Latinos y ladinos en Hollywood

¿No les parece a ustedes extraño y a la vez familiar que la Divina Greta se llamara Garbo? Su verdadero nombre era Greta Gustaffsson y aunque hay un acta judicial sueca que la declara legalmente Garbo, un nombre que nunca apareció en las guías de teléfonos de la época, parece proceder de Hollywood más que de Estocolmo. Tengo razones para creer, y de paso hacerlo creer a ustedes, que viene del garbo español que tiene una raíz árabe, bien lejos de Suecia. Garbo, por si lo han olvidado a causa de esa fábrica de amnesia llamada el tiempo, quiere decir, según el diccionario, «gracia, gracejo, desenvoltura en los movimientos». Garbo en inglés o en sueco quiere decir exactamente nada.

Garbo, como en la frase «la gran Garbo», es la invención de un publicista particularmente dotado de la primitiva Metro-Goldwyn-Mayer, el mismo que inventó la hipérbole astronómica que declaraba que en el estudio «había más estrellas que en el cielo». En ese firmamento iba a brillar como una supernova Greta Garbo, donde entonces resplandecía la obra entera de un escritor español, hoy injustamente olvidado, Vicente Blasco Ibáñez, que en español se llamaba Blasco y en Hollywood era conocido como Ibanez.

Blasco fue en su tiempo el escritor español más popular no sólo de España sino del mundo. En Francia y Alemania su fama no tenía par y llegó a Hollywood, donde el gran éxito del momento era Los cuatro jinetes del Apocalipsis, la novela de Blasco que catapultó a Rodolfo Valentino a la fama de vértigo y tal vez a la muerte. Pero Valentino (cuyo nombre no era Valentino sino Rodolfo Alonzo Raffaele Pierre Philiberto Guglielmo di Valentina) fue creado por la frase «Latin lover», el amante latino, en Sangre y arena, otra novela de fama de Blasco Ibáñez que, junto con Los cuatro jinetes, sobreviviría a Valentino. Tal era el arraigo del novelista valenciano en Hollywood.

Tierra ya de sueños y fantasía que atrajo en su edad madura al realista Blasco. Fue precisamente una novela suya, Entre naranjos, que la Metro retituló como El torrente y escogió para el debut en Hollywood (es decir, en el cine) de Greta Garbo. Su pareja no fue un latino sin embargo sino un ladino: el actor judío nacido en Viena Jakob Krantz, que imitando a Valentino se cambió el nombre para Ricardo Cortez. Krantz, apodado Jake, adoptó el nombre de unos habanos espurios de entonces llamados «Don Cortez». Louis B. Mayer, el jerarca mayor de la Metro y hombre (como todos los jerarcas, jefes y alcaldes) que no tenía sentido del humor pero sí del escarnio, espetó contra un emigrante como él, judío: «Imagínense, Jake Krantz es el único actor de Hollywood que se llama como un puro». Sin embargo Ricardo Cortez (su hermano, contaminado, se cambió el nombre para Stanley Cortez y llegó a ser uno de los grandes maestros de la fotografía del cine) era una estrella cuando Garbo era una principianta. Le llamaban «el amante latino con ojos de alcoba». Aunque lo único que dormía en ese lecho eran sus ojos.

La próxima película de Greta Garbo fue con Antonio Moreno (que se llamaba, cosa curiosa, Antonio Garride) que era ya todo un veterano cuando compartió el reparto con Garbo. Moreno (a quien conocí en La Habana de viejo junto a otro amante latino, Gilbert Roland, a quien la Enciclopedia del cine de Ephraim Katz llama «durable latin lover» (¡y de verás que fue duradero Roland mientras duró!) sufrió bajo el régimen de Garbo en La tentadora. O mejor —o peor— bajo la batuta de Mauritz Stiller. El descubridor sueco de Garbo obligó a Moreno, que era más bajo que la amazona sueca, a montarse en cajas, escaleras y escalones para parecer más alto. También tuvo que usar zapatos tres números mayores para hacer lucir los grandes pies suecos de Garbo femeninos.

Pero Moreno duró en el cine más que Garbo. Su última película es The Searchers, de John Ford (a quien conoció de actor mudo), junto a John Wayne. Es un papel corto pero memorable en que se llama Don Emilio Figueroa (una broma de Ford a Emilio Fernández y su afamado fotógrafo Gabriel Figueroa). Aquí tiene un intercambio final con John Wayne que hay que saber español, como lo sabía Wayne, para saborearlo. Moreno propone un brindis: «Salud y pesetas», y Wayne le responde: «Y tiempo para gastarlas». Tiempo para gastar sus pesos y sus pesetas fue lo que más tuvo Antonio Moreno.

Pero más tiempo y pesos y pesetas que Moreno tuvo Dolores del Río, una de las grandes bellezas de Hollywood. Su verdadero nombre era María Dolores Martínez Asúnsolo y Negrete, era hija de un banquero y ella misma decía pertenecer a la aristocracia. Aunque no fuera verdad en la vida, ha habido pocas mujeres en el cine tan aristocráticas. Katz afirma en su Enciclopedia que fue «una de las mujeres más bellas que jamás agració la pantalla americana». No hubo en todo el mundo mudo una cara más bella y sólo con la aparición, a finales de los años treinta, de Hedy Lamarr pudo otra mujer igualar su belleza. Su primera película fue en 1925, la última (la lamentable Los hijos de Sánchez, híbrido de Hollywood y de México) de 1978. Entre estas fechas se extiende una carrera americana, durante la cual Dolores tuvo que aprender inglés, idioma que siempre habló en el cine con un encantador acento de Durango, donde nació. Su última película americana de protagonista Jornada de terror (1943), la hizo con su amante que casi fue su marido, Orson Welles, cuya relación con Marlene Dietrich y Rita Hayworth lo hace un conocedor no sólo de puros y películas.

La belleza de Dolores no se puede describir: hay que verla. Aún en películas menores como Volando hacia Río de Janeiro (que invita al juego: volando hacia Dolores del Río) o Wonder Bar, donde eclipsaba a otra belleza bruna, Kay Francis, y, no podía ser menos, semidesnuda en El ave del Paraíso: su belleza, de hecho, originó esta fantasía paradisíaca. En uno de sus famosos memorándums el productor David O. Selznick expresó así sus deseos: «Quiero ver a Dolores del Río en un romance de los Mares del Sur. No me importa para nada la historia a menos que la llamemos El ave del Paraíso y veamos a la Dolores tirándose dentro de un volcán al final».

Dolores del Río fue una gran belleza pero nunca murió ni siquiera vivió en un volcán. Era una mujer más bien fría: la pasión la ponían los otros. Aunque Dolores siempre estuvo orgullosa de su cuerpo, que conservaba, según declaró en su apogeo, con baños de inmersión en una bañera ¡llena de hielo! Además dormía entre trapos empapados en aceite. Otro de sus consejos para conservar sus senos erectos era muy simple: no dejarlos tocar jamás por un hombre. Nadie se atrevió a preguntarle a la altiva actriz si hacía una excepción con las mujeres.

Para explicar el éxito de Dolores del Río en el ciñe hablado, dice George Hadley-García en su estimable catálogo Hispanics in Hollywood: «un acento siempre se consideró más aceptable y aún más glamoroso en una actriz». Georg Lichtenberg explicó por qué en el siglo XVIII: «Es delicioso oír a una mujer extranjera hablar nuestra lengua y observar sus bellos labios cometer errores. No es el mismo caso con un hombre». Dolores, sin embargo, regresó a México donde también fue una estrella. Curiosamente, de una rara belleza india, la impasividad de su cara la hacía siempre una heroína estoica.

Ramón Novarro no fue una copia de Valentino. Tampoco lo fue Antonio Moreno, que estuvo antes. Moreno explicó por qué la preferencia del cine silente por los latin lovers. «Entonces», dijo Moreno, «las americanas querían creer que la gente latina era más, ¿cómo decirlo?, picante». Moreno, que era español, y Novarro, que era mexicano, fueron picantes por un tiempo. José Ramón Samaniego, el verdadero nombre de Novarro era primo de Dolores del Río y fue, después de Valentino, segundo de nadie en el cine silente. Si Valentino hizo El sheik, Novarro fue El árabe ese mismo año. No sólo se convirtió en un símbolo sexual, sino que las mujeres lo llamaban Ravishing Ramón que es un hombre convertido en bocadillo. Pero Novarro (como Moreno) tenía un secreto a voces: era homosexual. Moreno se había casado y llevaba una vida de apariencia normal. Louis B. Mayer (en Hollywood entonces todos los magnates tenían una letra intermedia en su nombre) insistió en que Novarro hiciera lo mismo. Novarro se negó a casarse y ahí comenzaron los problemas de su carrera, que él atribuyó a su acento mexicano y no a su seseo. Pero en 1926 Novarro fue el protagonista de la película más costosa (y ya se sabe que en Hollywood costo se asocia siempre a calidad) del cine mudo. Ben Hur resultó un enorme éxito de taquilla y el New York Times la calificó de «obra maestra». Su impacto en el público tuvo tanta repercusión que la Metro la volvió a hacer en 1959. Pero en 1926 Mayer, hablando por la boca del león, le envió un recado a Novarro: «Regresa Ramón. Papá te perdona».

Novarro, que había sido Ramón el Camarero que Canta y se había refugiado en el vodevil antes de entrar en el cine como extra, fue para quien se acuñó, irónicamente, la etiqueta de latin lover. Mejor actor que Valentino (nunca se le ve abrir los ojos desmesurados), más conmovedor que John Gilbert (lástima que le abrumó su fracaso en el cine sonoro), Novarro duró más que sus dos rivales y su actuación en El príncipe estudiante fue maestra, mostrando una calidad encantada que Valentino ni Gilbert nunca tuvieron. Era, se veía, un hombre fino. Con el cine sonoro su único éxito fue, sorprendentemente, junto a Greta Garbo en Mata Hari. Su acento era mexicano todavía, es decir suave y melódico, pero una parodia le persiguió por el resto de su vida. Los guasones americanos de entonces, al encontrar a una muchacha, en vez de saludarla, le preguntaban: «Wat’s de matta, Mata?». Después de eso Novarro fue de mal en peor y finalizó haciendo papelitos. Entre los últimos, en Crisis, junto a José Ferrer, uno de sus herederos dramáticos. Su última aparición fue con otro de sus seguidores, Anthony Quinn, en Heller in Pink Tights, dirigida por su amigo George Cukor. En 1968, como la Norma Desmond de la ficción del cine, Ramón Novarro interpretó su último rol ante las cámaras como en su célebre fotografía de los años veinte —completamente desnudo. Ahora su cabeza era una pulpa sangrienta y estaba muerto. Dos delincuentes menores (o menores delincuentes) atraídos por la fantasía de tesoros ocultos en la casa del actor, lo ultimaron a golpes de atizonadores de chimenea en la sala de su casa.

Lupe Vélez, que fue el epítome de la mexicana con más sexo que seso, se educó, ¿quién lo diría?, en un convento en Tejas. Como Dolores y como Ramón, Lupe venía del cine silente. En uno de los mejores filmes de Douglas Fairbanks, El gaucho, ella era la protagonista: ya entonces fiera furiosa de amor y de celos. En eso que en Hollywood se llama «la vida real» y que no es más que el cine por otros medios, se la llamó la «Clara Bow latina», por sus amores más allá de la pantalla. Su relación tempestuosa con Gary Cooper estuvo en todos los periódicos de la época. Como ocurrió con su matrimonio con Johnny Weissmuller, el Tarzán de los monos por antonomasia. Lupe, que no se andaba por las ramas, insultaba, peleaba, golpeaba al noble gigante que fue Weissmuller, que sólo decía «Yo Tarzán, ella la selva».

Después de haber actuado con Griffith el clásico y con el eminente Cecil B. De Mille, fue en los cuarenta, con Tarzán abandonado en la jungla que fue su matrimonio, que Lupe Vélez encontró un nicho en la noche: interpretó el papel de la Mexican Spitfire o la mexicana que escupía fuego y era un avión de caza en la casa. Lupe fue, por primera vez, popular en la pantalla. Pero ella, como ocurre con todos los comediantes, quería que la tomaran en serio. Nunca lo consiguió. Ni siquiera en la hora de su muerte. Ya mayor y siempre enamorada, concibió por despecho un suicidio ideal, tan mexicano como un vaso de tequila mortal. Contrató a un mariachi que le recordara su niñez (pasada, recuerden, en un convento americano), llenó la casa de flores (tan mexicanas como la magnolia y la gardenia) y ordenó a los músicos mexicanos tocar sin parar en mientes. Con la ayuda del tequila se tragó veinte pastillas de Seconal, el somnífero de moda y se acostó en su vasto lecho hecho para el amor, ahora para la muerte del amor y para la muerte a secas. O con tequila. Mientras, el mariachi sonaba. De pronto, Lupe, que estaba lejos de estar moribunda, sintió ganas incoercibles de vomitar. Era el efecto no sólo del tequila con el Seconal sino de su extraordinaria vitalidad. Corrió ella al baño —y esa salvación fue su perdición—. Mientras los mariachis tocaban y cantaban a toda voz, nadie oyó los gritos de auxilio de la actriz —que se ahogó en la taza del inodoro. Tampoco tomaron su muerte en serio. María Guadalupe Vélez de Villalobos tenía al morir sólo 36 años. La misma edad que otra comedianta que quería ser seria y para probarlo tomó una sobredosis de otro somnífero de moda. Se llamaba o decía llamarse Marilyn Monroe.

Gilbert Roland (verdadero nombre, Luis Antonio Dámaso de Alonso, nacido en Chihuahua de padres españoles) es, hasta ahora, la más duradera figura hispánica en Hollywood. Modelo temprano del latin lover, entró al cine a los 13 años y, que yo sepa, no ha salido todavía: las estrellas no mueren, sólo se apagan para convertirse en soles negros. Roland hizo su primer papel protagónico en 1926, nada menos que junto a Norma Talmadge encarnando, ésa es la palabra, a la pareja que luego completarían Greta Garbo y Robert Taylor. Roland fue el Armand para esa Dama de las Camelias. Con fama de ser un galán de medianoche, en el cine como en la vida, Gilbert Roland era de veras simpático y acogedor, tanto como el latin lover que interpretó para Vincente Minnelli en The Bad and the Beatiful, tal vez su mejor película. Al menos muere entre los brazos (y supongo que entre las piernas) de una de las mujeres más atractivas del mundo, Gloria Grahame, que sin embargo ha pasado a la historia del cine como la mujer a la que Lee Marvin, mal malvado, le echó café hirviendo a la cara para desfigurarla.

Roland que compartió el reparto de Crisis no sólo con Antonio Moreno, Ramón Novarro y José Ferrer, sino con Cary Grant, tal vez el actor romántico ideal del cine, fue también una figura romántica en español en la versión española de La vida bohemia. (Un soap opera, no una ópera). Hubo entonces en Hollywood una moda de doblar. No de doblar a los actores sino de doblar las películas, haciendo una versión en español de los grandes éxitos del momento. Muchos actores hispanos (de España, de Sudamérica) hicieron carrera, una breve y apenas memorable carrera. Los pocos que aún se recuerdan son Catalina Bárcena y, especialmente, Carlos Villarías, que sería el doble español de Bela Lugosi en Drácula. Villarías, a veces, es mejor actor que Lugosi, pero por supuesto el viejo Bela es Drácula.

En esta época surgieron dos actores duraderos, César Romero y Anthony Quinn. Pero Romero era una estrella con la Fox cuando Quinn todavía luchaba por hacerse notar. El tiempo ha hecho cambiar sus respectivos papeles. Fue Romero a quien primero bautizaron con la frase «alto, moreno y buen mozo». Romero, que no era alto sino muy alto, era un excelente bailarín ya en Broadway. En Hollywood, pues, fue una estrella de la comedia musical y actor ligero y actor de carácter. Ya en su vejez fue famoso en todas partes como el Joker de la serie original de televisión de Batman. César Romero, como curiosidad personal, no sólo es de origen cubano, sino que su bisabuelo por parte de madre fue ¡José Martí! Muchos cubanos, dentro y fuera de la isla, lo niegan. Esa negativa es una forma patriótica del machismo. ¡Cómo el Apóstol, Martí mismo, va a ser el abuelo de este bailarín que es para colmo actor! No hay más que mirar esa frente, esas cejas, esos ojos y ese bigote refinado por Hollywood para saber de dónde vienen. Martí, me parece, habría estado orgulloso de su nieto —que nació y vivió en el monstruo pero hizo de sus entrañas la materia del éxito.

Anthony Quinn, la virilidad misma, es otra cosa. Nieto de irlandeses (Quinn es su verdadero nombre), nació, ¿dónde si no?, en la mera Chihuahua. Vino con su familia de niño a los Estados Unidos, donde adquirió ese inglés sin ningún acento —a menos que él quiera acentuarlo. Padeció de joven incontables trabajos y humillaciones y como actor que empezaba, padeció incontables humillaciones y trabajos. Es posible todavía verlo en televisión de extra en una o dos películas viejas. Cuando se ganó algún papel, muy secundario, se le puede ver con el pelo acharolado y las cejas afinadas, como una versión tardía de Valentino. Es, simplemente, que querían disfrazarlo de latin lover. Pero Quinn ha tenido en su voz un tono bronco y en sus maneras un desplante brusco como para ser no sólo una estrella muy individual, sino también un actor de carácter.

En el principio se casó con una de las mujeres más bellas con un paso más raudo por el cine, Katherine de Mille, hija adoptiva de Cecil B. de Mille. De Mille accedió a casarla con Quinn con la promesa (cumplida) de que no lo ayudaría para nada en su carrera. Quinn, siempre individualista, aceptó el reto —y terminó él ayudando a su suegro a dirigir la segunda versión de El bucanero—. Es posible ver dos veces (hacía de gemelos) a Quinn en la parte siniestra de Los cazafantasmas, la original de Bob Hope. Donde Hope era tan cobarde como siempre y Quinn ya amenazaba con ser una estrella futura. Ese momento le llegó en ¡Viva Zapata! en que fue Eufemio, el hermano de Emiliano Zapata, encarnado por Marion Brando. Quinn, que había sustituido a Brando en Broadway en Un tranvía llamado deseo, en Zapata le robó todas las escenas posibles, incluyendo su muerte. La muerte de Brando fue dramática pero conseguida con efectos (de balas) especiales, la muerte de Quinn fue patética —y más todavía, trágica. Ese momento memorable le valió un Oscar al mejor actor secundario—. De ahí arrancan su Zampanó en La Strada de Fellini, el viejo siempre verde en Zorba, el griego, el compasivo guardia civil en Behold a Pale Horse, el esquimal de Sombras blancas, el jeque árabe de Lawrence de Arabia —y un largo etcétera que lo hace la más internacional de las estrellas hispanas de Hollywood. Pero no es un actor-orquesta, sino una figura versátil dentro y fuera del cine.

Anthony Quinn, como su Gauguin en Lust for Life, es nada menos que un artista y debajo de su exterior brusco hay un enorme temperamento. Quinn es un actor que elabora sus películas aún antes de que se haga el guión. Varias veces desde 1972 ha intentado que trabajemos juntos, pero por una razón o por otra no ha sido posible. La última vez fue un proyecto que incluía varias obsesiones suyas: la pintura, el genio creador y la vejez. Sería una película sobre los últimos años de Picasso. Quinn que es en la vida real un pintor que actúa más que un actor que pinta, trató de hacer que yo reescribiera un guión que él ya había escrito. En un punto de la conversación, en que actuaba no sólo el papel de Picasso sino el de cada una de sus amantes, representaba sus cuadros más famosos y hasta hacía actuar a su caballete y su paleta, Quinn me dijo: «Mira hermano, nosotros los mexicanos…».

Tuve que interrumpirlo. «Tony», le dije, «yo no soy mexicano, yo soy cubano». «Cubanos, mexicanos», me aclaró. «Todos somos lo mismo. ¿Por qué crees tú que yo puedo ser Picasso? ¿Porque soy un mal pintor? No, porque puedo ser tan español como él». La única nota falsa de este diálogo es que Anthony Quinn no es un mal pintor —tampoco lo cree él. Pero es un actor superbo que no sólo ha ganado todos los honores y mucho más dinero y ha hecho de su oficio un arte del siglo XX. Hay que agradecer a Hollywood que lo haya formado sin haberlo deformado, como hay que estar orgulloso de que Quinn exista.

Un actor hispano que fue de Broadway a Hollywood y de ahí a la fama internacional fue José Ferrer (no confundirlo con Mel Ferrer, hijo de cubanos y cuyo mérito mayor para la fama es haberse casado con la bella, grácil y siempre elegante Audrey Hepburn). José Ferrer nació en Puerto Rico pero su inglés, culto y perfecto, lo preparó para los más diversos roles. Su gran momento ocurrió en 1950 cuando interpretó —no, cuando fue— Cyrano en Cyrano de Bergerac. Si ustedes creen que Gérard Depardieu estaba excelente en su Cyrano (que lo estaba) es que no han visto —y oído— a José Ferrer. Ferrer hizo de la desventaja de decir los versos de Edmond Rostand traducidos al inglés una ventaja histriónica. No por gusto ganó ese año el Oscar al mejor actor que debió darse al mejor tragediante.

La carrera de Ferrer en Hollywood no fue ascendente: estaba en la cumbre desde el principio. Su debut fue en Juana de Arco junto a Ingrid Bergman en el papel de Delfín. La Bergman, que había eclipsado a casi todo el mundo desde su venida de Suecia (ya, ya sé: menos a Humphrey Bogart en Casablanca y a Gary Cooper en Por quién doblan las campanas) fue eclipsada por Ferrer casi como ocurrió en la historia de Francia: el Delfín, débil pero terco, domina a Juana, fuerte pero débil. De Juana de Arco, Ferrer pasó a ser galán a pesar de que Puerto Rico le dio el acento (solamente en español) pero no la belleza. Luego fue director-actor, después productor-director-actor y de nuevo pasó a ser actor. Ya no de galán porque el tiempo es un mal maquillista. No obstante Ferrer fue memorable más de una vez. Como el increíblemente encogido Toulouse-Lautrec para un John Huston que se hacía más alto según avanzaba la filmación. Fue el reverendo que pierde su alma por el cuerpo de Rita Hayworth en Miss Sadie Thompson, versión medio musical del cuento de Somerset Maugham, «Lluvia», filmado más de una vez o una vez de más. Fue un Dreyfus acusado más de catatonia que de traición en J’Accuse. Hizo, mal aconsejado (obviamente por su mujer la cantante Rosemary Clooney, a la que un día le cantará «Oh, Rosemary, te odio») y el fruto del mal consejo fue una versión (francesa, ¡oh la la!) de Cyrano, casi con su nariz original. Pero, ya en declinación («Las estrellas, dijo un astrólogo, «declinan pero no obligan») fue un actor secundario maestro, bajo la batuta de Billy Wilder, en Fedora. Allí, resumía autoridad, malevolencia y disimulo. Es decir, era de nuevo todo un director de cine. Pero (lo que nunca creí) cuando murió le eché de menos.

La única dominicana, creo, que fue una estrella en Hollywood se llamó María Montez. Nadie es capaz de creer ahora lo lejos que llegó María a pesar de sus vehículos. No fue una actriz del cine mudo, sino de las muy locuaces películas de los primeros años 40. No era una mala actriz, era una actriz pésima. Era bella si uno tiene la idea de la belleza femenina que tenía Borges senil. No cantaba, no bailaba. Era de hecho esa zona de desastres que siempre declaran a un territorio después que pasa un huracán. Sin embargo, demostrando que el amor en el cine es no sólo ciego sino sordo, tuvo millones de fans feroces que atacaban a cualquiera que siquiera dijera: «Pues yo no sé que le encuentran». Yo no sabía qué le encontraban y fui mordido varias veces por vecinos de luneta. María Montez, cuyo verdadero nombre era África Vidal de Santos Siles y era hija de un cónsul español en la República Dominicana (vean lo que hacen los cónsules españoles cuando están destacados en América), era la reina de esa tierra que inventó Hollywood, Exótica. Pero era tan exótica como su compatriota Flor de Oro Trujillo, a quien su tirano-padre (en realidad un productor de malas pesadillas) decretó Belleza Nacional, ¿dónde si no?, en Ciudad Trujillo, capital de la República Dominicana. (¡Y pensar que ésta fue la tierra que Cristóbal Colón escogió para establecerse!) ¿Algunos hits de María Montez? Los ofrezco con la condición de que no me hagan relatar sus argumentos —porque no existen. La mujer invisible, Asaltante del desierto, Al sur de Tahití, Las mil y una noches (ya lo adivinaron: ella era Sheherezada), La salvaje blanca, La mujer cobra, La gata salvaje, La sirena de Atlantis: que es sólo una muestra. A pesar de estos pesares, el actor favorito de Andy Warhol, en homenaje se cambió el nombre por Mario Montez. Era, por supuesto, un travestí. María Montez, en la mejor tradición creada por Lupe Vélez, feneció en el baño, escaldada en una bañera de agua hirviente. La «Reina del Tecnicolor», como llegaron a llamarla, murió también a los 36 años. Algunas actrices simplemente no debían declarar su edad.

Rita Hayworth debía ser serruchada en dos ahora —como lo hacía en la escena su entonces marido, el afortunado Orson Welles. La primera mitad de la estrella volvió loco al padre de Manuel Puig (leer La traición de Rita Hayworth) para desengañar al hijo cuando la conoció, como se dice, en persona. Era y se llamaba Margarita Carmen Cansino, hija del bailarín y maestro de flamenco Eduardo Cansino. Algunos han querido emparentar a Cansino con el escritor Cansinos-Assens. (Como lo hizo John Kobal, inolvidable historiador del cine y biógrafo de Rita).

Haciendo honor a Hollywood, hay que decir que los estudios Columbia transformaron a Margarita Cansino, una empecinada mujer cuyo arte era el flamenco y que estaba lejos de ser bella (no hay más que verla en Charlie Chan en Egipto, en que era tan oscura como persona que como actriz: con una línea de frente visiblemente estrecha, fea con ojos pequeños) para convertirla en una mujer bella y elegante y sofisticada en sólo tres años en Sólo los ángeles tienen alas y poco después en la Gran Seductora de Sangre y arena y ¡Ay qué rubia!, hechas el mismo año, 1941, y al mismo tiempo dejar el flamenco por el jazz y bailar como una veterana ¡con Fred Astaire! La magia de su cara se llama maquillaje, pero el sortilegio de gracia de su cuerpo estático o en movimiento se llama revelación: esa mujer había nacido para ser estrella de cine —y lo fue de manera magistral.

A la guerra, desde que allá fue Troya, han ido los hombres (según Homero y el cine, los héroes) y detrás se quedan solas las mujeres. Penélopes sin Ulises, tejiendo fantasías de día y proyectándolas de noche como un tapiz de sombras. Ésa era la situación en Hollywood durante la Segunda Guerra Mundial y para aliviar la carencia de galanes simplemente se importaron de la zona vecina, casi en el traspatio —esa parte del continente que se llamó, cómicamente, América Latina—. De allí venían los latinos y también, ¿por qué no?, los latin lovers. Los primeros importados ya eran importantes en su país. Me refiero a Pedro Armendáriz y Arturo de Córdova —que vinieron, fueron vistos y vencidos y regresaron a México. Dos de los que vinieron llegaron para quedarse son Desi Arnaz y Ricardo Montalbán. Arnaz, que nunca se tomaba en serio, y Montalbán, que siempre se tomó en serio, son dos ejemplos diversos de latin lovers. Montalbán, inclusive, hizo una película que se llamaba, ¿quién lo diría?, Latin Lovers. Los dos recién venidos hicieron pareja pronto con americanas. Montalbán se casó con la hermana de Loretta Young, Arnaz con una actriz original, Lucille Ball, que devendría una comedianta única, con o sin Arnaz. La Ball, después de triunfar en la televisión, se hizo ejecutiva del estudio RKO y finalmente se lo compró en una rebaja. Arnaz, ahora ya para siempre Desi, al ser preguntado por qué no aparecía más en el cine, declaró: «Me he casado con una industria, ¿para qué quiero otra?». Desi, ¿quién lo creería?, era mucho más eficaz como ejecutivo que como actor y la compañía de la pareja se llamó Desilú, que viene de desilusión. ¿Quién llevaba los pantalones en el dúo? Hombre, que duda cabe, Lucille Ball.

Arnaz (que también tiene su nombre: se llamaba Desiderio Alberto Ernesto Arnaz y de Acha sin ache) vino al cine de la música cubana. En este caso vía Xavier Cugat y su orquesta, que además de dar a luz a Lina, Abbey y Charo, dio a Desi. Su primera película se llamaba Demasiadas muchachas, pero entre ellas estaba una Penélope, Lucille Ball, que no sólo tenía un gran cuerpo sino una buena cabeza y, como Penélope, la habilidad de parecer tonta a los pretendientes, que no eran pocos aunque eran del sexo opuesto. Se casaron enseguida y enseguida se fueron cada uno por su lado —hablando en (pantalla de) plata—. Las películas de Arnaz se llamaban, con sutileza, Fin de semana en La Habana y Cuban Pete o sea Pepe el cubano. Pero, juntos de nuevo, hicieron una comedia maestra, La caravana larga, dirigidos por el gran Vincente Minnelli. Arnaz nunca perdió su fortísímo acento cubano, para deleite de todos —menos de los espectadores españoles, que siempre lo oyeron hablar doblado con acento de Madrid.

Ricardo Montalbán, que hablaba inglés con un ligero acento de todas partes —es decir, de ninguna parte— dejó detrás los galanes ligeros y se convirtió en un actor dramático en películas dramáticas, como Battleground y My Man and I, las dos dirigidas, cosa casual, por William Wellman, el director que dio su primer papel importante a Anthony Quinn como el mexicano valiente de The Ox-Bow Incident. En My Man and I Montalbán es el héroe mexicano que siguiendo la Ley de Goldwyn (Sam Goldwyn, que dijo: «Estoy harto de tantos viejos clichés. Tráiganme clichés nuevos») es el bueno —y todos los americanos son malos: asesinos, estafadores y chulos. En suma, una película para espectadores antiimperialistas. Fue un fracaso.

Pero Montalbán fue un éxito y ha seguido haciendo películas, no, ay, de bueno sino de malo o más malo, como en Startrek Tres en que es el rey de los villanos estelares. (En inglés, King of the Klingons).

Los 80 fueron como los 40 —pero sin guerra— una plétora o una bonanza de actores y actrices. Primero las damas. En La vuelta al mundo en 80 días Charles Boyer, un agente de viajes, le habla a Cantinflas de las mujeres de Bali para decirle: «Pero, ¡qué va!, no puedo siquiera describirlas». Y Cantinflas que le dice: «Por favor, ¡trate!». Voy a tratar. Primero está Raquel Tejada, que, como Rita Cansino, hizo fortuna al cambiarse el nombre. Ahora en el cine se llama Raquel Welch. No hay más que ver El viaje fantástico por su anatomía o Un millón de años antes de Jesucristo en que como quería Sacher-Masoch, es una Venus en pieles. La Welch viene de bolivianos. Su única rival, Bárbara Carrera, es nicaragüense y no ha habido, entre latinas o entre las tunas, una cara más bella hispana desde Dolores del Río —y una cara bella en el cine es la carabela hecha de descubrimiento y pasmo.

Está Elizabeth Peña, que es la mejor actriz de todas estas bellezas, y Talisa Soto, que es tan bella que produce un efecto raro: su fotogenia es invertida y se ve en la pantalla como un pálido reflejo de su belleza de andar por calles.

Entre los hombres está Martin Sheen (verdadero nombre Estévez), hijo de asturianos que siguió por el camino de Hayworth. Sin, por supuesto, su aura de estrella. Edward James Olmos, más conocido como el teniente Castillo de la serie Miami Vice, es un actor considerable y, actor de carácter, puede, como J. Carrol Naish o Akim Tamiroff en los años cuarenta, hacer, ser, de todo. No hay mas que verlo en Blade Runner, donde la última voz humana que se oye es la suya diciendo premonitorio: «Ella va a morir. Pero, considerando, ¿quién no muere?».

De entre los actores hispanos, el único que es una verdadera estrella (y llegará a ser una superestrella) es el único que no quiere ser una estrella: quiere ser actor de carácter. A pesar de que las mujeres de todas partes lo idolizan (y lo idolatran) como a ningún actor hispano desde Ramón Novarro. Se llama Andy García y desde su contrabandista de drogas en Ocho millones de maneras de morir, hasta la reciente Héroe, García (nacido en La Habana y llevado por sus padres a Miami cuando tenía cinco años) tiene no sólo un seguro dominio del inglés hablado, sino también el equipo como actor para ser, hacer, lo que quiera. Es, como César Romero, alto, moreno y buen mozo. Es, como Anthony Quinn, un actor de actores y un profesional dedicado exclusivamente (como Quinn con la pintura, la música popular cubana es su hobby y su obsesión) a la actuación en el cine. Es, como Montalbán, ligero y simpático cuando quiere y dramático y aún trágico cuando puede. Es en estos momentos el actor más adulado por la prensa de los Estados Unidos, de América del Sur y de Europa. Pero lo que más desearía Andy García es ser un actor en Cuba libre —como él dice. Al paso que van las cosas irá de Hollywood a La Habana de que salió.

Raúl Juliá (los americanos convierten su apellido en un nombre de mujer, Julia) nació en Puerto Rico en 1940 y, sorpresa, adquirió su inglés ya de mayor. Juliá viene de la televisión y del teatro neoyorkino, pero su presencia en la pantalla desmiente su origen. Como García, Juliá debe su estrellato a Coppola, que lo dirigió en una comedia musical sonada (o llena de trompetillas), Corazonada, que es de veras excelente, y aunque fue protagonista en El beso de la mujer araña, se ha destacado más como secundario en Presunto Inocente y en La Habana que en sus posibilidades como protagonista. Juliá es, sin embargo, descendiente directo de José Ferrer en los 90.

Hay en Hollywood artistas que nunca han estado en Hollywood pero se ha sentido su presencia en el cine americano como si hubieran vivido allí toda su carrera. Me refiero a grandes veteranos como Fernando Rey, famoso en todo el mundo por su capo que es a la vez un hombre refinado, un gourmet y una inteligencia superior para el mal en The French Connection o el rey Fernando en Cristóbal Colón. La otra presencia es más cercana: se trata del genuino cubano que consiguió Antonio Banderas, luchando con gracia con dos acentos ajenos, en Los reyes del mambo, que lo ha convertido en un actor internacional (ahora es un chileno en La casa de los espíritus) y un galán con un futuro promisorio. El más influyente de los artistas (porque eso es lo que fue) hispanos de Cuba, de España, contemporáneos fue el gran director de fotografía Néstor Almendros. Ganador de un Oscar en 1979, reconocido en todas partes del mundo del cine y un cineasta total, Almendros sin embargo nunca pudo trabajar en Hollywood por razones sindicales no artísticas. Otro de los grandes del cine que nunca aparece en la pantalla (aunque su obra es lo más visible del cine) es John Alonzo, el extraordinario fotógrafo americano de Tejas. Su primera verdadera película Vanishing Point, para la que escribí el guión, es desde el punto de vista visual una obra maestra americana. Francisco Day, que también estuvo en Vanishing Point en un papel protagónico oculto, es hermano de Gilbert Roland y un estratega del cine. No soy irónico, no. Day era el gerente de producción que estaba mejor visto como creador de muchos de los directores con que trabajó en silencio. Es sabido que en Patton ganó más batallas que el famoso general. Chico Day, siempre modesto, era quien buscaba, seleccionaba y hacía fácil los difíciles territorios donde ocurría la acción. (Y el acento hay que ponerlo aquí en acción). Chico era además un genuino mexicano que había vivido en Hollywood desde 1922. Que es el año exacto en que Blasco Ibáñez llegó al cine. Donde todo movimiento es circular, como el de la película en la cámara y las cintas en las bobinas.

No podían, no pueden, faltar en esta relación somera los actores secundarios hispanos, pero son cientos. Desde Thomas Gómez en los años cuarenta a Héctor Elizondo en los ochenta, los hay mucho mejores actores que las estrellas citadas. Voy a escoger sólo dos porque son típicos y a la vez atípicos. Juano Hernández (nació en Puerto Rico en 1896 con el nombre de Juan García Hernández) fue en su tiempo el más grande actor negro del cine. Su primera película fue la mejor: Intruso en el polvo, basada en la novela de William Faulkner, en que era un negro orgulloso y valiente en medio del Sur más racista. Hernández impresionó a todos con su dominio del inglés sureño. Esa fue su única ocasión protagónica, pero después fue tan magnífico como actor secundario en Young Man with a Horn, como el conmovedor trompeta que es el mentor de Kirk Douglas, y en Las aventuras del joven Hemingway y en El prestamista y en muchas, muchas más. Juano Hernández era eso que son pocos actores: de veras conmovedor.

Fortunio Bonanova (es imposible que nadie se llame así y es que nació en la Bonanova en Mallorca y se consideraba el más afortunado de los mallorquines) este año 1993 cumple 100 años. Es una lástima que esté muerto porque con su corpulencia, su optimismo capaz de vencer todos los infortunios, con su enorme simpatía catalana, a Bonanova daba gusto verlo en el cine. Cantante de ópera (era un barítono natural), escritor, director teatral, a los 21 años dirigió y actuó en una versión de Don Juan en Madrid. Antes de cumplir 25 estaba en Broadway, actuando junto a la afamada Katharine Cornell y entró en Hollywood por la puerta más grande: debutó en el cine americano en El ciudadano Kane en el papel del maestro de ópera de la imposible soprano Susan Alexander, también conocida como la señora Kane. Son muchas las películas que agració con sólo una escena o dos. Una de ellas fue El beso mortal, en que era el melómano coleccionista, de discos raros de óperas raras, a quien el sadista Ralph Meeker le rompe uno a uno sus preciadas, inapreciables obras maestras del bel canto. Su otro momento brillante es en una parodia del Descubrimiento de América, con música de Kurt Weill en que es ¿qué otra cosa si no?, Cristóbal Colón dominando el motín a bordo con su canto a la reina Isabel para sobreponerse a la queja de la chusma amotinada: «Hace mucho, mucho que no pruebo minestrones/ Hace mucho, mucho más que no como macarrones».

No puedo con mis pobres palabras hacerles ver (y oír) a ustedes el arte magnífico de Bonanova. Pero puedo citar ese momento en que Orson Welles, haciendo de Charles Foster Kane, convence y vence a Don Fortunio, maestro de ópera.

(Susan berrea, Matisti toca el piano. Kane se sienta cerca).

MATISTI: ¡Imposible! ¡Imposible!

KANE: No es asunto suyo darle a Mrs. Kane su opinión sobre su talento. Sólo se supone que usted la entrene. Nada más.

MATISTI: Pero es imposible. Se reirá de mí todo el mundo de la ópera. Mr. Kane, ¿cómo podría persuadirle?

KANE: No podrá.

(Silencio. Matisti no responde).

KANE: Sabía que vería por mi punto de vista.

Esta escena es maestra no sólo porque Welles actúa en ella, sino porque está en ella Bonanova: no había otro Matisti posible. Ojalá que pueda yo persuadirlos y vean mi punto de vista en la pantalla.

Una cosa más. El Cristóbal Colón de Fortunio Bonanova no descubre América —descubre a Cuba.