James Mason

Los juegos prohibidos

de un villano inteligente

James Mason devino de actor romántico (no hay más que recordar La noche tiene ojos, El castillo del odio, El hombre de gris, Fanny en luz de gas y, la más popular de todas, El séptimo velo, en que sustituyó a la brava belleza bruna de Margaret Lockwood por la desvaída rubia Anne Todd a ser el paria de las calles de Dublín y el más ruso de los terroristas irlandeses.

Fue en Larga es la noche precisamente que Mason dio su salto de calidad de actor y de cantidad en millas: se fue a Hollywood. Allí continuó con su imagen romántica aún cuando trabajara con Walt Disney, para quien fue el atormentado capitán Nemo en Veinte mil leguas de viaje submarino. O, subiendo a la superficie, el holandés errado que busca no a su Senta soprano, sino a Pandora y su caja de resonancias. Fue esta película, en que se debatía entre el zurdo absurdo y el risible ridículo, lo que cambió la carrera de Mason, que dejó de ser un romántico tardío para convertirse en un villano cabal. Así fue nuestro nazi favorito, el mariscal Rommel, dos veces, y una víctima de la batalla por el éxito en Ha nacido una estrella. Con el tiempo nosotros, los que amamos y admiramos a Judy Garland otrora, escogemos esta cinta no para ver nacer sino para oír morir a una estrella. James Mason, con el nombre más conocido del cine después de Tarzán, King Kong y Rhett Butler, fue llamado para siempre Norman Maine. Si Judy Garland canta todavía algo que nos toca es esa frase favorita final: «Les habla la señora de Norman Maine».

Por este tiempo James Mason hizo una de las películas de espionaje más exitosa desde La máscara de Demetrio, la notoria Cinco dedos, en que Mason, llamado Cicero, justifica la frase: «El culpable es el mayordomo». Los nazis, con diez dedos, lo burlan y castigan y convierten en el mayor mono. Pero Mason volvió pronto por las suyas y fue un excelente villano en El prisionero de Zenda y en El Príncipe Valiente, en que su untuosa, suntuosa malignidad tiene la eficacia elegante de una daga envuelta en seda. Un poco antes, James Mason, actor, hizo un pacto de no agresión con uno de los grandes directores de cine de dos continentes, Max Ophuls.

Juntos hicieron Atrapada y El momento imprudente. En la última, junto a una Joan Bennett que recordaba ala vez a la morena Margaret Lockwood y la exangüe Anne Todd, Mason tuvo uno de sus momentos no imprudentes, sino memorables, y volvió a recordar al héroe vulnerable, al mártir moderno de su gran momento inglés en Larga es la noche, el hombre impar, impío al que el amor regenera y reivindica antes de morir.

De hecho James Mason fue el gran actor romántico inglés más que por antonomasia por naturaleza. Con una figura sombría que recordaba a veces a Laurence Olivier, con una dicción que se oía rodar por los guijarros de los dientes como algo tan natural como un arroyo, James Mason era una de las grandes voces inglesas del cine. Con una suavidad de terciopelo que podía esconder una sierpe, el Mason villano o héroe susurraba siempre. Pero su sonoridad no era bastante para el teatro y de no haber existido el cine sonoro habría tenido que derivar a la radio. Tal era su sedosa sevicia que su suave seductor pudo encontrar papeles perfectos cuando se dio cuenta de que no sería una gran estrella del cine como su precedente Ronald Colman o su seguidor Richard Burton.

Aún da placer oírlo más que verlo actuar en una película como Con la muerte en los talones, en que es el vitriólico villano Vandamm, amante de Eva Marie Saint y rival de Cary Grant. En una escena de memorable confrontación en que ha vencido temprano a Cary Grant, ayudado por sus sibilinos secuaces, deja al confundido Cary cariacontecido, mientras abandona la falsa biblioteca en que Grant será preparado para fortificarlo al mortificarlo con una botella entera de ese bourbon que tanto se parece a Cary Grant: Seagrams, V.O. Que quiere decir versión original: en ella verán ustedes a James Mason dejar atrás a Grant ya saliendo y de dolida despedida decir: «Que tenga usted muy buen viaje».

La frase es en sí un adiós leve y va perdiendo intensidad a medida que Vandamm se aleja. Pero su premonitora virulencia está dada por la soez suavidad ceceante con que la pronuncia, nítida, James Mason. Es además el combate de dos estilos de actuación (la de por libre de Cary Grant, la de escuela de Mason), dos voces, dos pronunciaciones y un sólo idioma verdadero: el inglés de Inglaterra. Los que han tenido el privilegio de oír a James Mason, más que verlo, los que pueden captar su distinta dicción, los que han visto no Con la muerte en los talones sino North by Northwest. V.O., sabrán lo que digo, gozaron lo que oigo. Hay que repetir aquí aquello que dijo el doctor Johnson de Garrick: «Si hay un placer contra natura hay que hallarlo en la voz de un buen actor».

Hay otro momento óptimo de la actuación de James Mason en el cine (nadie parece haberlo visto nunca en el teatro) y ocurre en toda Lolita. Allí, a pesar de la belleza blonda de Sue Lyon (que debiera haber sido menos canéfora y más impúber), del patetismo grasoso y grosero de Shelley Winters y la historia inmortal, amoral del hombre maduro que pudre a una púber americana con sus encantos europeos, podemos gozar a ese Humbert Humbert del cine que por dos veces se somete a la tiranía del sexo de Sue, su Sue, nuestra Lolita. Uno de ellos es visible tras los créditos (o nombres propios de actores, actrices y técnicos) y muestra a James Mason en una labor de amor esclavo.

El humilde Humbert Humbert pinta una a una cada uña de los pies de Lolita Lyon. Esta escena es de un erotismo tan germano que nos sorprende encontrarla en una película tan americana como un rascacielos, aunque haya sido rodada en Inglaterra. Luego nos damos cuenta de que fue utilizada primero en Scarlet Street, casi veinte años antes, por un director alemán. Esta forma de servidumbre humana no pertenece ni al ruso Nabokov ni al judío americano Stanley Kubrick (a veces llamado Stanley Hubris) sino al espíritu teutón y burlón de Fritz Lang y al arte pictórico de Edward G. Robinson. A pesar de este robo con atenuantes, Lolita es un triunfo de Kubrick, pero sobre todo es un triunfo de James Mason.

Como en Lolita, como en Lord Jim, como en Los juicios de Oscar Wilde, James Mason, imitando a Ricardo III, ya que no podía ser el bello galán se dedicó a ser, con mesura, el villano asiduo. Aún en la televisión, como en la larga Verdadera historia de Frankenstein. O en el cine actual, como en el sedoso, sevicioso neonazi de Los muchachos de Brasil. Pero prefiero recordarlo siempre como el suave y siniestro Vandamm, tan cerca de la palabra damned por condenado, y tan libre en su juego histriónico. Habría que decirle a James Mason ahora lo que él dijo a Cary Grant antes de enviarle al otro mundo: «Que tenga usted muy buen viaje». Pero fue Hitchcock quien tuvo, como siempre, la última palabra, que era su axioma para el buen cine: «A mejor villano, mejor película». Estaba hablando, por supuesto, de James Mason.