No hay momento más emocionante en el cine que ver nacer un género, esa noción que vuela por sobre los espectadores como un paráclito de imágenes. El paráclito no es un periquito del Paraguay sino el espíritu del cine. No hay ni una sola cinemateca que se respete que no haya exhibido El gran robo del tren, de Edwin S. Porter. Es una película corta, casi peliculita, que comienza y termina con un caballero de mostacho y sombrero que apunta al fotógrafo con un revólver Colt calibre 45 y dispara a quema grupos seis balazos —todos dirigidos por supuesto al espectador. Esta fanfarronada indica el inicio del género del oeste y cada oeste contenía como un gene esta célula fotográfica, hasta que Michael Cimino decidió que los géneros se destruyen como una forma perecedera de la materia. Las puertas del cielo se abrieron a la destrucción como si fueran las del infierno. Algún día galopará otra vez el oeste y de hacerlo así veremos al caballero de sombrero y mostacho fiero disparando hacia ustedes, los que saben que el oeste no puede morir.
Otro género que pudimos ver nacer no en las cinematecas sino en la televisión es el cine de gángsters. Underworld, dirigida por el raro Joseph von Sternberg, nacido Joe Stern, contiene a todos los filmes de gángsters. Borges, que descubrió esta cinta bajo el título más sugerente de La ley del hampa, la declara una de sus influencias literarias y la alaba por su «laconismo fotográfico, organización exquisita y procedimientos oblicuos y suficientes». Esos adjetivos servirían para elogiar a la reciente Intocables, en la que Brian de Palma reconoce la precedencia del género y lo continúa. El cine criminal ha acabado con sus enemigos y sigue vivo y coleando, como un megaterio del siglo XX.
El género musical desde El cantor del jazz (hay que advertir que el sonido hizo a los films de gángsters realistas, mientras que la comedia musical nació ya irreal) hasta El detective que canta o su predecesora Pennies From Heaven con un mismo autor, el guionista Dennis Potter, ha sido afónico, cojo y lamentable muchas veces. Pero sigue bailando con un solo pie, haciéndonos llorar y obligándonos si no a cantar bajo la lluvia por lo menos a hacerlo en la ducha. No hay un solo espectador nacido después de 1929 que no haya sentido el sortilegio de la música en el cine: volando hacia Río de Janeiro bajo las alas de Ginger, pasando un día en Nueva York detrás de Vera Ellen o bailando en la oscuridad con las inmensurables piernas de Cyd Charisse tejidas como una boa amable. ¿Quién, de veras, no ha querido una vez ser Fred Astaire con Rita y con Audrey y de nuevo con Cyd campeadora? Quien no lo quiso no ha vivido en el siglo.
Críticos y espectadores cínicos comentaban la muerte de la comedia muda, que, efectivamente, murió, como todos los mimos, cuando nació la palabra. Pero esos mismos comentaristas (no hay que olvidar que, como Don Juan, había que sacar al Comentador del cementerio para invitarlo a cena y cine) no podían ver, no querían ver, que a lo largo de la década un género cómico que no debía nada a los cómicos mudos y casi todo a la palabra escrita para ser hablada, era la comida diaria después de la cena en el cine. Hoy, claro, se pueden citar títulos, mentar nombres y hacer genealogías. Los espectadores que pagaban la entrada para divertirse, podían ser otros por un rato, los que olvidaban la comedia muda para gozar la comedia hablante. Esta clase de cine se llamó la comedia loca y tuvo obras maestras como Bringing Up Baby, Primera Plana, El siglo veinte, Medianoche, en esos últimos treinta y aún en los cuarenta seguía sana, malsana. Los años cincuenta, con el apoyo del mismo Billy Wilder que escribió Medianoche tuvieron a Stalag 17, y La comezón del séptimo año, que como Primera Plana y su secuela invertida His Girl Friday venía del teatro: el verbo hecho risa. Todavía en los años sesenta Billy Wilder podía cosechar unas cuantas comedias locas, como Con faldas y a lo loco (noten por el favor el título español) y Bésame, estúpido, en que el erotismo era una forma de idiotismo. Hay comedias locas-locas como Más allá de la terapia en que Freud sale por el foro y ni Howards Hawks o Billy Wilder podrían reconocer sus herederos putativos. Pero ahí están en su dulce demencia para declararse locas en una jaula de plástico.