Fue un invierno difícil. Para todos. No obstante, lo habían superado. Y de un modo u otro, improbablemente, llegó la primavera. Como cada año. Walker e Hija había permanecido abierta a cargo de Peri, quien mantuvo su horario, hizo espacio para un expositor de bolsos más grande y contrató a una ayudante a tiempo parcial. Se decidió que debía mudarse al apartamento del piso superior. Lo limpió y repintó todo una vez que Dakota estuvo de acuerdo en que ya era momento de hacerlo. K. C. alquiló un coche y emprendió un viaje por carretera; había estado siempre tan centrada en Nueva York que se dio cuenta de que en realidad nunca había visitado el lugar donde nació; fue su último momento de libertad antes de empezar el curso en la facultad de derecho en otoño. Darwin trabajó día y noche para concluir el primer borrador de su tesis, justo a tiempo para buscar un nuevo apartamento en la ciudad, cerca del hospital. Dan iba a regresar, había encontrado la manera de trasladar su residencia, y fue capaz de perdonar. Y Lucie, en casa con Ginger y falta de sueño, aprovechó las horas nocturnas para planear un nuevo enfoque de su documental y presentarlo al Festival de Cine de Tribeca.
Las notas de Dakota habían empeorado durante un tiempo, pero James tomó medidas de inmediato y pidió una excedencia para estar con su desconsolada hija. No hubo ninguna confusión en lo relativo a los derechos y voluntades; Georgia Walker había procurado estar siempre preparada para lo que pudiera acontecerle. Para James supuso una transición retadora convertirse en padre a jornada completa al tiempo que lloraba su pérdida. Pero lo estaba haciendo bien: llevó a Dakota a Baltimore el Día de Acción de Gracias, luego a Pensilvania para la comida navideña anual, e hizo frente a los Walker mientras tomaban ponche de huevo y comían galletas de mantequilla. Fueron unas fiestas sombrías, sin duda, pero estuvo al lado de su hija en todo momento, y le prometió llevarla a ver a la bisabuela en Escocia cuando terminara el curso.
Ahora su apartamento del East Side estaba vacío; James encontró una nueva casa para los dos, a la vuelta de la esquina de la tienda y cerca tanto de Anita como de Cat. Dakota ayudaba en la tienda los sábados. Marty revisó el contrato de arrendamiento: mientras él fuera propietario del edificio, Walker e Hija no volvería a pagar alquiler.
Las cosas se habían resuelto, a su manera. Salvo que Georgia no estaba.
Un día de primavera, Anita se llevó a su querida Dakota a dar una vuelta para charlar, con una bolsa de Walker e Hija en la mano. Habían dado muchos paseos juntas; a la adolescente le resultaba más fácil hablar cuando no tenía que mirar a nadie a los ojos y mostrar su dolor.
—Vayamos al parque —sugirió Anita—. Me gustaría enseñarte una cosa.
Se sentaron juntas en silencio, hasta que Anita metió la mano en la bolsa de papel color lavanda y sacó un jersey envuelto en papel de seda.
—¿Esto lo hizo mamá? —preguntó Dakota.
—Así es —confirmó Anita—. La conocí aquí mismo cuando tú no eras más que un bulto. Aquí es donde le encargué que hiciera esta primera creación para Walker e Hija. —Contempló los tulipanes rojos y blancos, los narcisos amarillos, la hierba de un verde intenso, recordando a la joven de oscuro cabello rizado que lloraba en un banco del parque—. Y tu madre me encomendó que te diera otra cosa —añadió, y le entregó un diario de cuero rojo—. Aquí es donde anotaba sus ideas para las labores. Y donde escribió el secreto para hacer el jersey perfecto.
—¿El secreto?
—Está aquí. Confía en mí.
Dakota hojeó las páginas de dibujos y llegó a una larga parte escrita. Empezó a leer en voz alta.
—«Reunir el material. La elección de la lana tiene unas posibilidades de vértigo: las oleadas de colores y texturas tientan con visiones de un jersey o un gorro (y de todos los cumplidos adicionales que esperas recibir), pero no revelan el duro trabajo requerido. Lo más importante es la paciencia y prestar atención a los detalles…».
Al terminar de leer estuvo largo rato llorando, pero le incomodaba que la vieran y Anita aguardó paciente a su lado, con el brazo sobre el respaldo del banco y mirando hacia otro lado con discreción.
—Venga, vámonos —dijo al cabo—. Le prometimos a tu padre que no llegaríamos demasiado tarde.
Se reunieron con James en Central Park West; estaba en un automóvil de alquiler aparcado en doble fila.
—Hola, papá —saludó Dakota, y subió al asiento trasero para que Anita pudiera ir delante—. Vamos.
Hacía un buen día para dar un paseo en coche, brillaba el sol y soplaba la brisa; el viaje de cuarenta y cinco minutos pasó rápida y tranquilamente. Y llegaron a una pequeña ciudad residencial cuya distancia de Manhattan permitía desplazarse a diario entre el trabajo y el domicilio.
Habría resultado difícil si Cat hubiese abierto su tienda de antigüedades en la ciudad, hubiera sido duro verla hacer lo mismo que hiciera Georgia. Sin embargo, allí, lejos de la ciudad, resultaba distinto. Parecía lo adecuado.
James detuvo el vehículo frente a la entrada para que ellas se apearan y fue a aparcarlo. Dakota oyó un débil sonido de campanillas al abrir la puerta de cristal transparente del establecimiento situado en una planta baja, con su exposición artísticamente dispuesta de mesas de caoba y cómodas de cerezo, cuadros de paisajes, piezas individuales de porcelana y cristal de singular diseño, repisas de chimenea apoyadas contra la pared y un viejo y señorial reloj de pie que seguía dando la hora. Había dos maniquíes a modo de inspiración, uno en cada rincón, cada uno de los cuales llevaba uno de los vestidos que había tejido Georgia con una pequeña etiqueta en la que se leía: no está a la venta. Anita caminó cuidadosamente por la tienda, contemplando las antigüedades y el vestido rosado de cuello Mao, tocando, mirando, admirando…
—Estoy orgullosa de ti, Cat.
Dakota se lo dijo con sinceridad cuando se reunió con Anita en la parte delantera de la tienda. Admiraron detenidamente el asombroso vestido dorado que Georgia había bautizado con el nombre de Fénix.
—Al fin eres tu propia dueña —añadió Anita.
Cat sonrió, le tocó el brazo a Anita y le tomó la mano izquierda a Dakota con cariño en tanto que la niña acariciaba el vestido dorado. Formaban un círculo de cuatro. Anita, Dakota, Cat… y el vestido de Georgia. Un sensacional logro de diseño, planificación y destreza. Su único rival era la otra creación de Georgia, la que se hallaba de pie frente al vestido, con sus mejillas redondas, su piel suave y su infinito potencial: su querida Dakota.
—Por favor —murmuró Cat, que respiró hondo. Por fin estaba preparada para valerse de todo lo que había aprendido de su más querida amiga (la adolescente ambiciosa, la empresaria tenaz, la madre leona) y convertirse en la mujer que siempre quiso ser. La mujer que Georgia siempre creyó que podía ser—. Por favor —repitió, agarrándose fuerte—, llamadme Catherine.