Kafka va al cine

Centenario del Hombre que fue K

Franz Kafka es el único verdadero escritor metafísico del siglo y curiosamente es ahora más popular que nunca: como Nostradamus todo mistagogo deviene siempre folklore. Kafkiano es un adjetivo de uso corriente y suele denominar cualquier extrañeza o arbitraria trampa y aun un encuentro absurdo diario. «Una confusión cotidiana» es una paradoja de Kafka y también ese sucedido que nos ocurre a menudo cuando vamos a visitar a un amigo que a su vez ha salido a visitarnos —y no nos encontramos nunca. Kafka, además, ha entrado al arte del siglo por la pantalla. James Joyce ha sido torpemente explotado o, peor, homenajeado con incompetencia disfrazada de ditirambo. Marcel Proust todavía espera la búsqueda de su tiempo perdido por una cámara que mire y recuerde mientras pasea por el camino de Swann. Pero ya hay un cine kafkiano sin Kafka: ese conocimiento es un reconocimiento.

Hay que declarar de entrada que a Kafka le gustaba mucho Chaplin. La abigarrada humanidad postvictoriana por la que deambulaba Charlie con paso de pato pero nada inseguro divertía el esmero escueto del autor de «Josefina la cantora». El humor de Kafka, siempre presente en su prosa, se hace en «La metamorfosis» tan evidente como una comedia muda: Mack Sennet rueda en la Mala Strana. Nada hay más risible que el incestuoso insecto (cucaracha que no puede caminar, escarabajo no debajo sino arriba de la cama, chinche devenida vegetariana de súbito) con su carapacho incrustado de manzanas que se pudren en el ambiente raro del cuarto de Gregorio Samsa. No es un sueño ni una pesadilla sino una película de horror cómico como El gato y el canario en el gueto. Lo curioso es que Kafka escribiera su novelita maestra en 1912 y Chaplin no rodara su primera película hasta dos años más tarde. Como Samsa en su caparazón y con seis patas, Chaplin no estaba preparado para el cambio. Para conseguir su metamorfosis cómica Chaplin necesitaba un ropaje de insecto social perfecto y sus tres patas (contando el bastón) lo hacían sólo medio insecto. Esta transformación ocurría, por supuesto, avant la lettre.

Al comienzo de América Karl Rossman (otro K, otro Charlie) se queda de pie en el barco que entra a la bahía de Nueva York «cuando un súbito rayo de luz solar iluminó la Estatua de la Libertad y la vio bajo una nueva luz… El brazo de la estatua con la espada en la mano se levantó altivo». Todos sabemos que la Estatua de la Libertad no sostiene una espada sino una antorcha en su brazo en alto. Es la estatua de la Justicia la que tiene siempre los ojos vendados y sostiene en sendos brazos una balanza y una espada. No hay el menor intento político, es decir satírico, en Kafka: no puede haber una literatura más irreal, menos física: metafísica. Es por eso que su arte, aunque superficial, ha podido ser profético. Esa superficie alucinante es lo que lo acerca al cine que, como Kafka, sueña por nosotros. Kafka soñaba siempre en forma de cine. Su viñeta «Quién fuera piel roja» muestra que Kafka también conoció el Oeste de niño: el escritor en el barrio judío de Praga anhelaba la vasta llanura, el caballo y el arrojo de un bravo que, como en las paradojas del Zen, pierde primero los estribos, luego las riendas y finalmente su misma montura, pero no en la exótica pradera sino en la marisma familiar y cercana.

En El Inmigrante (1917) al entrar al puerto de Nueva York el buque en que vienen Charlie y otros emigrantes todos son acordonados por la policía de inmigración mientras navegan frente a la estatua de la Libertad. Aquí, pese a la comicidad buscada, sí hay una intención satírica, es decir política. Sin embargo si dos artistas del siglo se parecen son Chaplin y el hombre que escribió «Un artista del hambre» y «Un artista del trapecio». No es casualidad que Chaplin y Kafka sean judíos. Kafka asumió su condición aún frente a su propio padre, judío asimilado. Chaplin siempre mantuvo un ambiguo silencio cuando le preguntaban si era judío. ¿Chaplin o Kaplan en inglés?

François Truffaut compara a Hitchcock con Kafka y con Poe y es una comparación ligera. Todo director de cine es superficial: su mundo tiene sólo dos dimensiones. Pero El problema de Harry es un ejercicio en absurdo cómico que nunca habría tenido lugar si Kafka no hubiera escrito sus cuentos en que el horror absurdo se muestra como la única forma de vida posible. «La metamorfosis», por ejemplo, está en el origen de Los pájaros en que Hitchcock hace que las aves más inofensivas sean la forma mayor de la amenaza.

El Pasajero de Antonioni es Kafka invertido: un hombre que pierde voluntariamente su propia identidad para verse perseguido y finalmente acosado y exterminado por culpa de su nuevo pasaporte. Kafka hay que reconocerlo, ha devenido, como Shakespeare y Poe, un escritor de cine. Aún en una película menor y mediocre como The Domino Principle, del infatigable productor Stanley Kramer, el argumento no sólo debe su tema y su estructura a Kafka sino que uno de los personajes, para atrapar al espectador y hacerlo cómplice, se declara kafkiano y le pregunta al protagonista como si hablara de comics de domingo: «¿Tú no has leído a Kafka?». El resultado obvio es Kramer contra Kramer. El atroz Godard cita a Kafka emparedado entre Rimbaud y Lewis Carroll en Banda aparte y lo imita a través de Borges, un epígono, con su universo cerrado en Alphaville, en que otra galaxia es Paris vu par: Lemmy Caution se puede llamar aquí Lemmy K. Hasta el venerable Carl Dreyer en su intolerable Días de ira toma toda su parafernalia teológica de Kafka y su metafísica futura. Mientras que Robert Bresson, que profesa una religión ajena a Kafka, el catolicismo, en su obra maestra Un condenado a muerte se escapa describe lo que se ha llamado el orbe cerrado kafkiano —en este caso una cárcel de la Gestapo en Francia durante la Ocupación. Víctor Hugo dijo que el siglo XIX se había shakespearizado. Ahora se puede decir que en el siglo XX, tanto la vida como el cine que es la vida por otro medio, se ha kafkanizado.

Parecería que Kafka alcanzó su culminación en el cine con El proceso de Orson Welles, película en la que Welles confesó haber adaptado la novela «con bastante libertad». Welles estaba mejor equipado para llevar El proceso al cine que el literal Joseph Strick con su Ulises de Joyce, al que sin embargo destruyó al rodarlo en una Dublin actual haciéndola pasar por genuina. Pero Welles cometió un crimen sin perdón y para el que el castigo vendría antes que el veredicto: redujo toda la ambigüedad de la novela a la desaforada realidad de una pesadilla. Ya al inicio de la película Welles con su voz ominosa anunciaba: «Se dice que la lógica de esta historia es la lógica de un sueño… o de una pesadilla». Cuando, si se entiende a Kafka, la historia tiene una lógica teológica. Si K no es el inocente culpable su proceso que nunca llegará cobra sentido para Welles pero no para Kafka. De cierta manera una película muy anterior de Orson Welles, La dama de Shanghai, resulta más kafkiana que El proceso.

Paradójicamente el momento cumbre de Kafka en el cine llegó con Joseph Losey y un guión original de Franco Solina, titulado neutralmente M. Klein. Esta cinta es la más cabal dramatización del concepto de la angustia paranoica. Los títeres (no se les puede llamar héroes) de Kafka siempre son seguidos o perseguidos (o como en El castillo llamados pero no elegidos), por fuerzas desconocidas o irracionales que los demás toman como perfectamente lógicas. La paranoia es una manía de persecución, pero la manía termina allí donde la persecución es real. Un estado totalitario es la cura para toda paranoia pura y es en esta trampa, más lógica que teológica, que cae Klein, ese actual M. K. que vive en un París visto por los nazis. Toda la película está magistralmente actuada (por Alain Delon, una sorpresa, y por Jeanne Moreau, una vampiresa tan carnal que Kafka hubiera retrocedido ante ella de horror al crimen de la concupiscencia), concebida y dirigida por Losey con la convicción de que estilísticamente el nazismo es la puesta en escena más violenta del Art Déco. Klein no se despertó una mañana convertido en culpable, sino que se somete a su proceso gradual como a un juego de identidades trocadas y para su culpa —ser judío por elección— toda sentencia viene antes del veredicto: la condena está implícita en la arbitrariedad de su arresto que no llega. Para que M. Klein sea la película kafkiana perfecta ha sido necesario medio siglo de experiencia con Kafka en el cine. De las imaginaciones primeras de Hitchcock a la cruda pornografía neonazi de Lilliana Cavani en El portero de noche todos han pasado por Kafka: Hitchcock como melodrama, la Cavani como vicio gótico en colores, donde el campo de concentración se convierte en camp concentrado. Klein es culpable, claro. Siempre lo fue, de Borges a Beckett pasando por Ionesco, que es Kafka y carcajadas.

Cuando su discípulo el juvenil Janouch le dijo a su maestro que su obra era «el espejo de mañana», Franz Kafka se cubrió los ojos, se balanceó de manera hasídica y exclamó: «Tienes razón. Es cierto. Es probable que sea por eso que nunca puede terminar nada». Hoy el siglo y el cine son ese espejo oscuro y al escribir sobre Kafka no se puede nunca terminar del to-