No hay que confundir La corona negra con La corona de hierro ni con Las joyas de la corona ni con Corona de espinas, ni, por supuesto, con La Corona, cerveza clara en botella oscura. Nuestra Corona fue escrita, aparentemente, por Jean Cocteau. Pero de Cocteau sólo se ve un epígrafe para un epitafio que habla de coronas y de buitres, todos negros —y de muerte. Los buitres serán un leitmotiv visual y ocurren y recurren para acosar a la protagonista en busca de carne viva, contrarios. Quedan, de Cocteau, como despojos, unos brazos con molleros que surgen del desierto en un recuerdo rencoroso de La bella y la bestia y el héroe, es un decir, se mira en un espejo, como para hacernos recordar a Orfeo. Fue así donde Cocteau emitió un epigrama especulante: «La muerte siempre entra por los espejos». Pero las artes (y las partes) de Cocteau han sido a menudo un juego de derivaciones. Dijo Oscar Wilde en su Salomé cincuenta y cinco años antes: «No hay que mirar en los espejos, porque los espejos no nos muestran más que máscaras». Cocteau, tal vez hablando de los espectadores de La corona escribió Un amigo duerme. También los enemigos, creo, duermen.
En La corona hay, tenía que haber, espejos: un espejo es, precisamente, causal de suerte —y de muerte. Pero para que funcione el maleficio del azogue hay que echarle agua caliente a la luna. (La del espejo naturalmente). Si se quiebra el espejo la muerte es segura y dura. La muerte, que siempre viene a través de espejo oscuro, esta vez trae agua clara: no hay espejo o cristal frágil que soporte el contenido de una olla de agua que hiervea cien grados de calor. Así se raja el espejo y comienza el dudoso maleficio.
Relatar el argumento de La corona negra es reincidir. Pero hay, sí, ay, sus derivados: esos brazos de braceros que acosan sexualmente a la heroína. Surgen de la cegadora arena blanca igual que emergieron de las paredes negras del suntuoso palacio de la Bestia que hacía Marais. Allí eran fascinantes lámparas humanas, aquí el efecto es burdo, zurdo, absurdo. Los pedazos de brazos pertenecen sin duda a mineros del desierto que no advierten que han quedado de córpore sepulto. El surrealismo, como el avestruz, es altamente contagioso en África.
El director de este tenebroso melodrama con espejos es Luis Saslavski, el más prestigioso director argentino de su tiempo. Fue, según una nota de prensa rencorosa entonces, el primer director de Argentina que «traspasó los umbrales de Hollywood». Aunque «fue convocado en 1941 para realizar un frustrado remake de su Historia de una noche». «Frustrado remake» es, como diría Polonio, una frase aviesa. Pero Saslavsky tuvo el raro privilegio de dirigir a las dos mujeres más bellas del cine en español —tal vez del cine tout court—. Dolores del Río y María Félix. De alguna manera —en el tiempo pero no en el espacio— compartió a la Dolores con Orson Welles y John Ford. La otra versión de Venus, María alias la Doña, alias Ave Félix, es lo único que redime a La corona negra de un tedio tan vasto y pertinaz como el desierto. Cesáreo González, su incomprensible productor, hizo naufragar su nave española entre acentos descollantes.
La aparición (y eso es lo que es) de María Félix como una Afrodita en África vale la pena (la condena más bien) de tener que ver los trajines de Rossano Brazzi y Vittorio Gassman en su repetido y ridículo pugilato. María está aquí más bella que nunca, les anuncio. Más delgada que en French Cancan, coetánea, donde Jean Renoir, para demostrar que era hijo de su padre, mostró su busto (el de María) para revelar sus senos sensuales y secretos y probar que en el cine, en todo el cine, no tiene ella otra rival que Hedy Lamarr. Pero la Lamarr era blanda, blanca, mientras María despliega un mestizaje ideal por perfecto. Cocteau creó un proverbio que parecía un programa para María Félix: «Los privilegios de la belleza son inmensos»: En La corona su presencia es nuestro privilegio. Pero ella, final fatal, demuestra que toda belleza es terrible. El odio, no el amor, le restituye la belleza que estuvo a punto de perder en la muerte. Aparentemente apabullada por los hombres, ella domina toda la película con su belleza hierática, ayudada por un chador negro que es el sudario, como dijo el poeta Santos, de «la belleza que el cielo no amortaja».
Jaime Soriano, el inventor de la «cápsula crítica», declaró una vez que es tan difícil hacer una mala película como una buena. Con el tiempo esta cápsula específica se ha convertido en verdad absoluta.