El canario cojo

Cuando un grupo de fanáticos (fans) vino a visitar a Louis B. Mayer en la Metro, en 1938, en su apogeo, el tycoon tiránico sentó en su regazo a regañadientes, a la joven Judy Garland para aseverar severo: «¿Ven a esta niñita?», señalando con la cabeza a la Judy que con 16 años ya comenzaba a ser la Garland. «Miren en lo que la he convertido. Por si no lo saben, ella era gibosa», y volviéndose a Judy Garland preguntó más retador que retórico: «¿No es verdad, Judy?». De acuerdo con el historiador del cine David Shipman, quien ha escrito la biografía definitiva de Judy llamada Garland (que podría tener un subtítulo, «El caso del canario cojo»), hubo una breve pausa (comercial) asombrada por parte de los visitantes pero Judy respondió: «Claro, Mr. Mayer, es así. Supongo». Supongo no queda cerca de Cipango pero Judy se alejó un tanto. Hasta Shipman, que es más generoso con Garland de lo que fue nunca con Brando, su otro biografiado, dice que el gran logro del ogro de la Metro fue disfrazar la realidad anatómica de Judy que no tenía cintura. Luego cita a una tal Frances Marion que dijo: «Judy tenía todas las características de una tortuga. Una tortuguita». Caritativo escribió Shipman: «Su anatomía podría ser perfecta para una cantante, pero no se veía muy bien en la pantalla».

La biografía cuenta cómo y a qué costo Judy Garland, la actriz infantil Ethel Gumm, creció para desmentir a Mayer y volverse una jorobada mental. De acuerdo con sus respectivos biógrafos, Marilyn Monroe y Judy Garland eran gemelas idénticas —pero reflejadas en el espejo aberrante de Hollywood. Ambas fueron producto del sistema de estudios: Garland con la MGM, Marilyn con la Fox. Garland, como se ve, no era ciertamente una belleza pero tenía un enorme talento de cantante y actriz. Marilyn no tuvo otro talento que su considerable belleza: Ambas eran inseguras y enfermizas y usaban el sexo como el medio de conseguir lo que querían. Ambas sufrían de un complejo de inferioridad que tenía su contrapeso en el delirio de grandeza. Ambas eran adictas a los somníferos y como antídoto cogieron el vicio de las anfetaminas. Ambas tenían problemas con el tiempo físico y si Marilyn fue apodada La Tardía, se podía llamar a Judy La Tardísima. Ambas se hicieron difíciles y luego imposibles y tuvieron problemas con los jefes del estudio: Monroe fue despedida al final de su carrera (y de su vida) y Garland en medio del camino por llegar tarde. (A veces con varios días de demora en una filmación donde eran esperadas ansiosamente). Ambas murieron por propia mano, ambas gozaron de una fama mórbida póstuma una vez que la vida las trató con igual rigor mortis. Marilyn se hizo una leyenda luego. Judy ya lo era cuando subió a ese cielo lleno de estrellas de la Metro, como proclamaba Louis B. Mayer, a sentarse en el regazo del Gran Productor, como Cecil B. de Mille llamaba a Dios.

Mientras tanto en la tierra Judy se había casado con el gran Vincente Minnelli, quien la dirigió en sus mejores películas: su obra maestra Meet Me in St. Louis (La rueda de la fortuna), además de The Clock (Bajo el reloj) y El pirata, tal vez su mejor comedia musical. ¿Lo agradeció? En absoluto. Llegó a despreciar a Minnelli no porque fuera el hombre ideal (tres de sus cuatro maridos eran también homosexuales) sino porque con Vincente odiaba ser Mrs. Minnelli porque él era paciente y lo soportaba todo y obedecía sus menores caprichos. Pero, como cuando era niña y jorobada, montaba en cólera con él —en privado y en público. Además no conocía el significado de la palabra lealtad y sin decirle nada a su marido Vincente le dijo al estudio que no quería que Minnelli la dirigiera en su próxima comedia musical, programada para ambos. Ni nunca, añadió definitiva.

Minnelli no se divorció de ella en esa ocasión, pero nunca hizo ella otra película siquiera tan buena como las tres que habían hecho juntos. Donde por otra parte y gracias al arte de Minnelli había dejado de ser una tortuga para ser un canario que canta canciones. Aún su logro considerable en Nace una estrella, más tarde en su vida, palidece al compararle con el trío triunfador. Lo que hizo después de hacer sus mejores películas con Minnelli fue actuar en un remake de una de las comedias clásicas del cine, La tienda al doblar la esquina, titulada ahora En el viejo verano —que sería verano pero no para ver y casi para no oír. Curiosamente en el reparto aparecía otro grande del cine diluido en alcohol, Buster Keaton. A quienes el cielo quiere destruir primero los hace estrellas.

La compañía constante de Garland era un miedo al fracaso, que era el miedo a caer despacio. En Nace una estrella estaba casada con una estrella del cine que se apaga, borracho y suicida, que al final por fin consigue lo único decente que podía hacer y, sobrio, se suicida en el vasto océano. La ironía poética es que aquí Garland hacía de esposa fiel y leal (¿recuerdan a Mrs. Minnelli?), mientras que en su otra escena, la vida, ella murió sentada en la taza en el inodoro de su casa, proceloso pero no el mar, no el mar.

Su vida sexual fue, para no variar, demente y sórdida. Pero, aparentemente, no tuvo vida fuera del sexo. El sexo, cualquier clase de sexo, fue su teatro, su escena y su único crítico —todo revuelto y mientras más impulsivo, revulsivo, mejor.

En una ocasión salió del teatro en Londres para meterse en su auto y sentarse al lado del chofer. Una vez que el auto arrancó trató de abrir la bragueta al chofer, que la rechazó violentamente. Pero al ver que en el asiento trasero viajaba uno de los asistentes de maquillaje, que era casi un travestí, saltó hacia él y comenzó a masturbarlo. El maquillista no protestó y se dejó hacer, pero toda la maniobra (nunca mejor venida la palabra) tenía un repelente desespero.

Comparada con ella Marilyn Monroe vivía entre algodones asépticos, como una versión rubia de Florence Nightingale: mitad misionera, mitad monja. Además Garland estaba tan desquiciada como para decir que le gustaba ¡el clima de Londres! «Es estimulante», decía. ¿Puede Londres ser considerada una anfetamina urbana? David Shipman revela la verdad de su amor por Londres: «quedaba a un océano y medio de sus acreedores». Cuando murió —en Londres, ¿dónde si no?— sólo tenía cuarenta y siete años de edad, pero «cuatro millones de dólares en deudas». ¿Dónde? En los USA, ¿en qué otra parte?

Nunca me gustó Judy Garland. Todavía no me gusta. Mucho menos después de leer su biografía reveladora que es a veces atractiva y otras veces, las más veces, repulsiva. De actriz niña había algo extraño en su cuerpo: tal vez Mayer no hizo su trabajo bien del todo. Como mujer había algo pegajoso en su cara que salía por debajo del maquillaje. Cierto que tenía una voz potente. Pero también la tenía Al Jolson y no creo que el blanco que tenía la cara negra fuera muy adorable que digamos: el betún era su maquillaje mejor. Judy Garland por otra parte, en su famosa escena con el jefe de estudio (Mayer tratando una vez más de enderezarla) en Nace una estrella, donde se la ve pintándose pecas pequeñas en su cara muy maquillada mientras combate las lágrimas por su marido muerto, me pareció terrible: terriblemente falsa. Otros piensan que estuvo grandiosa que rima con diosa. En esa arena movediza descansa su fama póstuma, ya que terminó sus días y sus noches en el teatro convertida en una cantante calva. Ahora un transformista hace su papel en su lugar como un doble grotesco: mitad canario, mitad loro. John Kobal, fan de Garland, tuvo razón en odiarlo en un impulso apenas póstumo.

Pero hay que decir que en el cine como en la vida Judy Garland estuvo siempre al borde de la extinción. Como la cinta que le envían a Mr. Phelps que se inmolará en «cinco segundos», su carrera fue una misión imposible. Louis B. Mayer, hacedor de estrellas extraordinario, falló desde el principio. Judy Garland nació en un baúl donde se jorobó y quedó jorobada en un baúl para siempre.