Ave Félix

Cuando surgió María Félix en el mes de abril era, como Afrodita, ya una mujer hecha. Uno de los dones de la Félix es que siempre fue una mujer: nunca nadie la recuerda como una muchacha o una adolescente alta. Aun las otras diosas del cine, versiones de Venus, venidas entre ondas de celuloide, como Greta Garbo o Marlene Dietrich, jamás fueron mujeres completas. La Garbo, años después de su bautizo mítico, era en Gran Hotel, por ejemplo, una temblorosa niña neurótica, ballerina patética. La Dietrich en su dudoso debut decisivo en El ángel azul era una púber pervertida. Pero María Félix fue siempre muy mujer. Hasta los manuales de cine americanos la califican de «actriz mexicana de fuerte carácter». Dije libros americanos y podía haber dicho historias inglesas y es que ni en Hollywood ni en otras partes del mundo anglosajón pudieron comprender la personalidad de María Félix. Ella no era una malcriada versión mexicana de la fierecilla domada ni una bella máscara hierática y helada bajo la piel cobriza ni una india pasiva y apática. Para no mencionar más que a tres estrellas internacionales mexicanas, hay que compararlas diciendo que María fue siempre su propia ama, la doña, y su carácter no le permitía jamás descender a la mera moza sumisa. Años antes del Women’s Lib, de moda ahora, María Félix no sólo era una mujer liberada sino dueña de su destino —y, a veces, del destino de los hombres que se atrevían a cruzar su camino en el cine. Dije la doña al pasar pero muchos mexicanos la llaman siempre La Doña.

En sus películas mandaba a menudo, de mala manera a veces. En Doña Bárbara dio cuerpo hermoso y definido al personaje de cartón de Rómulo Gallegos. En otra película era el ama absoluta. Aún en otra, cuando se consideraba traicionada por el hombre que amaba, rechazaba su regreso contrito con una declaración: «¡Ahora seré Doña Diabla!». Hay que decir que en todas estas apariciones María Félix fue siempre una mujer joven y bella, una criatura fascinante no sólo por su misterio secreto sino por sus revelaciones: su cara y su carácter mostraban el rostro de una diosa implacable, como la Diana que al ser sorprendida en su baño del bosque por un incauto cazador de imágenes, mata al mirón con sus propios perros, pero la orden de matar es dada por la divinidad desnuda. María Félix era de temer y aún enamorada su amor era tan terrible como su odio y los celos hacían de Otelo un moro moroso.

La mención del celoso cauto, engañado no por su mujer sino por su hombre de confianza, es un paralelo apto. Aunque el mismo Shakespeare declara que «el clamor venenoso de una mujer celosa es ponzoña más mortal que un diente de can con rabia», de alguna manera los celos de María Félix siempre fueron, a la mexicana, muy machos. Cuando se piensa en las dos otras mujeres verdaderamente bellas que ha visto el siglo, María Félix es la única que abandonada en una isla desierta sería una real Robinsona, capaz no sólo de sobrevivir y de reconstruir su civilización con dedicada, delicada minuciosidad, sino también de rechazar a Viernes por superfluo y exterminar a todos los caníbales con su odio destructor. Uno piensa en una belleza similar y singular, esa Hedy Lamarr de dos culturas, de óvalo perfecto, pálida piel y pelo negro partido al medio para acentuar la simetría con un centro absoluto. Pero sus hermosos ojos son azules, incapaces del fuego y el fervor de la Félix. La Lamarr habría sido violada por Viernes y devorada por los antropófagos regalados con esa delicadeza de Viena. Marlene Dietrich, que tenía una voluntad erótica en El ángel azul, y un temperamento tórrido en Destry Rides Again, a pesar de su sonrisa sardónica, rictus rubio, fue reducida por Von Sternberg a mero adorno: un objeto singular y sugestivo, capaz de todas las versiones y perversiones de una pasión, pero cuando conocí a Marlene Dietrich en 1957, en público, aunque se veía de una belleza que no pasa, voluntariamente se subordinó a Von Sternberg, su descubridor, su maestro constructor y mostró que Von Sternberg no mentía: él había inventado a Marlene, mujer y mito. Ella parecía casi la muñeca animada por una mezcla de los inventores vesánicos Spalanzani y Coppelius, bella pero dependiente y su famosa exclamación durante una filmación infeliz fue hecha medio en serio, medio en broma y sin embargo conmovía: «Joe, where are you?», clamando por un Joseph von Sternberg ausente. ¿Alguien puede imaginarse a María Félix suplicando «Indio, ¿dónde estás?», pidiendo el atroz regreso de un Emilio Fernández, repleto de tacos y tequila? Si a alguno le parece excesiva esta comparación, reducida a tres estrellas del cine, es porque aparte de (por orden de edad) Greta Garbo, Marlene Dietrich y Hedy Lamarr, no encuentro otras bellezas de la pantalla del tamaño de María Félix. Parodiando a la Norma Desmond (Gloria Swanson) de El ocaso de una estrella y viendo tantas estrellitas en la pequeña pantalla de la televisión hay que decir: «No es que la pantalla haya reducido a las estrellas. Es que antes las estrellas eran grandes». María Félix, no hay que olvidarlo, es grande entre las grandes.

Su belleza era original. Aunque ha habido muchos facsímiles, María Félix, cuando surgió, no se parecía a nadie. Se podía esperar su suave piel morena, pero no su cara larga y sin embargo simétrica y fijada por la barbilla perfecta. No era una cara ancha, toda pómulos pero los pómulos útiles y altos estaban ahí para enmarcar con las cejas de acento circunflejo sus grandes ojos negros. La boca no era una boca mexicana sino de labios largos, casi rectos y llenos, como los labios de un maniquí. Toda ella no era la esperada máscara azteca de Ciudad México o de un museo antropológico. Al contrario su belleza no podía ser más original. No se puede explicar diciendo que así son las mujeres del Norte: María Félix nació en Sonora. Sería como decir que Greta Garbo adquirió su belleza por nacer en Suecia. He visto muchas suecas, muchas actrices suecas y ninguna entre ellas, ni siquiera Ingrid Bergman, se acerca a Greta Garbo en esa combinación de belleza que es una máscara de misterio —detrás de la cual se esconde un enigma—. María Félix, morena, es esa clase de belleza. Sólo una belleza del cine esconde para mí mayor placer y se llama Louise Brooks. Pero la Brooks es un misterio evidente: su cara esconde lo que exhibe: la más inmediata realidad del animal debajo de la apariencia sociable: la seda, el pelo peinado a lo paje equívoco, la boca decididamente unívoca: detrás de esa máscara transparente está la voz del sexo. Louise Brooks es el sexo: desnudo, directo, perverso. En María Félix no se encuentra necesariamente el sexo, sino una bestia civilizada pero no domada que aflora a la superficie en sus tratos —comerciales, de amor, de parentesco— como un animal social pero peligroso.

Todo eso hace de María Félix una original. Ella es su propio canon de belleza y sólo es posible compararle consigo misma. Su gestalt se descompone en la larga cabellera en ondas, la barbilla partida y los ojos en los que baila una llama: la danza del fuego fatuo: está ahí brillando viva, ya no está, ahí reaparece. Pocos ojos del cine consiguen ese resplandor visible aún en las fotos fijas. Pienso en la joven Vivien Leigh, en Susan Hayward y a veces en Silvana Mangano. Vivien Leigh adquirió esa mirada en una neurosis profunda, Susan Hayward y la primera Silvana Mangano parecieron epígonos de María Félix. Los hubo a montones en el cine mexicano, en actrices bellas como María Elena Marqués y Elsa Aguirre: ninguna habría sido posible de no haber existido el original de María Félix. Hasta las ondas de la bellísima Elsa Aguirre surgían de la cabeza de la Félix. Es posible que Silvana Mangano, momentáneamente, supiera quién era María Félix y enamorada de la belleza femenina decidiera imitarla. Podría haber duda de si Susan Hayward copiaba en sus rizos rojos y aire indomable a la Félix. Al argumento de que Susan Hayward estaba en el cine mucho antes de que surgiera María, se puede oponer que Joan Crawford, por ejemplo, estaba en el cine antes que Hedy Lamarr y eso no le impidió copiarla en un período de su carrera. Igualmente Vivien Leigh imitó el pelo de ala de cuervo partido al medio y las ondas negras que caían alrededor de la cara menos perfecta que la imitada de Hedy Lamarr. Pero una imitación perfectamente verificable de una de las mujeres más bellas de Hollywood y una gran estrella durante décadas, que siguió en el cine después del retiro de María Félix. Esta imitadora se llama Ava Gardner.

He visto todas las películas de María Félix desde El peñón de las ánimas, donde la vi casualmente, hasta su despedida definitiva. Nunca he olvidado su cara pero tampoco sus brazos delgados ni sus piernas ni ese cuerpo que cuando pocas lo hacían se desnudó en French Cancan, en que Jean Renoir supo apreciar lo que Buñuel, sordo a la belleza, no pudo ver. Conocí de manera menos íntima que mi copia de Ava Gardner a su original en 1956. No tuvimos un tête à tête indiscreto porque yo entrevistaba a María Félix, de paso por La Habana. El director de Carteles me aconsejó que evitara las manos de María Félix, que eran feas. Recuerdo que no hice otra cosa que mirar sus manos, fascinado con ellas tanto como por su cara o su voz baja, grave, de secreto que no había divulgado al cine. Las manos de María eran para mí bellísimas. Tal vez no fueran fotogénicas, pero eran como las manos de Rita Hayworth, como las garras amables de un ave de presa, peligrosas en potencia, hostiles aún inertes, tal vez terribles desplegadas para apresar. La voz velada de María Félix reveló su verdadero secreto: la estrella no sólo era una actriz, era una mujer inteligente que contestaba mis preguntas con extrema seriedad y atención y sin la menor sonrisa a lo que debía ser un cuestionario para poner en cuestión. Atento a las manos y a la voz y a la cara de una belleza inescrutable me había olvidado de que la esfinge no tiene sentido del humor. Tampoco lo tiene Greta Garbo. O Hedy Lamarr. La belleza es hierática: es por eso que impone y cautiva y se hace memorable, como una imagen.

María Félix se dejó pintar entre velos por Diego Rivera, uno de los hombres más feos de la historia de la pintura. En ese retrato que es un avance veraz de su aparición desnuda en el cine y una idealización de la carne de María en alma sola, Rivera consiguió su obra maestra: su único cuadro bello. No se me escapa que es gracias a la presencia de María Félix que deja de ser modelo, objeto a pintar, para ser sujeto de la pintura. Una vez el compositor Agustín Lara, en esa época el hombre más feo de México, compuso un vals que oscilaba rítmico y melodioso entre Johann Strauss y Richard Strauss, en honor de María Félix. Se llamaba «María Bonita» y Lara, consumado compositor de canciones, incurable romántico, tuberculoso tenaz, creó una tonada de gran gracia que todos cantaban y algunos bailaban. María Félix se divorció de Agustín Lara para casarse con el charro cantor Jorge Negrete, alcohólico atroz. Este matrimonio terminó en la muerte y María fue viuda por primera vez. Lara murió frustrado porque María Bonita no quedó encerrada para siempre en su vals venéreo y Jorge Negrete murió en el delirio tremendo, su igual, mientras María Félix venía a Europa a buscar su propia imagen, su pareja, y convertirse en La bella Otero en el cine: dos leyendas en una sola sombra. Fue también una de las pocas bellezas que captó Renoir hijo, uno de los hombres más feos del cine. María Félix se retiró del cine y ahora a veces se la ve en un palco de Longchamp atenta al trote de un potro, el galope de un caballo, a esa insólita yegua que ganó la séptima carrera; el ruido de cascos la emociona más que el aplauso. Se sabe que se casó otra vez y de nuevo es viuda —nunca alegre, siempre dramática— y que vive entre París y México y es capaz de cambiar sus joyas por un potrico con estampa de purasangre. Me dijeron, confidencialmente, que es todavía bella. Respondí que «todavía» es una palabra mezquina para María Félix, eterna como Venus, que es la belleza y el amor: su belleza, nuestro amor. Sé que ahora le harán un homenaje en Huelva, no lejos de Palos de Moguer, donde el Gran Almirante empezó todo al hacerse a la mar, desde donde descubrieron otra isla larga que hace balance geográfico con la Inglaterra en que vivo, de donde salió Hernán Cortés para conocer a una belleza india llamada Malinche y juntos hicieron posible el México moderno. A su vez los hermanos Lumière hicieron posible el cine mexicano, mientras México hizo posible a María Félix y la unión del cine y su rostro creó a su vez el mito de la belleza que no muere, de alguien que es algo más que María Bonita, que es María la Bella.

Quiero agradecer con estas páginas el placer que María Félix me ha regalado sin pedirme nada en cambio. Lo escrito se une a los diversos homenajes que otros hombres le han rendido a su persona de distinta manera. Solamente nos une la fealdad, la mía, y la belleza, de María Félix.