Obsérvese que no digo «Las fotos en el cine» ni «la foto y el cine». No hablo de la relación entre la fotografía y el cine. Ni siquiera de la importancia que la fotografía tuvo para el cine —que no sería mala idea subrayar. Todo el mundo sabe que el cinematógrafo surgió de la fotografía, que en cada momento del cine hay veinticuatro fotografías proyectadas por segundo, otras tantas fotos fijas que crean la ilusión de movimiento, aprovechando que el ojo humano, por una imperfección fisiológica que tiene un nombre poético, la persistencia de la visión, no puede asimilar muchas imágenes simultáneas— o que casi ocurren al mismo tiempo. Pero si la fotografía permitió la invención del cinematógrafo, como dicen los teóricos franceses, hay que distinguir el cinematógrafo del cine, el aparato que crea la ilusión de la ilusión creada, como el sueño y la memoria. Así una foto se diferencia fundamentalmente de una imagen del cine. La diferencia no estriba en que una película, por ejemplo, narra una historia. Hay fotos reveladoras, que cuentan un cuento y hasta toda una vida: una foto puede ser una biografía. No está la diferencia tampoco en que la foto refleje la vida y el cine sea ficción. Hay fotos fantásticas y películas de un realismo atroz. La diferencia está en que una película es toda movimiento y la condición esencial de una fotografía es la fijeza. Las fotos animadas revelan enseguida un carácter grotesco, contrario a la nobleza que puede producir una fotografía —o ciertas características que no son aparentes en ese arte, el cine, que tuvo su origen en la animación de las fotos.
Las fotos en cuestión, ahora surgieron del cine, como necesidad de su aparato publicitario, al servicio de la materia de que están hechos los sueños del cine, de sus estrellas. Pero estas fotos fueron esencialmente diferentes al cine. Cuando el cine se hizo consciente del poder encantatorio de sus actores (que no eran actores como los entendía el teatro, por ejemplo), de la fuerza de sus imágenes y vino a llamarlos —hábilmente, casi con sabiduría de nación— estrellas, sintió que había que reproducirlos también, por otros medios que el cine, que era su vehículo, por los órganos de difusión —es decir, la prensa diaria y semanal, por supuesto ilustrada—. Así nacieron las foto-fijas. Este nombre, que habitualmente se emplea en español para traducir lo que en inglés se conoce como stills, nada tiene que ver con los stills corrientes. No eran fotos de una producción en rodaje, sino que eran avisos de futuras apariciones o bien recuerdos de una aparición del pasado inmediato. Pero fundamentalmente servían de publicidad a las nacientes estrellas, a los actores consagrados, a las estrellitas que ascendían de la mera turba de extras a distinguirse individualmente. Estas primeras foto-fijas —es decir, las que se han conservado— tenían como motivo la fealdad fotogénica de una Lillían Gish varias veces vetusta o, tenía que serlo, el perfil latino de Rodolfo Valentino. Entonces los nombres de estos fotógrafos de las estrellas no tenían mayor importancia, pero hoy podemos recordarlos como pioneros de un arte. Precisamente, uno de los primeros fotógrafos notables fue James Abbe, que retrató a Rodolfo Valentino en poses mucho más inmortales que sus películas. Otro fotógrafo contemporáneo era George Hesser, que cubrió casi toda la década de los veinte con sus imágenes que creaban sueños de otras imágenes de sueño, el cine.
Pero es en los años treinta que la foto-fija de estrellas —lo que un historiador del cine canadiense, John Kobal, ha llamado glamour portraits y efectivamente eso son: retratos de glamor— alcanza su momento más brillante. En este apogeo, en su centro, se mantienen tres nombres notables: George Hurrell, Ernest Bachrach y Clarence Sinclair Bull. Bachrach es un artista elegante, mientras Clarence Bull da una nota a veces verista, pero es George Hurrell quien se muestra a la altura de los fotógrafos maestros del siglo, compitiendo no sólo con aquellos maestros de la fotografía en movimiento, los grandes directores de fotografía del cine, que a veces se dejan llamar humildemente lighting cameramen, meros iluminadores, sino también con los nombres consagrados por la prensa. Edward Steichen es, posiblemente, el más grande retratista fotográfico del siglo. Ninguno de los otros que se dedicaron a las celebridades o son maestros de la publicidad personal, pueden acercarse a la maestría de Steichen. Hay una foto de Steichen cuyo objeto es Greta Garbo y la elección de la Garbo es ya de por sí hábil, porque Steichen está recogiendo en una foto una summa del cine. Aquí está la gran estrella, el gran rostro de la pantalla, la gran actriz y además viene cargada de hieratismo y de misterio, de reticencia personal. No podía fallar —y no falla Steichen: la foto es una obra maestra. Pero George Hurrell escoge a otra estrella de la pantalla mucho menor que la Garbo (de hecho en alguna película, como Gran Hotel, hacía de una mera mecanógrafa mientras Greta Garbo era la Garbo, con la aureola argumental de una gran ballarina a la que rodea la tragedia como una miasma visible), a Joan Crawford.
Ahora hay que hablar aparte de Joan Crawford. Nunca fue mi actriz favorita, hasta ¿Qué le pasó a Baby Jane? cuando era evidentemente demasiado tarde para celebrarla. Si recordaba alguna película suya en el pasado, Humoresque, era para identificarme con John Garfield, que resulta un visible violinista díscolo. La reconciliación en Gran Hotel estaba precedida por Baby Jane, aunque me obligó a reconocer que si no pudo superar a Bette Davis en esta última película, en Gran Hotel casi llega a robarle la atención a su real oponente, Greta Garbo. Joan Crawford, la persona, que no interesa al cine, sino su presencia física en fotografía, es difícil, resulta demasiado pequeña para sus hombros y su cabeza. (Observen por favor que hablo de ella en presente aunque ha muerto no hace mucho: no es una sesión espiritista, es que las estrellas de cine nunca mueren: viven tanto como vive la materia de que están hechas las películas, que son los sueños, y aún el perecedero celuloide es increíblemente duradero). Pero Crawford nos hace olvidar todos sus defectos por su presencia —no escénica: ella va mucho más allá de la escena, más lejos que la pantalla que siempre parece situada en el horizonte— en el cine. Pero aún en el cine es posible recordar sus faltas que a veces sobran. George Hurrell retrató a Joan Crawford en sus años de apogeo con resultados milagrosos. Hay una secuencia fotográfica entera de ella con Clark Gable en Possessed (¡cuán crawfordiano es ese título!), los dos uniéndose, juntos, abrazándose —y Clark Gable desaparece por completo, su prestancia devorada por la presencia de esta mantis atea del cine. Otra foto de Joan Crawford que puede competir con Steichen (de hecho hay una foto famosa de Sinclair Bull de la Garbo, en que no se ve más que una de sus manos, su rostro desnudo y su cabello estirado hacia atrás que es más Garbo, más bella y más una imagen que el retrato de Steichen: todos la han visto pero nadie recuerda a Sinclair Bull, mero fotógrafo, gran artista) y está hecha en 1931. Joan Crawford aparece sentada, aunque no se ve la silla. Está rodeada de pieles: una piel de un gran abrigo o varias pieles envolventes: en todo caso aparece envuelta en pieles. Lleva un sombrero corto ladeado, que deja ver parte de su frente amplia y en el centro del cuadro está su cara, el triángulo que casi es un óvalo perfecto. Tiene los labios pintados en lo que será muy pronto conocida como la boca crawford y tendrá tantas imitadoras y tantos detractores. Esa foto es un retrato.
Pero la foto magistral de George Hurrell es la que le hizo a Jean Harlow al año siguiente. Jean Harlow no era entonces famosa ni era conocida como la rubia de platino, sin embargo en esta foto tiene el pelo platinado y sus cejas dibujadas a lápiz en un arco fino y los labios provocativos: su marca de fábrica. La foto es en blanco y negro (como todas de las que he hablado, por cierto) pero se ve el bronceado de la piel de Harlow, el yodo en contraste con el oxígeno, como en un conflicto químico. No se ve a Jean Harlow más que de medio pecho para arriba, ausentes sus exhibidos pezones turgentes, aunque muestra sus axilas afeitadas y gordas. Está acostada sobre unos almohadones ligeros o sobre un sofá modesto y así los únicos centros de atracción de la imagen son la cara y la cabellera rubia platino abundante. Esta foto muestra la influencia de la moda de su tiempo y de su arte, el Art Déco, pero lo deja ver por reflejo: todo el retrato es puro Art Déco, no podía haber sido hecho más que en su tiempo y al tener como objeto —objetivo, diría George Hurrell— a Jean Harlow, a la rubia de platino, es ciertamente imposible haberlo hecho en otro lugar que Hollywood, California, USA en los primeros años treinta. Este icono —la foto provocaría reverencia al poco tiempo de hacerse, idolatría a los pocos años de impresa, al morir la estrella— es una prueba del arte temporal pero imperecedero de George Hurrell y de los otros fotógrafos como los que inventaron por ese tiempo una forma de arte inmóvil salido del arte del movimiento, que hicieron surgir del cine el arte, ahora justamente apreciado, del retrato glamor.