Literatura y Cine

Cine y Literatura

Larga es la historia de la relación entre la literatura y el cine. Menos larga pero tal vez más importante es la relación entre el cine y la literatura.

A pesar de sus orígenes como invención visual el cine aspiró al prestigio de la literatura. La primera escena de amor de El beso en 1896, que se creería un acto de puro cine erótico, viene de una pieza de teatro, La viuda Jones. Méliès, tan inventivo, se apoyó en adaptaciones de H. G. Wells y de Jules Verne. Uno de los grandes éxitos del cine en todo el mundo fue El asesinato del duque de Guisa (1908), de un texto literario y teatral. Sí hubo, bien al principio, un gran éxito originado en el cine, con recursos cinematográficos, El gran robo del tren (1903), al que se atribuye no sólo la invención del close-up sino, algo más importante, la creación de un género que no creó Lumière, el oeste. El primer largometraje exhibido en Estados Unidos, La reina Elizabeth, fue un vehículo para que Sara Bernhardt mostrara su histrionismo excesivo. Los primeros críticos de cine, como el poeta americano Vachel Lindsay, venían de la literatura. Bela Balazs o mejor Balas, otro esteta temprano, fue libretista para Bela Bartok y amigo de Bela Lugosi, cuyas reuniones nocturnas en Buda y en Pest fueron las Noches en Belas. Pero Balazs produjo una frase famosa ya en 1924: «El cine está a punto de inaugurar una nueva dirección en nuestra cultura». Esa nueva dirección no la produjo una estética sino, como siempre en el cine, una tecnología, en este caso el sonido que dio lugar al cine sonoro tres años más tarde. Pero contrario a lo que creía Lindsay y a lo que predicaba Balazs el cine se hizo más teatral y se convirtió en the talkies, los que hablan —y hablaban y hablaban. El acto pionero de la Bernhardt progresó en una avalancha de actores de teatro, de directores de teatro y de escritores de teatro. Shakespeare siempre fue un favorito del cine, que filmó ahora más versiones de sus obras que nunca antes con resultados, durante el cine silente, de intentos que tratan, inútilmente, de hacer visual la poesía del Bardo, que siempre fue una música de palabras. Hubo, incluso, sus rarezas: la actriz danesa Asta Nielsen hizo en 1920 una versión muda de Hamlet con la señora Nielsen interpretando no a Ofelia o a la reina Gertrudis sino ¡al propio príncipe!

Pero en el zenit del sonido, los años treinta, ocurrieron transfiguraciones. Hubo una película titulada Mimi que era La Bohème —sin música—. Al año siguiente la Metro produjo una ambiciosa versión de Romeo y Julieta por William Shakespeare —con «diálogo adicional de Talbot Jennings». Afortunadamente el sonido hizo posibles comedias maestras como El siglo veinte, La fiera de mi niña y Medianoche. También permitió la creación de una obra maestra absoluta que es la extraña simbiosis del teatro, la radio y el expresionismo, servido todo por una literatura venida de ninguna parte pero hecha para el cine. Se llama Citizen Kane. A partir de esta obra maestra el cine no estaba hecho de literatura sino que hacía literatura por otros medios, excepcionalmente visuales.

El cine, a su vez, ha influido en la literatura a la vez que usa la literatura con fines propios. Una muestra son los diálogos de Hemingway que han modelado todos los bocadillos del cine, desde The Last Flight en 1931 hasta Quentin Tarantino en Pulp Fiction (1994), cuyas conversaciones no serían posibles de no haber existido la esticomitia de Hemingway. Otro viaje de ida y vuelta es El beso de la mujer araña de Héctor Babenco. Esta película debe no sólo sus diálogos sino sus imágenes a la novela de Manuel Puig. Pero Puig, su literatura, no existiría sin el cine, en un perfecto ejemplo del dilema del huevo y la gallina: ¿qué creó Puig, quién lo creó? Una película ideal sería hecha de una historia de Puig por Tarantino: el cine como alimento de sí mismo. Ésa es «da nueva dirección» que disparaba Balazs, Bela: bellas balas.