El viejo y el mal

No me llamo Ismael, como en Melville, pero estuve en la búsqueda de un Moby Dick de la vida real: el enorme pez espada que saldría a la superficie, vencedor vencido, en la película El viejo y el mar. Nunca apareció. Pero que yo estuviera al lado de Ernest Hemingway (desde entonces llamado Hemingway a secas), en su yate, navegando en la corriente del Golfo para la busca, caza (los grandes peces no se pescan, se cazan) y destrucción del gran pez espada y atraparlo con la fotografía en movimiento que se llama cine —y en glorioso technicolor, hizo a la ocasión uno de los mejores momentos de mi vida de joven reportero en La Habana. Pero no era exactamente un reportero sino un cronista de estrenos que acompañaba al famoso escritor laureado y leyenda viva, junto con una tripulación de Hollywood, para tratar de atrapar al gran pez necesario a la película de Warner Brothers que se hacía en Cuba entonces. Entonces era 1955.

La aventura comienza. «Era un viejo que pescaba en el mar», dice al principio El viejo y el mar, «solo en un esquife en la corriente del Golfo y había pasado ochenta y cuatro días en el mar sin coger pescado». El héroe solitario de esta historia es Santiago, un viejo pescador cubano, «que estaba definitivamente salao». Hemingway, cubanizado, dice que salao es el colmo de la mala suerte. También, como un pescador, llama al mar la mar y explica: «como llaman al mar en español los que la aman». El viejo y el mar se parece demasiado a Moby Dick para que los puntos de contacto sean coincidentes.

Hice la cita del libro porque había hecho una cita con su autor para estar en Cojímar (pequeño puerto pesquero cerca de La Habana donde comienza la novela) al día siguiente temprano para embarcarme en su yate Pilar. Tenía que estar en el atracadero a las seis de la mañana que eran las cinco en mi casa. Fui puntual pero para lograrlo no me acosté en toda la noche. Cuando llegué ya Hemingway estaba allí sentado dentro de su descapotable rojo, que conducía su mujer Mary. Antes de subir me dijo Hemingway: «Espero que no te marees». Le contesté que nunca me mareaba: para asegurarme me había atiborrado de dramamina, la droga contra el mareo. Ahora puedo decirles a ustedes lo que nadie sabía en el muelle: nunca me había subido siquiera a un bote de remos. Íbamos hacia alta mar, a alcanzar la corriente del Golfo, ese río de agua salada que corre, del golfo de México hasta Noruega, a doce millas náuticas por hora. Es una carretera líquida.

Hemingway fue atacado a bordo por una sed persistente, como si el Golfo fuera el desierto de Gobi: no hacía más que beber de un termo. Luego supe que el frasco no contenía agua sino un potente brebaje (vodka con zumo de lima) que consumía no a discreción sino a indiscreción. Un trago y otro fueron su desayuno. El viaje fue lento hacia el rápido río tropical que viaja a Europa, como estas páginas. Llevados ahora por la corriente, no habíamos visto otra cosa que peces voladores. Según Gregorio, el otro capitán a bordo, los peces voladores vuelan fuera del mar porque son perseguidos por peces voraces: tiburones y tal vez pejes espada. Pero no vi un pez espada cazando peces voladores para cazarlo en todo el día. Sólo vi a Hemingway. Se veía aburrido y su interés en el mar en general y en el pez espada enorme en particular disminuía según avanzaba la inclinación del termo de su codo a su boca. De pronto dejó su puesto de mando a popa, se escurrió a estribor, cruzó a babor con dirección a la proa —terminología marina que no aprendí de Hemingway sino de Conrad—. Luego, todavía con su frasco en la mano, fuese y no hubo nada. Ahora se tendió en cubierta cuan largo era (un metro ochenta por lo menos), usó uno de sus fuertes brazos bajo su cabeza como almohada —y se quedó dormido. Tal vez estuviera soñando con los leones en una playa de África. Así termina El viejo y el mar: en el fracaso pero no en la derrota.

Cuando se despertó Hemingway repartían un almuerzo caliente sacado de los termos que usan en el cine para dar de comer a dioses menores: todo el equipo de filmación que vino a filmar el más gran pez espada del océano Atlántico y tal vez del mundo occidental. Hemingway ni siquiera olfateó mucho menos probó uno de los enormes bistés humeantes que sacaban de sus vasijas como un mago de salón extrae conejos de su chistera. Pero de pronto Hemingway gritó: «Number one!». Creí que era que avistó el primer pez espada. Pero era un anuncio de que iba a orinar. Como su yate carecía de urinarios por dar amplitud a la cabina, se fue a orinar en el mar. Parecía una injuria pero Hemingway se arrimó a la borda (no recuerdo si a estribor o a babor) y meó en el mar, en la majestuosa corriente del Golfo.

Más tarde y al grito de «Number one two!», Miss Mary, como era conocida Mrs. Hemingway, se acercó tambaleante y femenina a la otra borda. Pero Hemingway, púdico, pidió que todos volviéramos la espalda al mar y a Miss Mary. Nos volvimos y no supe con qué maña imitó a su marido.

Todo lo que cogió Hemingway no fue una borrachera (siempre lo vi bebido pero nunca borracho) sino dos tiburones: feos, color tabaco lavado, persistentes, que colgaron cogidos con una cuerda por la boca siguiendo al Pilar durante media tarde. Todavía estaban vivos cuando dimos (dio el Pilar) una vuelta entera para regresar a puerto. Antes de llegar a Cojímar con los dos tiburones como motores fuera de borda, Hemingway entró al interior del yate y, de donde debía haber habido un retrete, ¡salió con una ametralladora Thompson! Por un momento temí que me fuera a fusilar: un intruso en el mar que no se marea. Pero lo que hizo fue inclinarse por la borda de popa y ultimar con su metralleta a los dos galanos —cuyo único crimen era haber sido tiburones (los villanos de El viejo y el mar que devoran al gran pez espada) y dejarse coger por la carnada y el anzuelo cebados para the great marlin, el castero que fue gloria y miseria de un pescador— de un «viejo que pescaba en el mar».