Hace más de medio siglo que el cine canta y baila, pero ese medio siglo largo es una eternidad de delicia.
En realidad el cine siempre había hablado. Edison, inventor del fonógrafo y parcial inventor del cine (en este caso el cine horizontal para espiar por una rendija, ayudando a la pornografía futura con la intimidad de uno solo: el cine se hizo para masturbadores), ya que el resto lo harían los hermanos franceses Lumière, inventores del cine vertical, proyectado, espectáculo público. Este Edison inventivo y voluble y mercenario había ideado antes de fines del siglo pasado un sistema de sonido que desarrolló sólo a medias. Ya en la Exposición de París de 1900 la voz descarnada de Sarah Bernhardt declamaba a un público doblemente asombrado, Sarah se mueve y habla: está viva la diva! Unos pocos años después la Bernhardt interpretaba a Margarita Gautier en una versión breve de La dama de las camelias. La tuberculosis mata, pero la técnica primitiva mataba más rápido todavía y nadie recuerda nada de esa Camille que tosía audible desde la pantalla.
No sólo era tos y teatro. El cine silente bailaba, como lo mostró la inmortal Joan Crawford en su gran éxito mudo, Our Dancing Daughters. La Crawford se estableció allí no sólo como una de nuestras hijas que bailan mejor sino como la reina del charlestón en el cine: toda movimiento mimado sin música. Al año siguiente, ya sonora, ella cantaría los blues. Pero la primera muestra de canto y baile en el cine tuvo lugar un año antes de que el lamentado judío disfrazado de Al Jolson cantara The Jazz Singer. (Donde, por cierto, cantó la primera canción escrita especialmente para el cine, que años después haría ricos a los compositores, pero ahora, cosas del copyright, sólo alimentarían las arcas millonarias del estudio su plañidera Mammy, de tan noble como cursi sentimiento filial). Esa primicia inadvertida fue un programa filmado y grabado para cultos ocultos en la oscuridad de la sala y unidos en la exaltación venerada de la música clásica. Con la Orquesta Filarmónica de Nueva York, el tenor Giovanni Martinelli y el violinista Efrem Zimbalist (padre de ese Efrem Zimbalist envaselinado y sonriente, actor de cine y agente modelo del FBI en la televisión) y entre ellos, ¡sorpresa!, la troupe de bailarines flamencos anunciados como The Cansinos. Nada menos que los felices padres de una niña, la diminuta bailaora llamada Margarita Carmen Cansino —a la que luego conocería el mundo feliz como Rita Hayworth, pelirroja y audaz. Muchos aseguran que la precoz Rita, Lolita de la danza, estaba en ese corto. Si es así, no era el surgir del canto y del baile en el cine lo que vieron, sino las primicias de una de las personalidades más luminosas de la comedia musical, superestrella de la Columbia Pictures, melodramática Gilda, dramática dama de Shanghai, mujer de Orson Welles, princesa de Alí Khan y uno de los mitos del siglo. Pero ese momento musical marcó el nacimiento de Venus entre las ondas de Vitafón, precario sistema de sonido que se oye aún peor en The Jazz Singer.
Después de El cantor de jazz (en la que Jolson nunca cantó jazz: sólo hacía burdas imitaciones, su voz tan teñida de negro como su cara) vinieron las inevitables imitaciones. Al ver empresarios, productores y bosses del cine cómo un estudio en quiebra, Warner Brothers, se convertía de la noche a la mañana en otro El Dorado, todos siguieron el río de oro sonoro. La Warner inclusive se imitó a sí misma y Al Jolson se hizo no su autorretrato sino una copia burda de su cara parda en The Singing Fool: ese idiota que canta ciertamente no hacía la cinta autobiográfica, pues Jolson fue uno de los entertainers más astutos del cine y del teatro. Las secuelas se hicieron serie: Sonny Boy, Dilo cantando y Mammy, que a pesar del título es curiosamente la mejor película de Jolson.
Desgraciada o afortunadamente la popularidad de Al Jolson cayó en picado a partir de 1930 —y la misma suerte corrieron las recién nacidas comedias musicales que todavía no se llamaban musicals. Un año antes la Metro había entrado en la carrera a última hora, pero compitiendo de lleno su productor estrella, el malogrado Irving Thalberg, al contratar a un escritor de letras de canciones llamado Arthur Freed, que a su vez se convertiría años más tarde en el gran productor de musicals (como la premiada, elogiada, copiada Un americano en París), para la Metro, y a Nacio Herb Brown, que compondría la música de una canción que haría historia veinte años después como melodía, como letra y como título de una de las obras maestras del cine musical y del otro: Cantando en la lluvia. La película con que el león de la Metro debutó con tan buena pata peluda fue la famosa y hoy olvidada Melodía de Broadway. Por primera vez el espectador vería en ella lo que era hacía rato el habitat de la comedia musical del teatro: la vis cómica y la vida vivida entre bastidores. A veces, en el futuro, serían los entresets del estudio los que servirían de entretelones.
En 1932, con Al Jolson, antiguo líder, arrastrando a pique a la pantalla y a la taquilla, la comedia musical boqueando ritmos, pidiendo auxilio con pasos de baile y a la vez inundada por el drama fotografiado, parecía que iba a ser telón final para este gran género del cine americano que compartía ahora las pantallas con el oeste, la comedia de porra y camorra (evolucionando hacia la comedia de salón, la comedia orate y aun hasta la comedia de situaciones, el glorioso antepasado de esa atrocidad que en la televisión se llama ahora sitcom) y el film de gángsters.
El musical era por cierto el único género que debía su voz cantante a una invención recientemente adoptada por el cine, el sonido que todavía se reproducía por medio de discos sincronizados con la visión y no gracias a la banda sonora simultánea. Es debatible que hubiera o no películas de pandilleros sin que el sonido aumentara a andanada el ruido débil o inaudible de cada disparo. Pero no cabe duda de que sin un sistema sonoro (inicialmente el ineficiente Vitaphone, más conocido como Vitafón, y el pionero Phonofilm, de Lee De Forest, que la Fox sabiamente rebautizó como Movietone y que nosotros llamamos Fonofilm por razones personales), sin la banda sonora nunca habría habido musicals. Pero el sonido mejoraba día a día mientras paradójicamente cada noche el interés del público disminuía a ojos vista.
Fue entonces que Darryl Zanuck, que luego sería dueño de la 20th Century Fox, ahora productor jefe de la Warner (de nuevo ese estudio salvador del cine musical), contrató a un antiguo actor de teatro, convertido en director de escena y luego en productor de comedias en Broadway, para que dirigiera los números bailables de una cinta musical con la que Warner se jugaría su fortuna hecha con la música cantada, en una suerte de ruleta americana que se podía convertir en ruleta rusa para todos. Esa ficha por jugar a todo o nada se llama La calle 42. Este hombre de teatro convertido en coreógrafo de milagros del cine se llamó Busby Berkeley. Cuando llegó a Hollywood, Berkeley cambió al momento al ver el cine por dentro: un estudio, la cámara, la jirafa de sonido. Cuando Busby llegó al set de la Warner la comedia musical cambió para siempre.
Busby Berkeley encontró una comedia musical en el cine que bien podía ser una comedia teatral con música: music hall, vodevil, opereta. Exteriormente las exigencias de Berkeley fueron innúmeras aunque limitadas al decorado, la tramoya y los participantes, sobre todo las partiquinas o coristas. Sin embargo, se mantuvieron razonables. Pero en el plano técnico su petición fue de veras inusitada. Entonces se acostumbraba a rodar un musical, por muy rudimentario que fuera (o precisamente por ello), con cuatro cámaras. Berkeley, contra lo que ofrecen en apariencias sus resultados, exigió una sola cámara. «No hacen falta más», declaró, «todos mis emplazamientos ya los tengo en la cabeza antes de empezar. ¿Para qué necesito más de una cámara?». Berkeley declaró años más tarde, cuando ya estaba olvidado y no recordaba sus logros con precisión, que nunca había habido método en su locura de imágenes que bailan con piernas de mujer, sino que todo era instintivo en sus películas. Inútil decirle que era un instinto que precisaba de la tecnología fotográfica, del electrón y de la banda sonora. Todos sus efectos especiales tendrían lugar en el set realmente. Aparte de la coreografía nunca vista, Berkeley concedió una enorme importancia a la mujer —o mejor, al cuerpo femenino—. En el plano sonoro Berkeley seleccionó una particularidad de la danza americana, el tap dancing, y lo elevó a himno sin música ni voces: sólo se oye el sonido de los pies golpeando al bailar sobre las tablas. Este ruido particular (que luego formaría parte del arsenal sonoro de bailarines —Fred Astaire, Bill Robinson, Gene Kelly, Dan Dailey —y bailarinas— Ruby Keeler, Ginger Rogers, Eleanor Powell, Ann Miller— de toda la comedia musical) ganaría volumen físico no por medios acústicos sino por el aumento del número de ejecutantes. En Goldiggers of 1935 Busby Berkeley haría que 300 bailarinas y bailarines zapatearan durante tres minutos, solos, sin oírse más que el ruido persistente de los pies en su zapateo creando un rumor rítmico intoxicante, obsesivo.
Pero su amor por las mujeres (por las coristas), llegaría como todo amor excesivo a la veneración y al desprecio, a la exaltación y al sadismo, al amor loco. Sólo dos o tres creadores hay en el musical que tengan la originalidad de Busby Berkeley (Minnelli, Donen, Bob Fosse y no muchos más, tal vez Gene Kelly) y todos exaltan a la mujer como heroína y como figura secundaria, como estrella y como extra, como cara y como cuerpo. Berkeley, produjo números maestros (como ese extraño sueño coreográfico, Lullaby of Broadway, que termina en la pesadilla del suicidio o asesinato o mero accidente danzario, para resaltar violento y perfecto de entre la ganga mediocre de Goldiggers of 1935), pero aparte la creación de caleidoscopios de cuerpos está su curioso fetichismo musical en que bellas mujeres adornan planos blancos que bailan al mismo ritmo, configuran ellas enormes violines luminosos y ¡hasta se convierten algunas en mascarones de proa de arpas gigantescas! (Esta aberración sexual más que coreográfica hizo a un padre pudoroso que era crítico poderoso rechazar la película en que aparece, Modas de 1934, y con una frase casi acabar con las coreografías extravagantes, si no dementes, de Berkeley: «¡No traje mi hija al mundo para servir de arpa humana!» Finis corpus humanum harpae ).
A Vincente Minnelli debemos al mismo tiempo el regreso de la comedia musical tradicional y origen del musical moderno. Al revés de Berkeley, gracias a Minnelli es que gozamos la visión demorada de dos o tres mujeres bellas, un gusto impecable, una dirección de actores infalible, un control absoluto de la cámara y una extraordinaria armonía visual —más algunas obras maestras como Una cabaña en las nubes, Meet me in St. Louis, Un americano en París, El pirata y Brindis al amor (The Band Wagon). Y a Gene Kelly debemos su coreografía atlética, su dinamismo americano y el atractivo a la vez helado y tórrido de Cyd Charisse: la de las piernas perfectas y largas como un delicioso infinito de carne. Y a Stanley Donen debemos la apoteosis de la comedia musical moderna, con On the Town, Cantando en la lluvia y Funny Face. En esta última reveló Donen en el cuarto oscuro del cine la cara cómica de Audrey Hepburn fascinante y prolongó la duración, lo increíble del arte eterno de Fred Astaire. De este bailarín asombroso que en sus sesenta años y los sesenta del siglo se reunió de nuevo con Cyd Charisse para bailar él en sus zapatos siempre implacables y ella en las medias de seda que dan título al musical, Silk Stockings.
Fred Astaire es un bailarín de veras asombroso, a quien ni siquiera el Gran Gene (Kelly) puede emular aún cuando menos lo imita. Ese perfecto bailarín total va del caminado al baile y la apoteosis de la danza que consigue aún en su número menor. Pero es que Astaire nunca bailó números menores. De él se dijo en broma que baila sobrio como uno cree que está bailando borracho. Una autoridad absoluta ha dicho de él en serio: «Es el más grande bailarín del siglo». Esa voz con acento que no duda es de Nureiev —a quien ha hecho eco su colega y coterráneo Mikhail Barishnikov. Ambos podían haber susurrado el nombre de Nijinski, pero han gritado, saltando por encima de la barra del ballet y de la barrera rusa, FRED ASTAIRE. A ese Fred as peus que debutó en el cine en 1931 contra la opinión de un ejecutivo del estudio que reportó (y esto es histórico) después de una audición: «No canta, no actúa, baila un poquito». Para ese artista que ha hecho siempre parecer fácil lo imposible (burlar la ley de la gravedad, por ejemplo, o al tiempo) todo ha sido per aspera ad Astaire. Pero si Fred Astaire domina la comedia musical con sus pies, son las mujeres con sus cuerpos (grávidos, ingrávidos) a las que el musical debe su atractivo perpetuo: el eterno femenino baila ad eternam gloria.
A pesar de la presencia de Astaire mis ojos del cine me llevan siempre de sus pies a las piernas de Cyd Charisse, peligrosas por perfectas; a la cadera sinuosa y a la espalda erótica y a su término de nuca-nuca de Ginger Rogers, la única rubia que baila; a la frigidez cadavérica que promete un deshielo necrofílico de Lucille Bremer; a la melena cálida y móvil como con vida propia, a la alegría de piernas a labios rientes y al atractivo animal de Rita Hayworth; al cuello de cisne y a la boca gráfica y a los ojos de moda muda de Audrey Hepburn. Esa pentarquía que gobierna toda mirada masculina se continúa hoy en las musculosas mujeres de Bob Fosse, todas hembras con hambre de hombre que baile, en All That Jazz, donde el coreógrafo es el héroe no el bailarín. Esas muchachas maravillosas redimen una película fracasada en más de un sentido aunque no en el sentido musical: las bellas que bailan alcanzan una suerte de triunfo de la carne coreografiada sobre el espíritu pretencioso y vacío: la física interrumpe con su felicidad carnal a la mala metafísica. Todas esas mujeres mencionadas son una sola mujer que baila por último en esa Audrey Hepburn de color de Fama, curiosa cruza de cubana y de puertorriqueña en Nueva York, como la salsa, ella llamada Coco, llamada Irene Cara, pero, en realidad, llamada Terpsícore, esa diosa de la danza que encarna en cada comedianta musical. Son todas ellas inolvidables porque la musa es hija de Mnemosíne y Mnemosine, no lo olvido, es la diosa de la memoria.