Capítulo 35

Walker e Hija cerró, por supuesto, el siguiente miércoles de octubre, largo y vacío. James y Dakota permanecieron en las otras habitaciones de invitados del apartamento del San Remo, pero no pudieron dormir. Vagaron por las espaciosas estancias, como Cat, consternados y con los ojos húmedos. Marty estuvo levantado toda la noche siguiente mientras Anita permanecía sentada en el salón atónita, incapaz, también, de descansar.

Llegó el viernes, y James y ella estaban ocupados con todo el lío que viene después, todos los cabos sueltos que hay que atar. Anita habló con Peri, que se sintió con fuerzas para abrir la tienda.

—Georgia no querría que Walker e Hija quedara vacía —dijo Anita—. Organicemos turnos y sigamos adelante hasta que veamos cómo están las cosas.

—Creo que K. C. quiere pasar por aquí —informó Peri—. Y Lucie ya ha salido del hospital.

—Sí, llama a todo el mundo y diles que abriremos esta tarde —accedió Anita—. Por si quieren venir.

Desde el martes por la tarde, nadie había vuelto a pensar en los carteles que anunciaban la película de Lucie. Nadie los había descolgado.

Peri esperó en la tienda, incapaz de decir nada mientras registraba las adquisiciones de las clientas que curioseaban con indiferencia y compraban lanas, agujas y patrones. Se lo guardó todo dentro hasta que llegó K. C., entonces se pusieron a sollozar las dos y se abrazaron durante un rato.

—Cuando la vi en el taxi no sabía que sería la última vez —lloraba K. C.—. No quiero que no esté aquí.

No parecía real, sobre todo cuando llegó el equipo alquilado, pues nadie se había acordado de cancelar el pedido de Georgia. Volvieron a aflorar las lágrimas cuando Darwin entró en la tienda acompañada de Lucie, quien llevaba en brazos a la recién nacida, Ginger, y a su madre, Rosie, a su lado. Anita apareció, apoyada pesadamente en Marty, y también acudió Cat, asida de una mano de Dakota mientras James le agarraba la otra.

Formaban un grupo sombrío, sentados o de pie, repitiendo las mismas frases una y otra vez, contando todo lo que había ocurrido, intentando encontrarle algún sentido a todo ello. Sin embargo, también se aferraron a Ginger, y K. C. ayudó a Lucie a vestirla con el pequeño jersey que había tardado meses en hacer, lo cual hizo que se sintieran un poco mejor, aun cuando todo el mundo tenía el corazón transido de dolor.

Entonces ocurrió. Unas cuantas clientas de las más habituales —y después algunas personas totalmente desconocidas, incluida cierta superestrella de cine que se encontraba en la ciudad para participar en una obra teatral— empezaron a entrar por la puerta de Walker e Hija. En un primer momento, Anita pensó que se habrían enterado del fallecimiento de Georgia, pero luego quedó claro que pretendían ver la película de Lucie. Se volvió a mirar a la nueva mamá.

—Esto…, creo que todavía hay una copia en la caja que trajimos el martes —recordó Lucie con los ojos enrojecidos—. Supongo que podríamos ponerla.

—La pondremos —afirmó Dakota—. A mamá le gustaba esa película. Dijo que el cabello se le veía muy bien en ella.

La voz grabada de Lucie resonó en la tienda.

—Ésta es la historia del club de punto de los viernes por la noche… —narraba por encima de las imágenes del exterior del edificio de Marty y del letrero de la tienda que había en el rellano, antes de que la cámara se posara en una imagen de Georgia sentada a la mesa central con todas las socias del club, tapándose la boca para sofocar la risa para soltar al fin una carcajada que sacudió sus rizos castaños—. Y es la historia de una neoyorquina con agallas llamada Georgia Walker, que abrió el camino.

Había sido una noche dura, pensó Darwin al entrar en su oscuro apartamento. Lucie le había ofrecido su sofá para dormir, pero prefirió dejarle tiempo para que estuviera con Rosie.

Abrió el ordenador portátil, pues sabía sin ninguna duda que no iba a poder dormir. Tecleó, entró en Internet, siguió la pista del jersey que había enviado con UPS —ya lo habían entregado— y comprobó el correo electrónico. Nada.

Entonces abrió un documento de Word y se quedó allí sentada.

Dos palabras. Así es como empezó por fin su tesis. Con dos palabras.

Hacer punto.

¿Esta habilidad tiene validez para la mujer moderna?

Sí.

Existe un tremendo poder cuando las mujeres se aferran —o recuperan, como es el caso de muchas jóvenes de hoy en día— a las artes tradicionales de las mujeres que nos precedieron. En el mundo desarrollado, la calceta es al mismo tiempo un recordatorio y una conexión con las luchas de nuestro pasado colectivo, cuando la ropa de abrigo era una necesidad que sólo podía hacerse a mano, y una alegre celebración de la ingenuidad y creatividad de nuestras madres y abuelas.

Darwin levantó la mirada de la pantalla. «Y además, es francamente divertido», añadió para sus adentros.

Un ruido en el pasillo la despertó sobresaltada. Estaba despatarrada en el sofá y tenía el portátil —con varias páginas de texto— apoyado en el estómago. Eran las ocho de la mañana y fuera ya había luz. —¡Uf! —exclamó al notarse el cuello dolorido a causa de la incómoda posición y la boca seca.

Volvió a oír el ruido. Un tintineo en la puerta.

Fue a mirar por la mirilla como una exhalación y luego abrió las dos cerraduras y quitó la cadena.

Allí estaba su esposo, Dan, que llevaba puesto el jersey gris que tan mal le quedaba, con una manga casi ocho centímetros demasiado corta y la otra cinco centímetros demasiado larga.

Y sonreía.