Marlene cuenta el tango

Marlene (eme perdonan si la llamo Marlene?) fue un icono capaz de superponerse a su persona —que era mitad máscara, mitad excesivamente franca. Aunque inventada prácticamente por un director de cine, Joseph von Sternberg, quien a su vez se había inventado a sí mismo asimismo: hasta su nombre era inventado. Se llamaba originalmente Jo Stern, judío que se apropió un nombre noble y luego, a propósito, fue apodado en Hollywood «el von». Con él, bajo él, Marlene asumió el rol de una de sus películas y se convirtió en una Venus rubia. (La película se titulaba Blond Venus). Fue un icono para el ojo pagano y como una Venus en pieles nació del mar decadente que era Berlín en 1929 en El ángel azul. Von Sterberg le dio otro nombre, Lola-Lola, sacado de La caja de Pandora, de Lulú, pero declaró que la moldeó de acuerdo con su imagen de una falsa Frau. Los franceses, que siempre admiraron a Sacher-Masoch, inventor del masoquismo, la llamaron la femme fatale: una mujer de tan irresistible sexo que lleva a los hombres a la perdición. Von Sternberg hizo esta declaración de principios como fines en Diversión en el lavadero chino, su autobiografía tan idiosincrática como la de Marlene, subtitulada «Mi vida».

Ésta no es la primera autobiografía de Marlene. En el pasado otros hombres la escribieron por ella. En su larga (nació en 1901) vida venturosa (por no decir aventurera) ha sido sujeto y objeto de más de una biografía —que ella ni siquiera recuerda haber autorizado—. Al principio de su libro, no de su vida, declara que «decidió escribirlo para aclarar numerosos equívocos». Declaración asombrosa en una mujer que ha sido siempre toda equívocos. Declarada bisexual tuvo amantes hombres pero casi siempre actores (Gary Cooper, el escritor Erich Maria Remarque, que parecía un actor, y Jean Gabin) y combinaciones homosexuales. Aún antes de El ángel azul era notoria en los teatros de Berlín por su afición a ejercer la cunnilingua con sus compañeras de reparto —entre escena y escena—. Su hija María, muchos años más tarde, la acusó de haberse ido en un yate con una amante y dejarla con una niñera lesbiana —que procedió a violarla. María ahora dice que su madre conocía las tendencias de la niñera, lo que la divertía. Marlene afrontó estas revelaciones con su habitual sonrisa entre cínica y divertida. Como su persona en la vida no era diferente de sus personajes en el cine, Marlene nunca sufrió un solo desaire, ni de sus colegas ni de su fanaticada. Ella fue la que se salió con la suya.

En el amoroso retrato de Marlene (tenía que ser para el cine) que le hizo el actor y director Maximilian Schell, como una niña victoriana se la oía pero no se la veía. Por primera vez en la vida Marlene le tenía miedo a la cámara y permaneció en la oscuridad. Así le pasa al lector de esta autobiografía fraudulenta. Hay tantos hoyos negros en la nébula de esta estrella fugitiva aunque no fugaz, que nadie recuerda la vieja especie de que Marlene se llamó realmente María Magdalena von Losch, aunque su verdadero nombre es Dietrich. Marlene es una amalgama de los dos nombres bíblicos, aptos para una actriz que en el cine fue una santa y una puta —y a veces las dos encarnaciones en la misma película, como en La Venus rubia. Los franceses tienen una frase para ella (los franceses tienen frases para todo) y fue Jean Cocteau quien la acuñó: «Su nombre empieza con una caricia y termina como un látigo».

Desde el principio del libro Marlene se dedica a disipar viejos mitos suyos y luego procede a crear mitos nuevos —y esta tarea la lleva a cabo cuando tenía casi noventa años—. Dice: «Cuando empecé este libro decidí relatar los sucesos esenciales de mi vida y mi carrera». Habla, primero que nada, de Von Sternberg. Dice que le dijo a él, al Von, una vez: «Eres Svengali y yo soy Trilby». Von Sternberg fue en realidad mucho más. Fue su Cristóbal Colón (la descubrió como una América alemana), su venerado Vespucio (le dio el nombre para el cine y para el mundo), su mago Magallanes (viajó alrededor de ella con su cámara). Dice ella: «Fue el más grande cameraman que vio el mundo». Y mucho, mucho más, fue Von Sternberg quien exclamó: «Ich bin Marlene». Que se puede traducir como yo soy Marlene —o más bien, Marlene soy yo. La leyenda quiere que cuando ella hacía su primera película sin Von Sternberg gritaba desesperada: «Jo! Jo! ¿Dónde estás cuando más te necesito?».

Ahora, anciana, se recuerda más sabia de lo que nunca fue. En vez de Von Sternberg (muerto hace tiempo) tiene a Jo(hann) Goethe por maestro. En vez de oír del cine el cant, lee a Kant. En vez de la publicidad se tutea con la literatura. Pero concluye que no hay lógica en la lógica: «no es una actividad femenina». A veces Marlene se presenta como una mujer frágil, otras como una virago blonda: la primera mujer que llevó los pantalones en el cine, en Hollywood. En su casa usaba pijamas. Con pantalones pero sin panties: bragas, braguetas. Como mujer era muy hombre. Hija de un oficial alemán muerto en la Gran Guerra, le dijo que no a las invitaciones de Goebbels, que decía, si cedía, sería esencial a la maquinaria de propaganda del Führer. Nein, nein, dijo dos veces ella y luego recorrió los frentes de Europa para entretener a las tropas americanas no lejos de las líneas alemanas. Lo primero requería valor, lo último era sólo arriesgado: Hitler la declaró traidora contumaz. Pero siempre fue tan alemana como el sauerkraut y así, la Kraut, la llamó su íntimo amigo Ernest Hemingway, a quien ella, mucho mayor, llamaba Papa. Pero tiene cuidado en su libro de decir que Papa era su amor, no su amante. Como dijo otra Venus rubia, Mae West, no eran los hombres en su vida lo que contaba sino la vida en sus hombres.

Marlene, rubia y musical, no fue un canario porque nunca cantó en jaula. En cada película que hacía lo que cantaba eran cantos de pecado, como una versión femenina de Salomón: su cantar de cantares eran canciones lúbricas. En El ángel azul cantó «Ich bin die fesche Lola». (Traduzca por favor. No, no, es demasiado para mí). En su última película canta y hace cantar a David Bowie «Just a Gigolo». Dice Collins: «Gigoló n. hombre mantenido por una mujer, sobre todo ya mayor».

Von Sternberg nos dejó saber que Marlene podía cantar, pero el lector de las memorias de Marlene se entera de que fue una niña prodigio al piano y al violín y que muy joven acarició (entre otras cosas) la idea de una carrera como concertista. Su maestro de música entonces se llamaba el doctor Fleisch, que quiere decir carne, un nombre de lo que vendría después: todas sus películas tratan de la carne y no aluden precisamente al filete. Pero saber del violín y del piano y del doctor Fleisch es como oír que Greta Garbo tocaba el saxofón. Por cierto, una Greta aspirante y una desconocida Marlene estuvieron juntas brevemente en una misma película alemana, La calle sin alegría, no sin alergia como se ha escrito en alguna parte. Garbo era la segunda en el reparto, Marlene una extra fugitiva. Unos años más tarde las posiciones se invirtieron: Marlene era cada vez más famosa y la Garbo sólo repetía: «Quiero estar sola» —y nadie la oía.

No me vuelvo loco por El ángel azul: me gusta el azul pero no los ángeles. Pero aquí Von Sternberg estableció de una vez por todas la imagen de un ídolo que el siglo adoraría —aunque entonces tenía demasiada carne en todas partes. Su mejor película, El diablo es una mujer, fue la última que hizo para Von Sternberg. Es una fantasía erótica (¿qué otra cosa podía ser?) que pasa en una Sevilla donde llueve siempre. Primero llueve el agua improbable, después las profusas serpentinas: es carnaval y Marlene se llama Concha Pérez. Es, ya lo vieron, una fantasía de la carne en carnaval sin Cuaresma: la película se acaba antes del miércoles de ceniza con el triunfo de doña Carnal.

Con Marlene, Von Sternberg, un vienés, hizo sus mejores películas. Con Billy Wilder, un vienés, hizo sus peores películas: Asuntos exteriores y Testigo de cargo. Con Alfred Hitchcock hizo una de las más atroces películas de suspense hechas jamás. Se llamaba Miedo escénico, pero debió llamarse Mierda cínica. Como dijo el propio Hitchcock: «Marlene fue de Lola-Lola a no, no, no». Pero ella disparó a Hitchcock una de sus risas sardónicas con buena puntería y mejor tino.

Desde los días de ensalada de Von Sternberg la mejor actuación de Marlene se la regaló a Orson Welles (sin cobrarle: un lazo de admiración los unía) en Sed de mal, momento de magia para el mago de salón que solía serrucharla en dos en la escena del Prestidigitador y la Malena. Marlene, toda de negro, era Tana, una puta envejecida que es ahora una cartomántica cerca de la frontera. «Adivíname el futuro», le pide Orson disfrazado de hombre gordo. Él es un policía corrupto y ella su vieja novia: tan vieja que ninguno de los dos recuerda el primer beso. «No tienes futuro, querido», dice Marlene con una cheruta entre los labios. «Lo has malgastado todo». Pero en realidad ninguno de los dos tiene ni futuro ni fruto.

Esta fue la última película de Welles en Hollywood y Marlene, al usar una peluca negra, gastó su imagen rubia. Era además contagiosa y Orson se hace adivino. «Éste es su último gran papel», profetizó. Al final de la película, con el policía Hank Quinlan abatido por su segundo un segundo antes, alguien le pregunta a Marlene qué pensaba del muerto. «Era una clase de hombre», queriendo decir de los que ya no hay. Lo que se puede decir también de Marlene Dietrich: qué clase de mujer. En la pantalla, en este libro, en el siglo.