Travestidos tras vestidos

El teatro clásico inglés (Marlowe, Shakespeare, Ben Jonson) era un teatro sin mujeres: los hombres hacían las veces —y las voces. Para la reina Isabel en La tragedia de Romeo y Julieta había en escena dos Romeos y ninguna Julieta y el aya era un ayo. Cuando Otelo mataba a Desdémona con un beso estaba besando a un actor. Casi siempre un joven imberbe: las barbas podían ser postizas pero el cutis del actor tenía que ser de fresca rosa y rocío.

O, como lo prefería el Bardo, de melocotón. Imaginen a Helena, «la cara que echó al mar miles de barcos», siendo solicitada por Fausto con un verso y un beso: «make me inmortal with a kiss». Helena, la más bella mujer del mundo antiguo según Marlowe, en vez de afeites necesitaba afeitarse. Pero, como dice Otelo, «lo exige el caso, corazón, el caso». Lo exige el caso y el género que todas las heroínas sean héroes escondidos entre las faldas y la noche.

A los que se crean que Ru Paul (una mulata con atributos de negro estibador: él es de los muelles, ella cubre el litoral) es una novedad puedo trasladarlos en mi máquina (de escribir) del tiempo un poco más lejos.

En la mitología griega, el carnaval de los dioses más a mano, la madre del héroe escoge su ropaje al hijo como su mejor disfraz. La diosa Tetis, una mujer dada a la contradicción, se casó con otro dios reducido a mortal para que su hijo (de ella) no fuera inmortal y cometiera incesto o un ciento al ser (o no ser) mortal.

Ese hijo mortal luego se hizo inmortal en la guerra de Troya y se llamó Aquiles. Para que no muriera mañana en la batalla, Tetis escondió a Aquiles —pero antes, observen por favor, lo vistió de niña o mejor, de muchacha. Ulises, deseoso de tenerlo cerca en el cerco de Troya, mostró a la muchacha varios abalorios de vanas fruslerías —y una espada. De la manera que Aquiles acarició la espada (todavía Freud no había nacido y no era, por tanto o por tiento, un símbolo fálico) supo Ulises que era Aquiles —ahora no sólo el primer travestido sino un bisexual—. En el sitio de Troya Aquiles peleó por la burla de Briseida birlada y murió por amor a Patroclo que, descuidados, los troyanos habían matado antes. Paris (el del dicho «París bien vale una moza» —que era Helena la griega por la que se armó la de Troya) descubrió que Aquiles era sólo vulnerable por su tierno talón y lo mató con su espada por la espalda.

Entra Changó bailando. Este dios yoruba de la santería está representado en Cuba por la virginal Santa Bárbara. Changó es la versión africana de Aquiles: una máquina de pelear. ¿Cómo, entonces, es adorado como una mujer? Gajes del sincretismo. Changó, como Aquiles, era buscado pero no por sus amigos para ir a la guerra sino por sus enemigos para enviarlo al otro mundo. ¿Qué hizo este viril Changó de las mil vírgenes para escapar a sus acreedores? Se disfrazó de mujer. Pero siempre hay un descosido en un disfraz: debajo de la enagua para hacer agua creció una espada. Changó se dio a la fuga bailando.

Pero ¿por qué se convirtió en Santa Bárbara, una santa que según el Vaticano ya no es santa? Non sancta Bárbara aparece en cromos, imágenes y estatuas pías rodeada de atributos que parecen pertenecer a Changó: cáliz en una mano, espada en la otra, la santabárbara es un polvorín de un barco y, recuerden, uno sólo se acuerda de ella cuando truena: en las imágenes sagradas hay siempre una tempestad en su apogeo. Changó, casi no hay que decirlo, es el dios del trueno. La fiesta de Changó se celebraba en Cuba el 4 de diciembre. ¿Qué dice el almanaque ahí junto al letrero que recomienda la sal de uvas Picot para la acidez? Santoral al dorso. 4 de diciembre —Festividad de Santa Bárbara.

El siglo se ha trasvestizado, del Trastévere a Transilvania, y qué mejor antiparra que la pantalla para ocultarse un momento y, ¡taró!, ver al que entró hombre salir mujer. Eso lo ha hecho el cine muchas veces, como en La tía de Carlos en que Carlos se disfraza de Carlota o Con faldas y a lo loco en que Tony Curtis y Jack Lemmon se convierten en Josephine y ¡Dafnis! Pero nunca como ahora el varón es la varona (y el joven la jóvena) que canta el canto del cine. Terry Stamp es Priscila en Priscila, la reina del desierto, mientras Patrick Swayze y Wesley Snipes rivalizan en feminidad en A Wong Fu —Gracias por todo, Julie Newmar. La ironía del título es que la verdadera Julie Newmar ha sido una de las mujeres más hermosas y sexy del cine. Recuerdo a la Newmar.

Tuve el placer de Tántalo de tenerla a mi lado en 1958 en un estudio de cine en La Habana cuando filmaba Errol Flynn su última película —titulada apropiadamente Las mujeres rebeldes de Cuba: zona de amazonas. De nuevo vi sus interminables piernas con más curvas que una carretera española, en 1985 en casa del difunto John Kobal, aquí en Londres. En ambas ocasiones parecía más una amazona que una tanagra. Recuerden que quien mató a Pentesilea, la reina de las amazonas, fue Aquiles. Tal vez trataba de saber el secreto de su sexo de un solo seno.

Estos actores, todos vivos, expresan un enorme placer en vestirse y hacer (o ser) de mujeres. Quien mejor lo expresó fue el suave Swayze cuando dijo de su trasvestido tras vestido: «Es como si fuera ese momento en la vida de un hombre —que quiere ser lindo». Terry Stamp sin embargo cuando se vio trasvestido en la pantalla exclamó: «¡Nunca me imaginé que sería tan feo de haber nacido mujer!».

Pero, ¿qué quieren que les diga? Prefiero darle las gracias a Julie Newmar. No olvido que su última película se llamó Se requieren desnudas. Esa mujer siempre cumplió lo que dejaba entrever debajo del vestido —y no era una espada.