse en las aguas sociales del ridículo por la parodia que no para. Su cine, Susini dixit, abunda en estas situaciones seudosartoriales, como cuando un policía secreta se abre la chaqueta para mostrar sus señas de identidad, pero, miope, Cantinflas lee la etiqueta con el nombre del sastre anónimo y no el nombre epónimo de la ley.
Como Chaplin, como Langdon, Cantinflas estaba identificado con su personaje en un grado que nunca lo estuvo, por ejemplo, Keaton. Como Jerry Lewis y como Chaplin el personaje de Cantinflas era de natural cobarde y sólo la necesidad de aparentar valor ante la heroína, lo hacía un momentáneo paliativo a su cobardía. Harold Lloyd era un valiente gracias a la tecnología o al azar. Langdon fue siempre un bebé inflado por las circunstancias, pero también sabía recurrir a una carrera contra el valor. Es que el heroísmo puede ser trágico, pero nunca es cómico. A no ser que sea un heroísmo momentáneo o como punto final a un comportamiento cobarde en Keaton. Como sus otros pares cómicos (excepto Keaton y Lloyd), Cantinflas podía ser insensible, incluso cruel. En una ocasión una pobre vieja, una viejita harapienta, mendiga in extremis, pide limosna a Cantinflas: «Por favor, señor, que hace tres días que no como». Cantinflas le responde: «¿Y por qué tan desganadita?».
Cantinflas, no el personaje, la persona, estaba siempre, como Chaplin, obsesionado con su origen humilde. Como todo mexicano del pueblo comía todas las comidas (incluyendo el desayuno) ayudándose con tortillas de maíz. Cuando tenía una cena con invitados, que eran sus iguales ahora pero que él estimaba todavía como sus superiores, acudía a un pase de manos digno de un mago de salón. Se hacía instalar en el comedor, a su lado pero cubierta por el mantel, una mesa baja en la que había una cesta con tortillas y con destreza metía una mano bajo el mantel, destapaba las tortillas, cogía una y, todavía bajo el mantel, la colmaba de comida, siempre sonriendo a sus invitados y sin olvidar las otras gracias sociales comía su emparedado.
Cantinflas era, personalmente, un hombre insoportable. Cuando lo entrevisté en pleno auge de su carrera, me declaró con una insistencia estúpida que quería hablar solamente de sus obras pías. Le expliqué lo mejor que pude que había venido a verlo por sus películas. Pero repetía que había que reconocer su importancia como benefactor no de las artes y las letras sino de grupos sociales en todas partes. La entrevista fue, literalmente, un evento que no tuvo lugar y nunca la publiqué. Pero pensé que Cantinflas se había creído, en un sentido samaritano, su pregunta a la viejita que encontró desganada entonces y no muerta de hambre. Ahora Cantinflas daba limosnas.
Tenía con qué: era uno de los hombres más ricos de América, además de gozar de una popularidad, en su auge, que era mayor que la de Keaton, Langdon o Lloyd. Así exigía siempre que sus películas se exhibieran solas en tandas múltiples. Y cuando la Columbia (inadvertida o porque su popularidad declinó) puso en el mismo programa, de relleno, otra película, Cantinflas rompió con la compañía americana. Como Greta Garbo, quería estar solo o brillar como una estrella solitaria en el promiscuo firmamento del cine.
Pero los críticos de cine y los intelectuales mexicanos siempre insistieron, torpemente, en desconocer a Cantinflas como cómico. Era no sólo el mejor comediante del cine mexicano, cuando podía llamarse cine, sino de toda América hispana. Solamente Luis Sandrini en Argentina y dos cómicos cubanos, Leopoldo Fernández («Trespatines») y Alberto Garrido («Chicharito») pueden comparársele. Cantinflas por su parte, con su entonación de barrio bajo y su sentido del tiempo cómico, podía hacer reír con una sola frase. Un policía al interrogarlo le pregunta: «¿Y usted qué cree?». Cantinflas sólo le responde: «¿Y usted qué cree que yo creo?».
Además Cantinflas dio un salto de cantidad (y de calidad a lo Hegel) al interpretar el personaje de Passepartout (olvídense SVP de su francés) en La vuelta al mundo en 80 días, donde logró animar hasta al paraguas de David Niven, un actor que estaba, justamente, en sus antípodas. Un intercambio con Charles Boyer es típico de Cantinflas pero no, ay, de la película. Boyer con toda su picardía parisina insiste, en su agencia de viajes, que no puede siquiera describir (guiño) a las mujeres de Bali. Cantinflas: «Por favor, trate». (Esto, en su inglés con acento mexicano, más que verlo hay que oírlo). Cantinflas entre tantas estrellas era la estrella.
No sucedió así a la siguiente vez porque, de veras, nunca segundas partes serán buenas. Cantinflas hizo otra película en Hollywood, Pepe, que era también una superproducción, como se dice, «tachonada de estrellas». Pero que fue finalmente un estruendoso fracaso y su última aventura anglosajona. He aquí la lista de sus no pocos partenaires: Dan Dailey, Shirley Jones, Ernie Kovacs, William Demarest, Maurice Chevalier, Bing Crosby, Richard Conte, Bobby Darin, Sammy Davis, Jimmy Durante, Zsa Zsa Gabor, Judy Garland, Peter Lawford, Janet Leigh, Jack Lemmon, Kim Novak, Donna Reed, Debbie Reynolds, Greer Garson, Edward G. Robinson, César Romero, Frank Sinatra, Tony Curtis, Dean Martin y Charles Coburn. No hay duda de que fue aplastado, como una enana blanca, por el peso específico de las otras estrellas.
La vanidad (favor de usar el espejo retrovisor) ha sido la perdición de hombres más sabios que Cantinflas, que sólo tenía una astucia primaria. Después del enorme éxito personal de La vuelta al mundo vino la derrota decisiva de Pepe. Después de descubrir, como todos los hombres, que envejecía cada día, hizo lo que hacen muchas actrices y unos cuantos actores: se sometió a la cirugía estética. El resultado (cómico como la atroz operación ejecutada por Peter Lorre a Raymond Massie en Arsénico y encaje antiguo, melodramático como la urgente plástica a Humphrey Bogart en La senda tenebrosa) fue trágico en Cantinflas. El cirujano, el bisturí, lo que fuera, eliminó todas sus arrugas —pero ¡le cambió la cara! Cantinflas ya no era más Cantinflas. Hasta la voz parecía haberle cambiado. Pero como en las películas de horror de Hammer o de Gorman, no había ya marcha atrás.
Dicen que murió Cantinflas. Habrá muerto Mario Moreno, porque Cantinflas murió hace rato en la mesa de operaciones, junto al paraguas de David Niven (y una máquina de coser caras). Murió exactamente cuando recobró el conocimiento pero perdió su cara. Ni siquiera Chaplin, el más vanidoso de los comediantes de antes, se atrevió a alterar su máscara —que en el cómico es su persona.