Ningún arte ha estado tan indisolublemente ligado a otro como el cine a la música. El teatro aparece íntimamente conectado con la poesía, pero los dos son formas literarias. Es cierto a su vez que la unión del teatro con la música está en los orígenes griegos, pero no hay una relación de dependencia tan decisiva como entre el cine y la música y se puede decir que el verdadero drama musical, que Wagner creyó hallar en la ópera, está en el cine. Sin siquiera contar las comedias musicales, el cine necesita tanto de la música como de las imágenes en movimiento. Si existen películas sin música (como se empeñaba en hacer Luis Buñuel: el director era sordo y, como un enfermo siempre quería hacer partícipe a los demás de su mal, contagiarlo: así, al contrario de Beethoven, Buñuel trató de negar la música al no dejarla oír) también hay films compuestos de foto-fijas, como La Jetée, la pretenciosa cinta de Chris Marker —fijeza que no niega el movimiento. Sin embargo el cine sonoro no se desarrolló hasta treinta años después de la invención del cine. Las artes, desde la más remota antigüedad, habían dependido de la percepción humana, de los sentidos y solamente su transmisión necesitaba de la técnica. Algún arte, aparentemente nuevo, como la novela, parecía haber surgido con la imprenta. Pero ya había novelas antes de haber imprenta. El cine, sin embargo, siempre dependió del cinematógrafo: el arte nació de la invención. Pero había algo en el cine mismo que necesitaba de la música y así desde los primeros años las películas eran acompañadas por pianistas, cuartetos de cuerda y hasta pequeñas orquestas. En época tan temprana como 1908, el afamado compositor Camille Saint-Saëns compuso música para el film El asesinato del duque de Guisa. Ésta es la primera asociación entre un compositor sinfónico y el cine. Después de la invención de la banda sonora habría muchas, tal vez demasiadas. La primera película hablada, El cantor del jazz, era significativamente una película cantada. En ella Al Jolson, con su entusiasmo de siempre, se atrevió a decir dos o tres frases históricas que no estaban en el guión. El objetivo inmediato de la película era dejar oír la voz humana haciendo música. Esta cinta sonora terminó con el cine silente, un arte que era incompleto porque le faltaba el primer elemento de comunicación dramática, que es la voz. Pero al mismo tiempo hizo desaparecer el piano o la orquesta que sonaban delante de la pantalla, a plena vista, para hacer a los músicos invisibles: la música producida no en la misma pantalla sino detrás, aparentemente viniendo de ninguna parte.
Las primeras películas sonoras tenían como música préstamos hechos a Chaikovski, a Wagner, a Chopin, pero pronto los estudios contrataron a compositores vivos menos eminentes, aunque mucho más eficaces. No habría un Saint-Saëns entre ellos ((más bien Honegger y William Walton y Aaron Copland que vendrían después), pero los mejores músicos resultaron ser compositores desconocidos con un gran dominio de la técnica musical y una comprensión cabal del rol de la melodía en el cine. Así nació la música de películas tan distinta, reconocible. Como Hollywood era el centro del mundo del cine (y de paso quien mejor pagaba) allí sin buscar mucho habría que encontrar a estos compositores. Uno de los primeros fue Max Steiner, inevitablemente venido de Viena y ya establecido en Hollywood en 1931. Entre sus créditos iniciales están Cimarrón (1931), King Kong (1933) y en 1934 gana su primer Oscar con la música de El delator, esa insoportable mezcla melodramática de John Ford y Dublín insurrecto que es más bien Dostoievski en Irlanda visto desde Hollywood. Cinco años después Steiner tiene su momento de gran popularidad al componer la música para Lo que el viento se llevó. Sin embargo, para mí la cumbre de su talento está un poco más allá, en la música de La excéntrica (Now Voyager), que es tan inolvidable como la cursi frase final dicha por Bette Davis. Steiner hizo muchas más películas y se ganó otros dos Oscares pero aunque vivió hasta 1972, ya en El tesoro de la Sierra Madre (1947) su canción se oía cansada.
Otro gran compositor de Hollywood, Erich Wolfgang Korngold, también nació en Europa Central, en Checoslovaquia, pero (la música en la ópera cuando no es una gran guitarra para acompañar a los cantantes, ahoga las voces —los ejemplos diversos están presentes en un solo compositor, Verdi— con un torrente musical y las palabras son siempre ininteligibles: la ópera más que una forma de arte es un magma musical) había sido un niño prodigio musical y era un compositor sinfónico de nombre cuando se instaló en Hollywood en 1935. Como Steiner, Korngold vino contratado por la Warner, la compañía que no por gusto produjo El cantor de jazz, para introducir el sonido —es decir, la música— en el cine. Korngold compuso la partitura de la pretenciosa El sueño de una noche de verano (un gran atrevimiento, sobre todo desde que existe la obra maestra de Mendelssohn) y para Engaño (Deception, 1946) llegó a componer hasta un concierto para cello y orquesta. Sin embargo su monumento musical en el cine es la partitura para Las aventuras de Robin Hood (1938), en que no se sabe quién es más galante y audaz y risueño, si Errol Flynn o Korngold —los dos extranjeros en Hollywood, los dos convertidos en memorables gracias al cine sonoro.
Miklos Rozsa es el tercer gran compositor llegado a Hollywood de Centro Europa, más tarde el músico elegido para hacer oír la música que viene de ninguna parte. Nacido en Budapest, Rozsa tuvo una excelente educación musical y fue alumno de Arnold Schoenberg en Viena —que es como decir de un pintor que fue discípulo de Picasso en París o un escritor secretario de Joyce en Zúrich—. Después de haber compuesto en Londres la música para dos de las más espectaculares producciones de Alexander Korda, Cuatro plumas blancas y El ladrón de Bagdad, Rozsa se instaló definitivamente en Hollywood y enseguida compuso la música de tres películas inolvidables, Pacto de sangre (Double Indemnity, 1944), Días sin huella (The Lost Weekend, 1945) y Cuéntame tu vida (Spellbound, 1945). En la última las melodías son más memorables que las imágenes, aunque éstas combinaran los talentos visuales de Alfred Hitchcock y Dalí. En ella Rozsa, siempre innovador, usó por primera vez un instrumento nuevo, el Theremin, mezcla de música electrónica y las viejas ondas Martenot francesas, recurrente que tuvo el raro honor de ser no sólo imitada sino de merecer esa forma de homenaje torcido que es la parodia. Rozsa siguió con su nueva veta dramática en films como Los asesinos y El abrazo de la muerte (A Double Life, 1947), con la que ganó otro Oscar (el primero lo consiguió con Cuéntame tu vida), para regresar más tarde a su primer estilo heroico, con Quo Vadis, Ivanhoe y sobre todo Ben Hur, en 1959, que le ganó otro Oscar. Pero en esta etapa nunca consiguió igualar su gran manera musical majestuosa de El ladrón de Bagdad. Sin embargo, con El Cid Rozsa volvió por un momento (y fue un momento memorable) al viejo esplendor inglés y su música contribuye grandemente a hacer de El Cid un espectáculo grandioso, mejor sin duda que Ivanhoe y Quo Vadis. Rozsa vivió luego oscuramente —que para un músico de cine es decir en el silencio.
El cuarto músico que hace del trío de grandes compositores de música para el cine un cuarteto de acuerdos, no vino de Europa y aunque su nombre podría indicar un origen austríaco o alemán, proviene de Nueva York. Se trata de Bernard Herrmann, compositor de un repertorio creador completo, que se encuentra cómodo en una orquesta de cuerdas solas (en Psicosis) y es a la vez capaz de componer una ópera para la pantalla —o fragmentos de ella, como su Salambó, oída a retazos en El ciudadano (Citizen Kane)—. Fue Orson Welles precisamente quien llevó a Herrmann a Hollywood en 1940 para componer la música de El ciudadano. Al año siguiente ya había ganado un Oscar por su partitura para Un pacto con el diablo (All That Money Can Buy). Por esa fecha Herrmann compondría otros acompañamientos memorables (en Soberbia —The Magnificent Ambersons) pero lo que lo hace notable como compositor cinemático no es su talento inmediato, sino su capacidad para sobrevivir a largo plazo todos los estilos, diversas épocas del cine y diferentes generaciones de cineastas.
En 1955 Herrmann formó pareja con otro maestro de las imágenes como Welles, pero con un diverso uso de las posibilidades técnicas, dramáticas y visuales del cine. Este hombre orquesta es Alfred Hitchcock. Su primer film juntos fue El hombre equivocado, que es un Hitchcock fallido. Pero ya al inicio Herrmann tiene una obertura que es su firma de la película y una marca de agua sonora para todo el tiempo que durara su colaboración con Hitchcock.
La colaboración con Hitchcock continúa creadora y en los próximos cinco años Herrmann trabajará exclusivamente con este director meticuloso, fastidioso, perfeccionista. A El tercer tiro (The Trouble with Harry, 1956), que es olvidable, sigue Vértigo, en que Herrmann da rienda suelta a su romanticismo derivado del buen Wagner y algunas muestras de su arte propio, como son un ostinato obsesivo que es el tema del film y una habanera, que llamé depravada en su estreno y ahora llamaría desquiciada, en el sentido mental y musical. Pocas veces el arte de un director de cine ha sido tan bien servido por su músico como en Vértigo, una película que se puede oír transcurrir con los ojos cerrados mientras la música suena sugerente. A Vértigo siguió Intriga internacional (North by northwest, 1959), en que las notas de Herrmann son tan juguetonas como las tomas de Hitchcock. Luego vino Psicosis, en 1960. Aquí Herrmann usó la orquesta de cuerdas con la amplitud de una sinfonía y la intimidad de la música de cámara. Después de Vértigo esta es la mejor partitura que Herrmann compuso para Hitchcock —y sería la penúltima—. Aunque conspiraron en Los pájaros (Herrmann orquestó los sonidos de alas, el piar, el barullo de las aves como si fueran instrumentos en una partitura, pero, desde luego, esto no es música), la última vez que colaboraron fue en Marnie, en 1965, donde Herrmann inyectó en su vena romántica una transfusión de fluido neurótico que traduce fielmente en sonidos la personalidad patológica de su protagonista, una ladrona compulsiva. Herrmann debería haber compuesto la música para la siguiente película de Hitchcock, Torn Curtain, 1966, pero hubo una confusión de intereses y de intenciones, en las que el estudio Universal objetaba a Herrmann ser un músico pasado de moda y Hitchcock lo acusaba de no haber seguido sus instrucciones al pie de la letra —como si Herrmann lo hubiera hecho en el pasado, cuando se limitaba a traducir en sonido oculto el sentido de las imágenes hitchcockianas.
Es irónico que Herrmann fuera acusado de ser atrasado en los sesenta, cuando terminaría su vida y su carrera (murió de repente en Hollywood en 1977) colaborando con los directores más avanzados de los años setenta y sirviendo de maestro de inauguraciones musicales a las visiones aún imperfectas de estos novatos novedosos —esas imágenes serían completadas por la música de Herrmann—. No otra cosa ocurre con Obsesión, 1976, que es un homenaje y una parodia seria de Hitchcock, del Hitchcock romántico de Vértigo. Si las imágenes son nuevas (de una manera que las imágenes de Hitchcock ya no lo son, como muestran Frenzy y Family Plot, de 1972 y 1977 respectivamente, la música mantiene la atmósfera de suspense o de miedo y se completa con el tema del amor, recurrente, obsesivo. Es una de las mejores muestras del talento —su obra maestra— de Herrmann. Pero en música para el cine, extraordinaria es la que suena mientras discurren las imágenes de Taxi Driver (1976). Sin estos acordes bajos, sombríos, temerosos, la película perdería su eficacia para inducir el terror al tiempo que invoca una visión del infierno. Bernard Herrmann vivió en Nueva York y es esta traslación de la ciudad en sonidos lo que nos hace penetrar el misterio de la urbe que es un orbe: esa música que parece subir de las alcantarillas, surgir entre los callejones sin salida, emerger de los edificios ominosos es una miasma sonora: esa música no viene de ninguna parte, viene de todas partes, es la música ubicua, la música total, la música del cine —en que las imágenes son otra forma de música pero donde la música es la forma final de las imágenes.