¡Viva la película B!
Surgió, como una Venus para ver de entre rollos de celuloide, en los comienzos de Hollywood, aún antes de que Hollywood se llamara Hollywood. Mary Pickford, la Novia de América, cuando ni siquiera era conocida en su barrio, ya era heroína de películas B. (El nombre o mejor dicho, la gradación, parece tomada de la leche en botella: Grado A, Grado B —las películas A son, por supuesto, todas las producciones, grandes y menores, dignas de llamarse films, pasteurizadas. Las B son meras películas, como quien dice peliculitas). Vastas reputaciones fílmicas tuvieron su comienzo en minúsculas películas B: (la de Cecil B. (sin connotación) De Mille por ejemplo y de John Ford y hasta la del gran Griffith. Poderosos estudios futuros, como Columbia Pictures, comenzaron produciendo películas B. Otros, como Universal, se vieron obligados a producir películas B para sobrevivir y renacer más tarde al poder de las fauces fílmicas. Otros estudios todavía que parecieron nacer ya poderosos, terminan sus días de gloria entre las penas de películas B: El verdugo viajero, al comienzo de los estertores en 1970, hasta Telefon en 1978, a la que el renombre de una o dos estrellas y la categoría de su director no eliminan la marca malvada de la película B a pesar suyo, ¡son películas Metro Goldwyn Mayer!
Cuando todos los géneros del cine se afirmaron y definieron en los años treinta, en que aún la comedia, que parecía insuperable en su excelencia silente, ganó una nueva pátina, y la comedia musical se consolidó coreográfica y el film de gángsters y el oeste cobraron su aspecto letal por el sonido de rifles y pistolas, la película B era el complemento necesario a cada programa doble. Pero por alguna razón caprichosa (muchas veces en Hollywood los motivos, aunque basados en un pragmatismo oportunista, resultan inescrutables) la película B alcanzó su gran momento en la doble década de los 40 y los 50, cuando los rellenos eran tan atractivos y sugerentes como la película principal. (Algún cinéfilo costarricense, que los hay, tal vez argüirá que los años treinta tuvieron su cuota caudalosa de películas B. A ése podría responderle que en esa época gloriosa del cine aún las más ínfimas películas B tenían el aspecto de formidables producciones). Esa fue la década en que reinó —sus súbditos estaban subyugados por su atrayente esbeltez— Carole Landis, cuya misteriosa imagen del cine casi prefiguraba su suicidio en la vida. En esa década hay comedias maestras, jocosas ya desde el título, como Up in Mabel’s Room y Getting Gertie’s Garter y la RKO Radio, recordando su pasado, arrebata el cetro del horror a la Universal con obras maestras de terror que son a la vez películas B —Cat People, I Walked with a Zombie y The Leopard Man no sólo son perfectas sino que alimentan la mitología popular del hombre que en un cine sueña pesadillas.
Si Jacques Tourneur es el gran director de películas B de los anos cuarenta, los años cincuenta hacen surgir, como de una chistera de imágenes, los nombres de Jack Arnold, Phil Karlson, Irving Lerner, Irvin Kershner y Richard Fleischer de entre el montón de directores de películas B (algunas verdaderas obras maestras no sólo de las películas B sino del cine, como El hombre increíble, en que Jack Arnold cumple la promesa hecha en su debut en It came from Outer Space y luego repetida en El monstruo de la laguna negra) y dos directores que llegarán a convertirse en maestros del cine, Don Siegel y, especialmente, Stanley Kubrick. Siegel dirige en esa década admirable Riot in Cell Block y Baby Face Nelson, pero su obra maestra (nunca volverá a hacer otra película tan perfecta) es Invasión de los Muertos Vivientes, mayor film de horror y alevosa alegoría. Ese imperio de la gran década de la película B tiene una reina, Marie Windsor, quien en Estrecho margen, de Richard Fleischer y, sobre todo, en Casta de malditos, de Stanley Kubrick, se muestra ambiciosa y letal, engañosa y fatal como una diosa Kali del cine.
Los años sesenta se presentan óptimos para la música, pero pésimos para el cine, al menos para la producción de películas B. Los maestros de la década anterior se ven atacados de gigantismo, como Kubrick con Espartaco, en la misma arrancada de los sesenta y aunque produce tres obras maestras (Lolita, Dr. Strangelove y 2001: Odisea del espacio) cada vez sus pretensiones son mayores, sus declaraciones más portentosas. Otro tanto le ocurre a Richard Fleischer, a Irvin Kershner, y a Irving Lerner, y Don Siegel que, poseído de su importancia, se entrega al culto de la personalidad de las estrellas: Richard Widmark, Shirley McLaine y Clint Eastwood sustituyen a los antiguos conocidos que hoy son desconocidos: Neville Brand, Kevin McCarthy, y hasta su trato con Lee Marvin (en The Killers) se convierte en el contacto con una estrella a punto de ser descubierta.
Here come the Seventies! Los años setenta ven a Hollywood acogiendo a los hijos prodigios que regresan de todas partes del mundo: Inglaterra, Italia, España y el resurgir de la gran producción, ahora increíblemente inflada en superproducción. A partir de El padrino con crasa riqueza a lo Craso (sus millones ganados son tantos que su director, que tiene lo que en Los Ángeles se conoce como «un pedazo de la acción», es decir, acciones, no sabe en qué invertir sus ganancias y lo hace en otras películas, revistas y diversos proyectos oscuros), todos buscan el toque de Midas y muchas veces lo encuentran: hasta una película modesta, como American Graffiti, se convierte en una mina de oro. A El padrino seguirá Jaws, en que un director, Steven Spielberg, que había comenzado haciendo películas B (las películas B habían encontrado, como Humphrey Bogart en High Sierra, su último refugio en tierra hostil: la televisión) consigue romper el record de El padrino —y el resto es historia contemporánea del cine: la secuela de secuelas y la inversión por la inversión misma: El padrino 2, Tiburón, etc—. Mientras que el antaño nada pretencioso director de American Graffiti, George Lucas, estalla la supernova de la taquilla: Guerra de las Galaxias. Así ahora es difícil no hacer, sino siquiera concebir en Hollywood una película que cueste menos de diez millones de dólares: a mayor inversión, parece ser la máxima, mayores los dividendos. Es en esta atmósfera en que nadie podría siquiera no pensar sino, un ejercicio más leve, recordar la película B, en Hollywood, en pleno boom de los setenta diluvianos, en la era de los megaterios del cine es cuando surge —voilà!— la serie B rediviva, el cine menor de nuevo, otra vez la pequeña película —y el recién nacido es un monstruo: una obra maestra.
Assault on Precinct 13 (que se debiera traducir no por Asalto a la Estación de Policía sino por Atentado contra la superproducción) con su título que recuerda a Riot in Cell Block 11, es la película más excitante que he visto en mucho tiempo. A mí que Guerra de las Galaxias me dejó helado en el espacio y Encuentros en la tercera fase me encontró parcialmente frío en el tiempo (aunque tengo que reconocer que es una película que gana en el recuerdo, pero creo con todo que le sobró dinero y le faltó necesidad inventiva), Assault me envolvió con un sentido de la amenaza que está lejos del suspense como lo concibe Hitchcock pero que es aquí una opresión que alcanza a la angustia. El argumento es, como en casi todas las grandes películas, bien simple. Un hombre que se ha encontrado, juegos del destino o de la historia, con una pandilla de asesinos terroristas (ellos han matado a su hija, él en venganza mata a uno de sus cabecillas) se refugia en lo que aparentemente es una estación de policía. La estación es aparente porque está siendo desmantelada y trasladada a otra parte de Los Ángeles (aquí no la ciudad de Hollywood sino la sede de la insidia) y no hay en ella más que dos empleados, un policía y un teniente negro que se encarga de supervisar los últimos momentos de la mudada. Por azar han llegado antes varios reos, delincuentes peligrosos, que son confinados en los calabozos. El momento en que el refugiado, casi catatónico, viene a asilarse es el crepúsculo —y al atardecer apacible, casi burocrático en la estación seguirá una noche de terror que rodea al edificio como un aura depravada. Los terroristas emplean armas sofisticadas: rifles de gran calibre, balas de alta velocidad y silenciadores. Esta última innovación técnica es de una gran novedad dramática: los sitiados caen uno a uno fulminados por disparos silentes. Es también un buen subterfugio de la trama: como no se oyen tiros nadie detecta el asalto a la estación.
La película ha sido escrita, producida y dirigida por John Carpenter, un joven director americano que, antes de estrenarse la Guerra de las Galaxias, había producido su Dark Star ¡que costó sesenta mil dólares! Carpenter es también el autor de la excelente música de Assault y, lo que es más importante, el director que ha recobrado los valores eternos de la película B. Su historia está contada con gran economía (este ahorro de imágenes llega al extremo que Carpenter planeó y dibujó cada plano mucho antes de filmarlo: un ojo puesto en la imagen y el otro en el presupuesto: Assault costó sólo 200.000 dólares, lo que en estos tiempos cuesta solamente el guión de cualquier película) y al mismo tiempo que rinde homenaje a sus antecesores, es una sutil parodia de las películas de gángsters de los años treinta, con su reo rudo pero-bueno-en-el-fondo, que tanto recuerda al George Raft de la gran época. El Asalto, relatado desde el punto de vista de los sitiados, toma la forma de un oeste clásico, con los terroristas de todas las razas y clases sociales unidos como indios urbanos en su sitio sevicioso manteniendo un odio que nunca descansa, los sitiadores vistos apenas pero siempre presentes, como una amenaza invisible pero cierta. El final tiene la culminación heroica de la convención épica y el salvamento de última hora, el grupo de policías providenciales es presentado como una versión burlona de la US Cavalry, tan cara a John Ford. Ciertamente Assault on Precinct 13 podría llamarse Rescate de la Película B.