Ahora que ha muerto Miklos Rozsa se puede contar. Todas las musicales notas necrológicas han hablado de su niñez de prodigio, pero el Diccionario de la Música de Oxford ni siquiera lo menciona. Habla, sí, de su íntimo rival en Hollywood, Eric Wolfgang Korngold, también niño prodigio y luego «compositor para el cine», categoría que molestaba a ambos. Pero sin el cine el compositor, admirador perenne de Bela Bartok y de Zoltan Kodaly, sus compatriotas eminentes, no hubiera pasado de ser otro compositor moderno rápidamente relegado al archivo de partituras del Museo Británico. Fue su música de fondo o soundtrack la que me hizo, por primera vez, reconocer esa música para empapelar (como le hubiera gustado llamarla a Erik Satie), con los acordes extraños del theremín en Spellbound (o Recuerda o aún mejor, Cuéntame tu vida con su feliz matrimonio de Freud y el melodrama), que a Alfred Hitchcock, sin embargo, le molestaron mucho porque, dijo sir Alfred, «se hacían oír demasiado, perturbaban». Claro que perturbaban: de eso precisamente se trataba.
Mi homenaje no es mío.
Entra entre meditativo y sombrío Jaime Soriano, el eterno Outsider del cine. Pero un ausente siempre se mantiene fuera y Jaime, más conocido en ciertos cuarteles de antaño como Chori Gelardino, entró estando afuera. Ocurrido en la vieja Cinemateca de Cuba, la verdadera, fundada en 1950.
El cuartel general de la Cinemateca era La Habana, pero su sala de exhibición había estado en la vetusta despertada Artística Gallega. Allí se habían iniciado sus funciones públicas con Un perro andaluz, con el salón colmado de espectadores expectantes y algunos que se habían tenido que sentar en la escalera afuera o desparramado por la acera. Como Un perro andaluz era muda esta visión invisible demostraba más devoción por el cine que la esperanza de verlo. La nueva sede de la Cinemateca (a la que yo había bautizado con cariño como la Cinemanteca), estaba ahora en el Colegio de Arquitectos en la calle Infanta, casi en El Vedado.
Una noche, ya empezada la función, vi en la acera del frente a un individuo que se me hizo sospechoso. Todavía no estaba en el poder Batista ni Fidel Castro había sustituido una política por otra, pero aún en esos tímidos tiempos democráticos había sospechosos en La Habana. La característica del sospechoso es que crea sospechas en todas las direcciones: Se lo advertí a Germán Puig, uno de los fundadores con Ricardo Vigón y Néstor Almendros de nuestra cinemateca. Germán, con esa alegre audacia que lo caracteriza todavía, cruzó la calle, habló con la figura de enfrente y la trajo consigo al teatro. «Quiere pertenecer», dijo Germán, indicando que Jaime Soriano, su nuevo nombre, no sólo quería ver las películas sino participar. A la siguiente semana Jaime era, por su conocimiento de idiomas, nuestro traductor. Mejor, era el intérprete de los letreritos de las películas que exhibíamos, venidas primero de la Cinémathèque Française, gracias a Henri Langlois pero también gracias a Germán que convenció al enorme Henri, se tuteaban, de que en una isla remota cinéfilos no menos remotos querían compartir el tesoro del cine. Luego las obras maestras, mudas pero elocuentes, venían de Nueva York, de ese museo que nadie llamaba MOMA pero lo era.
La Cinemanteca, tenía que ser, produjo momentos de hilaridad que hacían eco al silencio de las cintas. Uno de esos momentos ocurrió cuando se proyectaba L’Innundation y la película tenía huecos en los ojetes que se corrían hacia el ojo. Ocurrió varias veces y varias veces se interrumpió la proyección. En una de estas veces, con la sala a oscuras, Germán corrió hacia el micrófono de las interpretaciones y dijo en su voz poderosa ahora amplificada: «Las interrupciones son debidas a las perforaciones». Si un violador insistente quería hacer de esta frase una divisa, nosotros la hicimos un programa para nuestra Cinémathèque del pobre.
Jaime, ya instalado entre nosotros, produjo otra frase memorable cuando traducía los letreritos de un programa doble en que la segunda parte sería La Chute de la maison Usher, d’après Alampó. Terminó la primera película pero la proyección de la segunda se demoraba aún más allá de lo que para nosotros era lo normal. De pronto, las luces encendidas, el intermedio todavía interludio, se oyó la voz del que un día sería el actor Leonardo Soriano. Dijo Jaime joven: «Unos minutos mientras preparamos la caída de la casa Usher». Soriano se refería al título de la obra maestra para nosotros, conocida por nosotros. Pero yo, en el público, creí oír golpes de martillo, ruidos de sierras y las arrítmicas mandarrias que destruían no sólo la casa sino ¡la pieza de Poe!
Todos los que no murieron, como Ricardo Vigón, cogimos sin escoger el camino del exilio. Jaime, judío descendiente de sefarditas, se decidió por San Juan, ciudad nombrada en honor de uno de los guionistas de la vida, pasión y muerte de Jesús, en Puerto Rico. No sé bien por qué. Debió irse a Hollywood por su amor por el cine y su habilidad para decir mucho en pocas líneas y su arte de actor. Pero el hecho es que se estableció en San Juan, viviendo oculto excepto para unos pocos amigos. Fue como autor anónimo que le rindió, en vida, el más secreto homenaje que recibió jamás Miklos Rozsa. No como el autor de sinfonías inéditas ni de un concierto de violín que sólo existe, sonoro, en la trama visual del Sherlock Holmes de Billy Wilder. El homenaje de Jaime rendía tributo a unas de las obras maestras de Rozsa.
Nadie sabe qué fue a hacer Miklos Rozsa, septuagenario, a San Juan. Nadie supo cuándo llegó ni cuándo se fue. Nadie excepto Jaime, por supuesto. Rozsa llegó y sin sacudir el polvo del tiempo a sus viejas partituras europeas, se hospedó en uno de los grandes hoteles de la costa de San Juan. Estuvo varios días de incógnito, como viajaba siempre y no por elección: nadie sabía realmente quién era. En uno de esos días, el segundo o el tercero, Jaime, que seguía siendo tímido, de hablar tan bajo que sus declaraciones eran siempre susurros, se llegó a la cabina de la bella borinqueña que controlaba la música indirecta, esa música que tanto se parece a la música en el cine, y susurró sus deseos. También le entregó un tape a la joven técnica que se volvió nemotécnica. Extrañada le concedió a Jaime sus favores —o mejor un solo favor.
Jaime le indicó que se apostaría en el lobby como se había apostado frente a la Cinemateca tantos años atrás. Claro que no le dijo tanto (la interpolación es mía de ahora), sino que le pidió que cuando él levantara su mano visible (la otra la tenía tras su espalda, los dedos cruzados que es signo judío para la eficacia que depende de Jehovah) ella debía tocar el tape que le había dado y la música, porque era música, sonaría en todo el ámbito. Jaime no esperaba más que la llegada del ilustre visitante ya sin lustre, con el lastre de los años, viejo y (presten atención) como siempre anónimo, como conviene a un músico del cine. Cómo Jaime supo en qué hotel se hospedaba el músico es menos misterioso que cómo identificó de lejos a un hombre apenas visto en una foto vieja, ahora un anciano. No quiero olvidar que el hombre que entraría por la puerta del hotel era otro judío de otra diáspora.
Miklos Rozsa entró por fin al hotel. Jaime del otro lado del lobby hizo su seña que era otra entrada —¡y el vestíbulo, como en el oído, se colmó de música! De la música que Rozsa había compuesto para El ladrón de Bagdad, una de sus obras maestras y la que le abrió no las puertas del cielo sino la entrada a Hollywood. Pero Rozsa atravesaba el lobby ahora sin atender (nadie, creía él, lo esperaba), casi sin oír. De pronto ¡se paró en seco! Había reconocido los acordes estruendosos con que hacía su magia negra Conrad Veidt, el vicioso visir. ¡Ésa era su música! ¿Por qué sonaba aquí en San Juan, tan lejos de Hollywood y del Dios de los creyentes?
Miklos Rozsa nunca supo. Pero nosotros lo sabemos ahora. Jaime Soriano montó el mejor homenaje que podía recibir el viejo compositor. Era un homenaje en vivo como son los verdaderos homenajes. Un homenaje a Miklos Rozsa, al cine que hizo posible al compositor y a Hollywood que hizo posible el cine.