Una vez Alfred Hitchcock acuñó una frase que era digna de John Ford (el director que se presentaba a sí mismo diciendo: «Mi nombre es Jack Ford y hago westerns»), esa frase de western fue: «Los actores son ganado». Observen, por favor, que Hitchcock no dijo «Las actrices son ganado». Sin embargo consideraba a la memorable Kim Novak una vaca, sin duda porque la Novak más que una estatua es un busto. Alma Reville fue más dura. Al ver Vértigo dijo: «Hitch, esa actriz tuya tiene piernas como columnas. ¡Si la tomas de la falda para abajo te juro que no te vuelvo a hablar!». Alma Reville era la señora Hitchcock y Hitch, mejor marido que director, oyó el consejo y tomó medidas. En Vértigo Kim Novak no aparece nunca mostrando sus piernas que no son las de Cyd Charisse pero que son piernas que sirven para algo más que caminar. Hay que recordar que detrás de cada cámara no está el director de la película sino la mujer del director. Un fotógrafo es una cosa buena, un productor es una cosa mala pero una esposa es cosa decisiva.
Pero un crítico de cine también puede ser implacable cuando quiere ser sólo placable. En una crónica sobre una película de Kim Novak llamada En la mitad de la noche (que es una buena hora para ver películas) yo dije de Kim Novak, cuando todavía no era la mujer de un veterinario, «entrañable vaca neurótica». Afortunadamente la última línea de esa crítica dice así: «su aparición es siempre contraria a toda impavidez». En otras palabras, esa rubia ampulosa de ojos malva es una de mis apariciones favoritas. (Aparición es como llaman los espiritistas a los fantasmas. Así es como yo llamo a mis fantasmas). Kim Novak ha convertido películas baratas como La historia de Eddie Duchin y La historia de Jeanne Eagles en ese museo donde, central, está el cuadro de una mujer tan bella y misteriosa que uno tiene que volver a esa sala, a ese museo, a esa musa que nació llamándose Marilyn y que recorrió los Estados Unidos abriendo y cerrando refrigeradores. Era conocida entonces como Miss Congelador. No conozco mejor origen desde que Stella Stevens, otra rubia de rabia, nació en Hot Coffee, Mississippi. Nacer en Café Caliente y adornar las páginas centrales de Playboy sirvieron a Stella Stevens de contraseña a la fama. Eso y haber sido la más bella batería de la historia del jazz en El cortejo del papá de Eddie, bajo Vincente Minnelli, otro director con problemas con las rubias, pero capaz de convertir a Lana Turner en la favorita de todos menos Néstor Almendros, que también tuvo problemas con Lana Turner —pero no detrás de la cámara.
Néstor llegó tarde una noche a Nueva York y llamó a su amigo Manuel Puig, que no había escrito todavía El beso de la mujer araña, y vivía en Greenwich Village, pero era, como siempre, un apasionado de las estrellas (femeninas) del cine. Manuel insistió en que Néstor dejara su cómoda habitación del Sheraton Plaza para venir a su apartamento que era tan pequeño que Manuel había convertido su máquina de escribir, todas horizontales, en un teclado vertical. La insistencia de Manuel era compulsiva y compelente: «Ven y vamos a hablar de cine toda la noche!». Néstor fue. Es decir vino y hablaron de cine toda la noche y parte de la madrugada. Tengo que recordar ahora que Néstor descubrió La traición de Rita Hayworth cuando todavía era un manuscrito y Puig un Manuel desconocido de la literatura. Manuel le preguntó a Néstor de pronto: «¿Y a ti te gusta Lana Turner?». Y Néstor dijo: «Para nada», y «¿Hablas en serio?». «Serísimo». «¡No te puedo creer!». «Pues créeme. Lana Turner me parece horrenda». Manuel, que ya se había puesto de pie, pegó el grito en el cielo raso, que es donde están las estrellas. «¡No puedo estar bajo el mismo techo con una persona que detesta a Lana, que es divina!». Néstor podría haber pensado que Manuel bromeaba, pero todos sabemos que Manuel nunca bromeaba cuando se hablaba de cine. Manuel dijo gritando: «Ahora mismo te vas de mi casa». Manuel era definitivo y Néstor salió como pudo de la casa. Manuel, como Katharine Hepburn a Cary Grant en La historia de Filadelfia, le arrojó detrás su equipaje —que no eran palos de golf. A esa hora (las tres de la mañana: en algún lado sonaba el vals de ese nombre), Néstor tuvo que buscar un taxi y regresar a su hotel donde, afortunadamente, el portero de noche (o de madrugada) lo reconoció y pudo terminar la noche que había comenzado como pesadilla en un sueño sin Lana.
Manuel sabía ser de veras vehemente con respecto al cine —que es casi con respecto a casi todo. Se peleó con el difunto crítico uruguayo Emir Monegal porque Emir le confió que detestaba a Susan Hayward. Procuré toda mi vida estar de acuerdo con Manuel, aunque me hiciera el elogio de Melina Mercouri. Pero una vez lo vi resbalar. Estábamos en el festival de cine de San Sebastián y caminábamos hacia el teatro Reina Cristina. Iba con nosotros John Kobal, el historiador de cine dueño de la más grande colección de fotos de cine del mundo. Kobal era, como Manuel, un fanático absoluto de Rita Hayworth, de la que escribió una biografía. De pronto Manuel propuso: «¿No creen ustedes que hay que revisar la carrera de Barbara Stanwyck?». Fue John Kobal, que medía un metro noventa y tenía una voz atronadora, quien hizo justicia poética a Néstor y Emir. «¿Cómo se te ocurre no ya decir sino siquiera pensar semejante idiotez?». Manuel había encontrado su némesis: John Kobal lo intimidó tanto que ni siquiera siguió hablando, con la amenaza del enorme Kobal justo al lado, esperando un silencio más atroz que el del cine silente.
Sucede que Barbara Stanwyck no es sólo una gran actriz sino una gran estrella. La palabra estrella es un invento del cine que se usa ahora hasta en política, donde los ángeles no se aventuran pero los incapaces dan traspiés y se llaman errores de recorrido. La famosa frase «Más estrellas que las que hay en el cielo», usualmente atribuida al jefazo de la Metro Louis B. Mayer, no es de Mayer sino de un publicitario del estudio. Inclusive la categoría de estrella fue el invento de otro publicitario, esta vez del cine mudo, pero no se vino a popularizar hasta los años treinta, en el apogeo del cine hablado. Prefiero hablar de estrellas a hablar de actrices. El teatro, que de alguna manera es un antecesor del cine, hace muy poco que admite a las mujeres y a menudo, como en el teatro isabelino, eran muchachos y jóvenes los que encarnaban los papeles femeninos.
Hay que celebrar que la costumbre fuera desechada por poco real: no hay mejor mujer que la mujer. Al menos en el teatro y luego en el cine. Aunque hay algunas mujeres en el cine (no voy nunca al teatro) que parecen encarnadas por hombres. Una de ellas es Greta Garbo. No hay más que ver La dama de las camelias para darse cuenta de que Robert Taylor, un actor nada afeminado, resulta femenino en comparación con los anchos hombros suecos de la actriz, su voz de bajo y su estatura. Su mejor momento en el cine fue en Ninotchka, donde era un comisario ruso.
Otro ídolo (ella es más que una estrella) que nunca me ha gustado es Marlene Dietrich. Invención exclusiva de Joseph von Sternberg, sin duda uno de los grandes maestros del cine, Marlene Dietrich fue en la parte más interesante de su carrera poco más que un títere rubio. No sólo en su maquillaje, en su voz y en su manera de comportarse sino además en la fotografía, en que la luz la envolvía como un halo irreal pero nunca angelical. Después que Von Sternberg dejó a Marlene Dietrich (la publicidad nos hizo creer lo contrario: no hay hombre que deje a Marlene), esta actriz, o mejor esta personalidad, cayó en una decadencia histriónica que nunca sufrió como personaje. Aún uno de los directores verdaderamente grandes del cine, Ernst Lubitsch, pudo apenas hacer de su Ángel una creíble pecadora.
La otra actriz de la época que se creía dramática cuando era una comedianta en busca de una tragedia pesimista, es Katharine Hepburn. Mientras fue una actriz cómica en La fiera de mi niña, Stage Door, o Holiday y aún interesante en Alice Adams (adaptación de una novela social que parece más bien una obra de teatro y que antecede en una década al Tennessee Williams de The Glass Manegerie) todo estuvo bien, pero en María Estuardo todos sus defectos (dicción, alcance dramático, voz) se hacen tan evidentes que la película, a pesar de estar dirigida por John Ford, resulta apenas soportable. Después de haber sido declarada veneno para la taquilla, Katharine Hepburn se refugió en la comedia y alcanzó junto a Spencer Tracy el status de gran dama de la comedia.
¡Llegaron las rubias! Parecería que miento cuando digo que en la vida (eso que se llama sin equívoco la vida real) no me interesan las rubias. Pero, claro, el cine no es la vida. Ni siquiera es real. Así me encuentro haciendo una lista de mujeres gloriosas del cine y aparecen las rubias como en un cuento de hadas. Hay que aclarar que entre las rubias no hay que considerar a Ingrid Bergman ni a Greta Garbo, suecas sospechosas. Pero hay algo que tiene la actriz rubia que Hitchcock vio bien temprano: sentido del humor. Aún cuando la película no fuera una comedia. La primera de esas rubias fue Annie Ondra, que la leyenda quiere que fuera amante de Hitler como Claretta Pettaci fue amante de Mussolini.
La primera rubia riente fue Jean Harlow. Los críticos quieren que sea una mala actriz. Yo prefiero que se la crea una comedianta magnífica. No hay más que verla en Bombshell para darse cuenta de que, a los 26 años, el cine perdió con su muerte a una mujer magnífica. Otra rubia renuente fue Thelma Todd, a veces la seductora que le hace creer a Groucho Marx que es irresistible. Thelma Todd, que tenía además las formas de una Venus griega con las facciones de una walkiria, murió trágicamente en circunstancias que nunca se aclararon y pueden ser producto del chantaje, la Mafia y el asesinato gratuito. La tercera rubia riente fue Carole Lombard, una de las mujeres más naturalmente cómicas del cine, dentro y fuera de la pantalla. Fue ella quien dijo después de su luna de miel con Clark Gable: «Un gran amante en el cine pero un desastre en la cama». Ella y Hitchcock se encontraron en Mr. y Mrs. Smith y ella insistió en ver los rushes. «¡Extraordinario!», dijo Hitchcock. «Una actriz que se interesa en su profesión». Lombard miró al gordo inglés y le dijo: «¡Hitch, mira que eres tonto! ¿No te das cuenta de que quiero ver cómo se me ven las tetas en la pantalla? Es la primera vez que uso sostén». Uno echa de menos de veras a Carole Lombard, con o sin sostén.
Ciertas pelirrojas, aún en blanco y negro, eran tan visibles como una luz roja pero invitaban como una luz verde, que es la luz que alumbra a los viejos verdes. De entre ellas mi preferida es Ginger Rogers. Katharine Hepburn dijo que Ginger Rogers le había dado el sexo a Fred Astaire y Astaire le había dado a ella el estilo. No sé nada del sex appeal de Fred Astaire porque cuando baila con Ginger Rogers no veo más que a Ginger Rogers, que es, en movimiento, la mujer más bella del cine, además de tener unas piernas que suben más allá del tap dancing, una espalda a la vez elegante y sensual y unos labios y unos ojos que no se han vuelto a ver en el cine hasta Michelle Pfeiffer. ¿Quién puede echar de menos a Fred Astaire cuando está Ginger Rogers de cuerpo presente?
Ann Sheridan era bella y glamorosa (no hay más que recordarla en El hombre que vino a cenar donde ella es la belleza y el sexo, que el seso lo tiene Bette Davis), pero la Sheridan prefería ser una mujer popular como en King’s Row, en que se convirtió en lo que le faltaba a Ronald Reagan y en They Drive by Night. Ann Sheridan, que no era una mujer muy inteligente, rechazó oportunidades sobre las que otras actrices saltarían con piernas ágiles y bellas. Una de estas ofertas fue Strawberry Blonde, que aceptó encantada un verdadero mito del cine, Rita Hayworth, sirena mitad belleza y mitad bailarina española. Pero la más bella pelirroja del cine y mejor actriz fue Eleanor Parker, en comedias como La voz de la tórtola (con Ronald Reagan, el hombre amado por las pelirrojas elocuentes que se vino a casar con una muda, Jane Wyman) o en dramas como Enjaulada o en melodramas como Cuando ruge la marabunta. Eleanor Parker tenía la nariz más dramática del cine.
Pero la pelirroja con mayor talento de actriz, con carisma de la crisma a las piernas exhibidas, es esa conocida que Manuel Puig ninguneó en la explanada de San Sebastián. Se llama, para el cine y para el siglo, Barbara Stanwyck, la actriz capaz de ser una amenaza rubia en Double Indemnity y una centelleante comedianta en Bola de fuego. No hay más que verla temprano en su carrera como una misionera en China seducida por un señor de la guerra con maneras de mandarín. O en su plenitud como una estafadora internacional en The Lady Eve. Rita Hayworth podrá ser más seductora, Ann Sheridan más audaz y Eleanor Parker más bella, pero Barbara Stanwyck, a pesar de que parece un elefante rojo, es realmente única, incomparable a pesar de las comparaciones. Si cometiera la estupidez de escoger la mejor de todas, la Stanwyck estaría entre mis finalistas.
Antes de pasar a los pesos pesados del cine y del mito hay que hablar de dos o tres mujeres que tienen el pelo tan negro como las intenciones. Me refiero, por ejemplo, a Jennifer Jones, que en Duelo al sol, Retrato de Jenny y Ruby Gentry es el nombre del deseo. Hay pocas actrices que pueden ofrecer un atractivo sexual poderoso con solo entreabrir la boca y curvear los labios al tiempo que se introduce entre los dientes lo que en otra actriz no sería más que un mondadientes. Jennifer, Miss Jones to you, es, como Mary Astor en El halcón maltés, de la estofa que está hecho el engaño. Pero su verdadera contrapartida es María Félix, una actriz capaz de decir una frase que en otra mujer sería cómica y llenarla de pasión y peligro. En Doña Diabla, su gran momento, alguien viene a comunicarle que su amante, por el que habría dado la vida y dado muerte, se había fugado con otra mujer y María, a la que siempre llaman La Doña en México, echa fuego por los ojos, humo por la nariz (sin estar fumando) y de la boca le sale un juramento que es una promesa: «¡Ahora seré Doña Diabla!» —¡y más vale que el espectador lo crea!
María, que es esa rara avis, el fénix que arde de ardor, es en la vida diaria tan fogosa (y peligrosa) como en el cine. Una vez sentada en el Café de Flore en París, temprano en la mañana, esperando a una amiga, María, que es una mujer en extremo cuidadosa con su dinero, no pedía nada, no quería nada, sólo esperaba. Un camarero, francés sin duda, le daba vueltas de vez en cuando. Al rato se dirigió a María y le preguntó, extrañamente cortés: «¿Madame tomaría un café crème?». Maria lo miró de arriba abajo aunque ella estaba sentada y el camarero de pie y le dijo: «¿Es que acaso tengo cara de ser una mujer que toma un café crème?». Esto suena mejor en francés pero mi francés es peor que el de María.
La mujer morena más bella del cine y tal vez del mundo fue Hedy Lamarr, que no tenía ningún talento, ningún ángel, ningún carisma. Era la belleza pura si estaba desnuda (como en Éxtasis cuando tenía diecisiete años y aparecía sin otra prenda que un collar de perlas durante diez minutos que conmovieron al censor) o si estaba muy vestida (como en Una mujer sin pasaporte, donde, extrañamente, nadie en La Habana tenía ojos para desnudarla) o semivestida (como en White Cargo, donde los críticos trataron de ridiculizarla) sin advertir que es imposible caricaturizar la belleza. La Lamarr, que fue una Helena de Troya que hundió todos los barcos, tuvo su mejor momento tonsurando a Sansón. Era desde el principio una belleza judía. Es decir, una mujer fatal que dedicaba sus fotos a Maybelline, «el maquillaje moderno».
Habrán observado que, como dice la canción, «acentúo lo positivo». Es decir la belleza. Pero hay actrices como Claudette Colbert que están lejos de ser bellas y sin embargo son excelentes comediantas. Aquí interviene otro elemento inventado por el cine (o tal vez por otro agente publicitario hábil) y es el glamour o glamor o glamur que así se pronuncia en diferentes países pero siempre significa lo mismo. Glamour lo tiene Ella Raines pero no lo tiene Dorothy Lamour. Lo tiene Ava Gardner a pesar de que nació en una choza. Lo tiene Elizabeth Taylor que es una mujer vulgar. Lo tiene Vivien Leigh pero no lo tiene Joan Fontaine, aunque ambas tuvieron que ver con David O. Selznick, que insistía cuando le preguntaron qué tiene una estrella que no tiene ella y dijo sólo tres cosas: «¡Glamour, glamour y glamour!». Glamour tenía Mirna Loy aún en Los mejores años de nuestra vida y no lo tenía Virginia Mayo, una hembra de la especie peligrosa para Dana Andrews, y letal a James Cagney.
Entre las grandes pecadoras del cine hay una que es la Actriz y otra que es la Estrella. Una pecadora es algo más que una vampiresa (palabra inventada por el cine para el público) y no necesariamente una villana. Aunque nuestras heroínas han sido ambas ambivalentes. La actriz por excelencia del cine es Bette Davis, una mujer fea (primero rubia, después pelirroja y finalmente más o menos morena) que llegó al estrellato actuando. La estrella por antonomasia es Joan Crawford (primero pelirroja, luego morena), una belleza vulgar sin mucha escuela y ninguna técnica dramática (venía de los concursos de baile), que llegó al estrellato más con talante que con talento. Si alguien puede llamarse estrella en el cine es esta Crawford cuyo nombre original, en francés, quiere decir El Sudor. A golpes de sudor llegó como estrella más lejos que nadie. Ambas, la Davis y la Crawford, se reunieron en esa danza demente que se llamó ¿Qué le pasó a Baby Jane? Las dos dieron una doble lección de lo que Edgar Allan Poe llamaría de lo Grotesco y lo Macabro. Que el público acogiera esta exhibición de fealdad y maldad es una prueba del arte de una y el fulgor que nunca muere de la otra. Ambas, al final, resultaron intercambiables. Bette Crawford y Joan Davis: bestias en blanco y negro, monstruos profanos, eminencias nada grises.
Hitchcock, usualmente conocido como El Maestro o el Mago, decía preferir a sus heroínas rubias porque usualmente son como un iceberg encima de un volcán: se derrite el hielo y aparece debajo la lava. La mejor prueba de esta teoría es Tippi Hedren en Marnie, en que la rubia helada esconde un presente (y sobre todo un pasado) turbulento. La peor prueba de la misma teoría es Julie Andrews en Torn Curtain. ¡Se rasgan sus vestiduras y debajo del iceberg aparece otro iceberg!
Mi ejemplo de la teoría sobre lo que pasa debajo del volcán es Gloria Grahame, la Bette Davis del pobre. Una mujer capaz de engañar con éxito al ogro de Broderick Crawford (sin parentesco con Joan), de poner cuernos a un domador de elefantes de hecho le pone colmillos) y, sobre todo, de echar café caliente la cara cujeada de Lee Marvin, es la pecadora por defecto: no un iceberg sino un refrigerador. Su mejor película, mi preferida, es En un lugar solitario, que es a donde va a parar el amor. Aquí ella es extrañamente pasiva, pero su amante es un Humphrey Bogart tan violento volcán que la Grahame, con su largo labio helado, parece estar paralizada por una descomunal dosis de novocaína. Es bueno después de todo que no se haya casado con Humphrey Bogart. Entre los dos, en ese beso infinito, habrían tenido un vástago con el más largo stiff upper lip del cine.
Gloria Grahame demuestra muy bien que una mujer puede ser fea y ser feliz como actriz, que las actrices no deben hacer caso a Baudelaire cuando dijo «Sé bella y cállate», y que no hay que ser bella para ser estrella. A quien la cámara quiere también la quiere el público y a quien no quiere la cámara, como a Gloria Grahame, la quiero yo.