La comedia musical es el único género cinemático que nació para la felicidad —o al menos para hacernos felices—. Pero el musical, como todos los géneros del cine, siempre ha estado en crisis. Una película puede fracasar que la siguiente quizás sea un éxito y hay películas que son un fracaso inicial y luego se hacen éxito, como Bonnie and Clyde. Pero los géneros (ya sea el Oeste o la comedia musical o las películas de gángsters) tienen que demostrar cada día que existen y para existir deben tener un éxito tras otro, para poder seguir existiendo —es decir, haciéndose en películas. Michael Cimino con Las puertas del cielo parece haber cerrado tras sí, con un portazo que rima con fracaso, las trepidantes puertas del oeste. Francis Coppola con todos sus Padrinos abrió una puerta grande al decadente cine de violencia mafiosa.
Pero con One From the Heart ha ayudado a que el musical en vez de estar en crisis haya entrado en agonía. John Huston con su megalómana Annie (una ballena a colores del cine), el musical más costoso de todos los tiempos, con 43 millones de dólares de presupuesto declarado y 52 millones efectivos gastados en una película que se limita a hacer todo cada vez más grande, no más grandioso, para aplastar con sus pretensiones a lo que era una grata comedia musical con menores encantadores (al menos fue así como la vi en escena en Londres), y convertirla en una película con niños que parece producida por Herodes.
Pero el musical se ha movido siempre con el péndulo del éxito sobre el pozo del fracaso. Vincente Minnelli (para mí el más notable director de comedias musicales) debuta con un éxito, Una cabaña en las nubes, celebrada por la crítica y comprada por el público, se continúa con un éxito de taquilla: Las Follies de Ziegfeld, y tras el estruendoso éxito de Meet Me in St. Louis (La rueda de la fortuna) realiza Yolanda y el ladrón, una película tan fresca como la bella Lucille Bremer, que la protagoniza, que es un ruidoso fracaso universal. Tal vez la clave de esta primera caída del joven Minnelli está en haber escogido para el papel del ladrón al bailarín que menos podía parecerlo, Fred Astaire. Sin embargo la presencia de Gene Kelly junto a Judy Garland, uno y otra más exitosos que nunca, no convirtió en un éxito de taquilla ni de crítica (los críticos siempre se equivocan) a una de las obras maestras del cine musical, El Pirata. Esta deliciosa comedia a lo Goldoni tenía además canciones tal vez demasiado originales. Cole Porter, que es uno de los grandes compositores del cine y del teatro americanos, quiso olvidar sus increíbles dotes de melodista para entrar mejor en el espíritu de la farsa furiosa. Si me dieran a escoger cinco comedias musicales para llevarme los vídeos conmigo a una isla desierta (tendría, claro, que llevarme una máquina de vídeo y un televisor y corriente eléctrica y agua corriente y a Miriam Gómez —y la isla dejaría ya de estar desierta—) escogería sin ninguna duda a El Pirata —aunque no soy precisamente fanático de Judy Garland. Es más creo que fue ella quien determinó el fracaso final de Nace una Estrella a la que convirtió en Nace una Histérica. Tal vez la culpa fuera de George Cukor, quien a pesar de su éxito en My Fair Lady nunca pudo manejar bien la comedia musical, género que requiere un espíritu boyante, flamboyante como el de Minnelli o Stanley Donen.
En My Fair Lady, con la pieza de Bernard Shaw como sólida estructura de comedia, la letra de Alan Jay Lerner y la música de Loewe (no confundirlo con el peletero español del mismo nombre), la coreografía de Hermes Pan (recuerden que éste fue el brillante coreógrafo que ayudó a Fred Astaire en sus trajines de tap y de danza, aunque hoy Hermes Pan diga menos que Herpes Dos) y el vestuario de Cecil Beaton: con todos esos ases en la manga, Cukor hizo una película como la obra y la comedia musical teatrales, totalmente verbal. A mí me habría gustado, por ejemplo, presenciar la educación de Eliza Doolittle para la vida, para la sociedad, para la urbanidad en una palabra —o mejor en muchos movimientos. Si My Fair Lady hubiera estado dirigida por Minnelli hubiéramos visto, estoy seguro, esta metamorfosis de la larva que se hace espléndida mariposa. Como ocurre en Gigi con Leslie Caron, una estrella de cine que no tiene nada que hacer en belleza, elegancia y savoir faire al lado de Audrey Hepburn. Aunque Audrey Hepburn en pleno apogeo no puede evitar que Funny Face, de Stanley Donen, fuera un ruidoso fracaso de público. Puro perigeo, Funny Face (Una cara con ángel) con un Fred Astaire al aire como una cana, pero al que ya hay que retratar con foco suave y una Audrey Hepburn versátil, vibrátil, es uno de los musicales más hermosos visualmente hablando que se han hecho y tiene una partitura toda llena de melodías y de música de alas de George Gershwin. Sin embargo nada ni nadie la salvó del fracaso apenas atenuado por la crítica. La cara tendría ángel pero la película, a pesar de Astaire, se movió con pies de plomo para el público.
Lo mismo había ocurrido antes a Minnelli con Fred Astaire otra vez, y Cyd Charisse desplegando las piernas más sinuosas, suntuosas del cine musical en The Band Wagon, que es uno de mis films favoritos —y parece que lo fue de nadie más. Esta Melodía de Broadway de 1955, que se llamó en América Brindis al amor y fue estrenada en Cuba en 1955, ocasión en que cubrí de elogios y ditirambos a ambos y duró tres días en la cartelera habanera. Así era yo de persuasivo entonces.
Cuando Stanley Donen dirigió Funny Face no era un recién venido. Donen había debutado como director en On the Town junto a Gene Kelly, una de las películas realmente innovadoras del cine musical (junto con Meet Me in St. Louis, a la que Gene Kelly atribuye el primer paso de baile de la era musical moderna), y de enorme éxito de público. Después del paso en falso de Boda Real, Donen se recuperó con creces en Cantando bajo la lluvia la comedia musical más exitosa de todos los tiempos, película que ilustra con puras imágenes pop el axioma primero y último del cine musical: la búsqueda (y el encuentro) de la felicidad. Donen sabía como nadie poner en práctica el viejo adagio griego que declara que la felicidad consiste en saber unir el fin con el principio —por poder. Pero, como dice la canción carioca, «Felicidad es una quimera». En el cine la felicidad es un sueño y, a veces, una pesadilla. En Hollywood ese mal sueño tiene nombre y se llama fracaso.
La unanimidad de los extraños ante la comedia musical como el arte americano por excelencia (yo me inclinaría a pensar que el Oeste es este arte: la prueba es lo a menudo que Hollywood extrae el oro de sus musicals de la gran mina que es Broadway) es sorprendente y tiene a tan distintos, distinguidos encomiastas como Nikita Khuschev, que hizo su alabanza ante Benny Goodman en Moscú y después, de visita en Hollywood, pidió ver la filmación de Cancán —para opinar, crítico, que esas mujeres tan, tan desnudas eran el producto de la degeneración capitalista—. ¿Qué habría dicho de haber ido al rodaje, de Hair este calvo Nikita que tampoco tenía pelos en la lengua? Los hippies después de todo eran nietos de Marx. André Malraux, al visitar Nueva York, propuso al musical para elevarlo al panteón del arte americano. Alain Resnais ha declarado a menudo que siempre quiso dirigir un musical francés. Pero haciendo una mueca hacia Demy, añadió: «En Hollywood». Me temo que este musical del autor de El año pasado en Marienbad sería una tragedia musical, bajo el título de Hollywood, mon amour. Balanchine, coreógrafo y esteta, dijo una vez que el mejor bailarín americano se llamaba Fred Astaire. Le siguieron por esa vía voluptuosa del zapateo y el arrastre con bastón y chistera, del deslice, y el desliz coreográfico, Nureiev y Barishnikov: «Fred Astaire», dijeron a dúo, «es el bailarín del siglo». Como Nijinski pero mejor que Nijinski porque es un bailarín popular, con temas populares en un arte popular. Toda esta excelencia no ha salvado a Astaire del fracaso —con su público precisamente—. En sucesión sus fracasos, sus fiascos casi con The Barkleys of Broadway, The Band Wagon, Funny Face, Silk Stockings y Finian’s Rainbow —todas juntas, creo, tienen un nivel de calidad excesivo—. ¿Será que Fred Astaire, como el Tony Hunter en Melodía de Broadway de 1955, es veneno para la taquilla? Ahí he puesto cinco interrogaciones cinco, sucesivas, que ustedes no pueden oír, porque me niego a creer que el primer artista de un género (que él mismo concibe como eminentemente popular) puede ayudar a acabar con sus días —y lo que es más terrible, con sus noches.
Pero no es sólo Stanley Donen quien ha fracasado dos veces con Astaire (en Royal Wedding y luego en Funny Face, una verdadera obra maestra, la otra una mediocridad: pero el cine está lleno de mediocridades con éxito) sino también Rouben Mamoulian, el mismo que a principio del cine hablado, consiguió una de sus masterpieces, Love Me Tonight. Mamoulian y Astaire se encontraron en Silk Stockings, que tenía ya un personaje de éxito, la Ninotchka creada por Lubitsch para hacer reír a Greta Garbo (y a mí y a usted) y música de Cole Porter, con ese ritmo de vago beguine que él supo hacer tan suyo. Rouben Mamoulian, uno de los ojos más abiertos del cine, consiguió eso que todo el cine alemán y parte del cine francés siempre quiso componer: la sinfonía de la ciudad. En Love Me Tonight, a pesar de la execrable Jeanette McDonald (conocida en Hollywood como la Calandria de Cromo) y con la gracia gruesa de Chevalier, Mamoulian se permitió otra audacia, otro lujo formal: la tonada-secuencia. Pocas veces en el cine se unieron la música y la fotografía y el montaje para crear un momento musical con imagen y melodía. Ese mismo, Mamoulian, después de diez años de retiro, regresó al cine lleno de entusiasmo —no se sabe si por las piernas de Astaire o de Cyd Charisse—. Silk Stockings tiene un momento en que el ojo de la cámara (y mi ojo y el suyo, si es tuerto), se queda en el cuarto de hotel de Cyd Charisse, donde realiza ella un strip-tease a la inversa: las piernas más voluptuosas de la comedia musical (un género en que como en el poema de Drummond de Andrade a menudo sólo hay «piernas, piernas, piernas»: las extremidades se tocan o hacen como que se dejan) se visten de seda, mientras Cyd canta y encanta. ¡Ah el cantar de la mía Cyd! Este esplendor de música, imagen y piernas es el número titulado Satin and Silk, satén y seda…, y oír luego de fondo tenue y perturbador I’ve Got You Under My Skin, en que el roce de seda sea como una suave sarna sentimental: la comezón de todo el año. Y esto, todo esto, señores del jurado —fracasó con el público que debía haber amado las piernas sedosas de Cyd en un fetichismo feliz. El único atenuante es que estaba también aquí Fred Astaire. Pero una comedia musical de Fred Astaire (y ya conocen ustedes el género al paño) sin Fred Astaire es como poner en escena a Hamlet sin el príncipe de Dinamarca. Se puede hacer, se ha hecho, pero uno siente siempre que falta algo, no sé qué, la esencia, sobre todo a la hora del To be or not to be o cuando vienen ese bastón y esa chistera y aparecen los zapatos de charol y alguien tararea Putting on the Ritz y una voz de timbre, dice: «Señor Astaire, acuda al set del vestíbulo».
No hay nada nuevo bajo el sol, ni siquiera bajo un eclipse: el fracaso es tan viejo como el éxito y lo que es éxito en español en inglés no es más que la salida a la que se añadió un cero —EXIT 0—. Ante el éxito de Love Me Tonight de Rouben Mamoulian no podía haber otro triunfo Tonight sin Mamoulian. Sin embargo usando los mismos compositores de Love Me Tonight, Richard Rodgers y Lorenz Hart, y además intensificando un artificio usado ya aquí (los parlamentos rimados) se procedió a contratar no a Mamoulian, como sería lógico, sino a Lewis Milestone. Después del éxito mundial de Sin novedad en el frente y del éxito local de The Front Page, en que ese ruso asimilado llamado Lev Milshtein fue capaz de manejar diálogos tan americanos como una primera plana tabloide o de poner en remojo la menuda, pero ansiosa anatomía de Joan Crawford en Rain, en la que le caía a la futura presidenta de la Pepsi-Cola toda la lluvia del Pacífico mientras ella cantaba como en la ducha y lloraba de vez en cuando y secaba lágrimas y agua y, como Melisa, doraba sus cabellos al sol de una bombilla polinesia —para lujuria religiosa de Walter Huston, pastor de agua. Si eso hizo Lewis Milestone entonces éste es nuestro hombre en Nirvana para salvar la carrera de Al Jolson, a quien, como se sabe, todos debemos esto que se llama the talkies: el cine hablado pero, sobre todo, cantado, cantando, encantando.
Si el cine necesitó una invención, la fotografía en movimiento, para nacer, al cine parlante (y a veces parlanchín) le fue necesario otra invención para ser sonoro: el sonido, el Vitafón, la célula magnetofónica. Pero si para los franceses fueron los Lumière los que inventaron el cine, para todo el mundo el cine sonoro fue inventado por Al Jolson —como quien dice, Son of Lumière. En realidad la verdad no está muy lejos. Jolson vino a Hollywood entonces directamente desde sus éxitos en Broadway. Ole Al no fue sin embargo, la primera selección para debutar en la primera comedia (o folletón) musical, The Jazz Singer. El elegido por la Warner fue George Jessel, intérprete de la obra original en Broadway. Pero Jessel, después de contratado, pidió más dinero. Los Warner, sonoros pero sordos a cualquier pedido de plata, contrataron a Jolson en su lugar. Pero El cantor de Jazz, de 1927, no es, como se cree, la primera película musical. El año anterior la Warner había presentado un programa de variedades musicales en el que aparecía una troupe de bailarines españoles, los Cansinos.
Tal vez debamos la aparición temprana del cine hablado ala impetuosa naturaleza histriónica de Al Jolson. Jolson estaba contratado para cantar varios números, pero nunca para hablar. Como saben, el primitivo cine sonoro se grababa en discos que luego se sincronizaban a la imagen en la caseta del proyeccionista. Dice Jack Warner, uno de los hermanos Warner: «Es irónico que El cantor de jazz se califique como cine hablado sólo por un accidente extraviado». Sam, otro Warner más, supervisaba la grabación de las canciones, cuando Jolson, en un ataque de exuberancia suyo exhaló: «You ain’t heard nothing yet, folks! Listen to this!» que gracias a mi doblaje de hoy dice: «No han oído ustedes nada, gente! ¡Oigan esto ahora!». Con esta frase pero en inglés surgió el cine hablado —y también la comedia musical. «Hay cine mudo, pero no puede haber comedia musical sin sonido», esta declaración del cuarto Warner, José Luis Warner, es un axioma ahora.
Ahora, cinco años más tarde, Jolson necesitaba revivir su carrera casi afónica y aceptó el rol del vagabundo en Hallelujah I’m a Bum. Aquí Rodgers y Hart intensificaron sus hallazgos de Love Me Tonight, ayudados por un guión de S. N. Behrman que dulcificaba la acidez de melodrama entre vagabundos dentro y alrededor del Parque Central de Nueva York —un Central Park tan idealizado que parecía tener por escenario una novela pastoril entre rascacielos—. Los diálogos eran todavía más irreales, escritos como estaban en verso, casi como coplas. Por otra parte en la película apenas se canta. Declaró Lorenz Hart entonces: «La acción dramática será inherente a la música, así como el flujo de la foto y el humor de la acción y el drama de los personajes: todo estará en la música. Hemos escrito», Hart y Rodgers, «letra y música especialmente para la cámara». A pesar, o por ello mismo, la película fue un fracaso. Un desastre mayor que acabó con la carrera de Al Jolson —hasta que en 1946 lo rescató la mímica maestra de Larry Parks doblándolo en The Jolson Story—. Así fue Al Jolson: de Central Park a Larry Parks. Pero esta biografía, en la que no aparecía más que la extraña magia de su voz, fue lo que Richard Rodgers y sobre todo Lorenz Hart querían que fuera Hallelujah I’m a Bum —una película popular y una obra de arte. La obra de arte es The Al Jolson Story, obra maestra del pop art.
Pennies From Heaven es una obra de arte, pero no es popular: pocas veces desde Hallelujah I’m a Bum ha habido una comedia musical con tantas ambiciones, todas logradas, y el resultado ha sido la peor forma del fracaso, el fiasco total. Pero, como con Hallelujah, I’m a Bum, no es un fracaso para el arte. Al contrario, pocas películas y muy pocos musicales han logrado lo que se proponían sus autores con una certeza mayor. En Hallelujah I’m a Bum rara vez se canta, mientras que en Pennies From Heaven los personajes se expresan en canciones de moda de hace medio siglo y dicen más cantando que con el escaso diálogo dramático. Su trágico protagonista, Arthur Parker, declara como programa que quisiera hablar como hablan las canciones: porque «las canciones siempre dicen la verdad». Esto es una revelación. Sólo los que crecimos entre boleros como una selva amable de música y palabras podemos saber lo que quiere Arthur Parker, ese vendedor ambulante tan trágico como el protagonista de Muerte de un viajante. Pero la tragedia de Willy Loman es la esquizofrenia que se debate entre la ilusión del éxito y la realidad del fracaso. La tragedia de Arthur Parker ahora es que quiere ser una canción. Sabemos que es un sueño imposible, entre los muchos que tiene —todos expresados con canciones—. Cuando hacia el final consigue imaginar que él y su amante son Fred Astaire y Ginger Rogers en la pantalla es que el cine, con su poder sobre la imagen, está imaginando por él sus canciones: el cine lo sueña —como nos sueña a todos: no hay arte más vicario, más hecho de ilusión.
Hay un viejo debate sobre quién dirige una película —agravado en este caso por tratar de saber quién dirige una comedia musical—. Sabemos quién dirige una película como sabemos quién dirige una orquesta, aunque el conductor es en apariencia más visible. Es decir, más obvio. Pero el problema es que en el cine la imagen en la pantalla es la partitura. Toda película es un conjunto de imágenes en busca de un autor. Tenemos ahora dos problemas en el cine: cuál es la partitura, quién es el autor. En una película el problema de la autoría se agudiza cuando se sabe que la orquesta está compuesta de solistas, a veces virtuosos y ¡hasta compositores! Otras veces la orquesta está borracha, como ocurrió a Francis Coppola en One From the Heart. Los autores posibles de una comedia musical son su bailarín (Astaire, Kelly), su coreógrafo (Busby Berkeley, Gene Kelly) y su director a veces (Minnelli) y a veces su co-director, como Stanley Donen con Kelly. A veces es su productor (como Arthur Freed de Metro Goldwyn Mayer) o su fotógrafo (como Richard Avedon en Funny Face) y, aunque parezca increíble, su guionista —y no sólo en el caso de Alan Jay Lerner, escritor de Un americano en París, de My Fair Lady y de Gigi, ésta como Un americano en París escrita especialmente para el cine. John Kobal, autor de Gotta Sing, Gotta Dance, afirma que el verdadero autor de una comedia musical ¡es el público!
Pero si alguien es el autor de Pennies From Heaven es el escritor inglés Dennis Potter, que concibió la trama bordada con canciones americanas de la era de la Depresión y la escribió inicialmente para la televisión, en una serie inglesa curiosamente exitosa. Tanto que fue comprada por la Metro y convertida por Herbert Ross en una de las obras maestras indiscutidas de la comedia —comedia? Bueno, tragicomedia musical. La película fue visualizada por Ken Adam, director de arte de las películas primeras de James Bond, pero también de La Reina de Espadas, de Dr. Strangelove y de Barry Lindon. El cinematografista fue Gordon Willis, tal vez uno de los cinco primeros fotógrafos del cine actual, conocido por su colaboración con Coppola en los dos Padrinos y con Woody Allen en Annie Hall y Stardust Memories. Uno de sus productores fue Nora Kaye, antigua ballerina, con su marido Herbert Ross.
Uno se pregunta en efecto cómo el adocenado Herbert Ross, coreógrafo de esa Arca de un sí es Noe que se llama Dr. Doolittle, es el balletómano mediocre de Turning Point, el fanático cursi, inepto y vacío de Nijinski, cómo Herbert Ross, ¡por Dios!, ha logrado esta obra maestra buscada de pop art, esta emotiva crónica musical, esta tragedia de Racinema de un condenado por fracasado y llevado al patíbulo por un solo delito: su delirio de belleza. Una belleza fugaz y dudosa como toda belleza popular, pero no menos válida —y quizás más válida como belleza por su encanto que se escapa—. Las claves del éxito son las claves del fracaso y quizás estén dadas más atrás. En todo caso ahí está la respuesta única, porque el público ha rechazado a Pennies From Heaven con una fuerza casi feroz que debía emplearse sólo en casos extremos. Cine die como con esos que hacen películas pane lucrando —o los estetas de siempre: Bergman, Godard, Antonioni: aquellos que cometen crímenes contra el cine en nombre de la angustia.
Hay un momento en Pennies From Heaven que es una isla de maestría. La película ha reproducido fotográficamente varios cuadros del pintor irrealista americano Edward Hopper, como su famoso Nighthawks, en que irónicamente los halcones de la noche son una pareja solitaria en una cafetería. En Pennies, Steve Martin y la de veras adorable Bernadette Peters están, en efecto, en el cuadro, dentro de la cafetería. Pero el momento maestro a que me refiero es cuando se ve de lejos un restaurante de carretera —Jimmy’s Diner— y dentro está Steve Martin, actor limitado y poco atractivo, como un François Truffaut que ha perdido su encanto y el excepcional bailarín Vernel Bagneris. Como siempre en la película, de la nada cotidiana surge radiante una canción: Pennies From Heaven, el viejo hit de Arthur Tracy de 1932. Afuera llueve y de pronto, como por oficio teatral surge un artificio del cine —y Bagneris arranca a bailar dentro y fuera del diner—. Su canción se hace conmovedora, emotiva y feliz —mientras del cielo llueven peniques, cobre como oro. Este momento es tan perfecto como aquél cuando Gene Kelly canta y baila en la lluvia, pero tiene además un contenido patético que le hace menos físico y más metafísico que Cantando bajo la lluvia. Esa infelicidad de la trama es nuestra felicidad por un momento.
Habría que darle gracias a Pennies from Heaven por su fracaso: total, absoluto. Tanto que la película se ha visto en pocas partes: ni siquiera se distribuyó en América después de haber sido subtitulada. No sé si se llegó o no a doblar en España, en ese paso doloroso que casi cantó John Donne. (¿Por quién doblan las películas? Están dobladas por ti). La Metro ola centímetros que quedan al rabo del león desistió de estrenarla en la península y aun una diligencia que hice ante la UPI (née CIC) en Londres tuvo no la callada sino la negativa por respuesta a ponerla por un día en el Festival de Cine en Color de Barcelona. «Not interested», maulló el león de la MGM —o Muchas Gracias Muchachos. No hay que insistir en la desgracia de un género feliz. El fracaso de Pennies from Heaven es un triunfo si no para el género por lo menos para esta película, que ha pasado a ser la obra maestra desconocida. Nadie la ha visto. Nadie la verá. Balzac, que no podía ver el cine, ya sabía: La Commédie (Musicale) est finie!