Katharine Hepburn (una Catalina llamada Kate por sus amigos) ha sido por más de sesenta años una de las actrices de cine más conocidas en todas partes y es tal vez la más intrigante de todas las grandes estrellas después de Greta Garbo. A pesar de varias biografías (la primera escrita por su amigo íntimo Garson Kanin, escritor de dos de sus grandes éxitos) y por lo menos dos autobiografías —una de ellas llamada típicamente Yo— permanece, cuando todo se ha dicho y escrito, un enigma menor.
La presenta en su última biografía Barbara Learning (biógrafa de Orson Welles y Bette Davis) como la mujer sufrida en sus líos románticos con un psicópata, un abusador y un borracho incurable. Es lo que eran, respectivamente, Howard Hughes, John Ford y Spencer Tracy. A pesar de sus disfraces públicos. Pero, según parece, Hepburn les cayó atrás a estos personajes pertinaces y no al revés como se creyó. La historia de sus amores se lee como un caso clínico de masoquismo. Este término fue descrito por primera vez por Krafft-Ebing como una «perversión particular», en la que «sus víctimas aparecen superadas por sus sentimientos sexuales… como subyugadas por la voluntad de una persona del sexo opuesto». Pero, es significativo que en su Psicopathia sexualis, un análisis sexual maestro, Krafft-Ebing añade: «Esta concepción enferma queda coloreada por el placer».
En el caso de Katharine Hepburn estos rasgos patológicos sexuales se complicaban con el hecho social de que se enamoraba siempre de hombres que no podían (o no querían) casarse. Ella se conformaba con convertirse en amante y quedar sometida a un status de inferioridad. En el caso de su último amante, Spencer Tracy, no podía inclusive estar con él a solas y cuando conseguían pasar la noche juntos tenía que dormir ¡en una colchoneta en el suelo! ¿Es romántico este gesto o simplemente traumático? Si él le hubiera lanzado un palo para que lo recogiera y al hacerlo pegarle con él, ella lo hubiera hecho moviendo con alegría el rabo atávico. Esto es lo que Krafft-Ebing llama esclavitud humana. Es irónico entonces que esta actriz fue experta en protagonizar papeles que eran el retrato de una mujer independiente, feminista inclusive. Como en La mujer del año, la película que la unió con Tracy por primera vez.
Pero antes Hepburn era una actriz deliciosa, mejor descrita como «testaruda y elocuente» —que iba de capa caída—. Pensaba ella entonces que la cima de su carrera era María de Escocia, donde, como dijo Dorothy Parker al verla en el teatro, «ella recorría toda la gama de la actuación —de A a B». Ésta fue su única colaboración con el director John Ford, cuya técnica de dirección favorita era ultrajar a su reparto tanto como a su equipo. Ford filmaba por medio del pelotón de fusilamiento y el paredón era el desierto. Un día malo durante la filmación de La diligencia, Ford había pinchado a todos y cada uno. Pero le faltaba Thomas Mitchell. Cuando Ford trató de apabullarlo el veterano actor se escudó con una frase: «Recuerde, Mr. Ford, que yo vi María de Escocia». Ford lo dirigió pero no volvió a dirigirle la palabra.
La Hepburn, tan agresiva como Bette Davis y tan franca como Dietrich, era demoledora. Cuando era buena podía ser insuperable, como en Locura de verano de David Lean. Pero cuando estaba mal, como en Christopher Strong o Sylvia Scarlett (¡sin mencionar a María de Escocia!) podía hacer crujir los dientes. Así no mucho tiempo después fue declarada veneno para la taquilla. Había desarrollado un método de actuar cantando que era realmente odioso. Como por Anselmo, ensalmo, todo desapareció cuando comenzó su pareja con Spencer Tracy al principio de los años cuarenta. Antes había cometido el error de todos los actores de entonces (por lo menos los que se consideraban, ay, «intelectuales del Este») de alabar al teatro y denostar a Hollywood no como una meca sino como una mera fábrica de films. (Nunca los tales decían películas si podían evitarlo). No hay más que echar un vistazo a las obras de Broadway puestas en escena entonces para ver que la mayoría —tanto en la escritura como en la actuación— eran mediocridades que posaban de alta cultura cuando ni siquiera eran alta costura.
Pero sucedió algo bueno: conoció a Spencer Tracy para hacer una película juntos. El encuentro fue casi una cita bonita, según la concibió un guionista de Hollywood. Dice Learning: «Se hablaba mucho de Tracy en el círculo de Ford… pero Kate nunca se lo había encontrado. Ocurrió ahora fuera del edificio Thalberg en la Metro». El encuentro fue casual: ella salía y Tracy entraba con Mankiewicz (el director de Eva al desnudo, entonces productor) de regreso del almuerzo. Iban a actuar juntos en La mujer del año. Hepburn vio que Tracy no era tan alto como en la pantalla. (De hecho nadie lo es nunca).
—Mr. Tracy —dijo Kate—, creo que usted me quedará corto.
—No te preocupes —rió Mankiewicz— que él te cortará a su medida.
Tracy, que era a menudo lento pero contento, dijo una última frase después que Hepburn los dejó: —No quiero tener que ver nada con esa mujer. Nunca.
De hecho Tracy y Hepburn tuvieron que ver el uno con la otra hasta el día que murió Tracy. O de 1942 hasta 1967. Entre ellos hicieron nueve películas juntos. Hepburn, siempre sabidilla, dijo de la pareja de baile Ginger Rogers-Fred Astaire: «Ella le dio a él sexo, él le dio a ella el estilo». Ahora se podía decir de la pareja de actores de comedia que ella le dio a él algo de estilo pero él le dio a ella humanidad. (O sea, no más María de Escocia). Pero este libro prueba que Spencer Tracy no sólo era el mejor actor del dúo, sino la persona más interesante. Vean: su verdadera personalidad, un alcohólico enfermo incurable, era totalmente diferente al hombre que vemos en la pantalla todavía. Como actor siempre proyectó estabilidad emocional, salud mental y aplomo. Era todo lo contrario en la vida real.
Pero Learning pinta un retrato de Hepburn como un alma sufrida, una especie de monja laica tan estoica como la madre Teresa con acento patricio. Ella es, ni más ni menos, una actriz y de lo que la biografía habla menos es de actuación. Lo que Katharine Hepburn ha logrado se envasa en latas: rollos de película no rollos. Se la presenta como un caso de masoquismo pero al final del libro cualquier lector está hasta las orejas —a menos que se llame Van Gogh— de tanta miseria humana. Se da que Sade probó con sus libros que el masoquismo puede aburrir tanto como el sadismo: después del primer latigazo todo es una lata. Hepburn sufre a Tracy como una perra fiel a su amo cruel: se le sienta a los pies, lo cuida y mima cuando está enfermo (léase resaca), le lame el ego constantemente y dice cosas como: «¿No es verdad que es grande?», «¡Es formidable!», «Es un actor de actores» y todo lo que consigue como recompensa son rechazos, insultos y castigo. Pero, un momento. ¿No es este rebajarse una forma sutil del control?
Hubo un momento revelador en Cuba cuando Tracy filmaba El viejo y el mar en una playa cerca de La Habana. La Warner asignó a un cubano muy capaz llamado Guido Álvarez para que cuidara (léase vigilara) a Tracy. Su tarea específica era mantener a Tracy lejos del whiskey. Tracy había jurado ante su contrato que no tocaría el whiskey mientras estuviera en Cuba. Cumplió su palabra y nunca probó una gota de whiskey —¡pero se emborrachaba con Dubonnet! Un día llegó Katharine Hepburn de Los Ángeles, vino a la playa, entró no sin antes abrir las puertas del bungalow y le dijo al actor, ya borracho, tres palabras: «Spencer, aquí estoy». Desde ese momento Spencer Tracy no volvió a probar el Dubonnet.
Es virtualmente (y este adverbio deriva de la palabra virtud) imposible escribir una biografía balanceada de una mujer tan contradictoria que solía darse seis duchas al día y sin embargo siempre tenía las uñas sucias de mugre. Pero de cierta manera Learning ha cumplido su cometido. Ella se las arregla para escribir biografías no autorizadas que no suelen ser desautorizadas pero parecen voceros del biografiado. Como ocurrió antes con Welles —en cuya biografía Orson se las arreglaba para hablar con voz de mujer. En este libro Katharine Hepburn parece atacada de folie de grand dame, cuando, al terminar el rodaje de De repente en el verano, de repente se acercó al director Joseph Mankiewicz y le escupió a la cara. ¿Lo hizo, tal vez, porque éste fue el hombre que le presentó a Spencer Tracy? Barbara Learning, más miñona que mignone, no explica.
Plutarco, el más grande biógrafo de la antigüedad, se fiaba más de los chismes que de las fechas. Así la biografía de Katharine Hepburn, la que amó a John Ford y a Spencer Tracy, católicos casados hasta la muerte, es la historia de una viuda paralela.