Capítulo 32

Prácticamente se habían terminado los días calurosos; hacía tiempo de llevar chaqueta, sin duda alguna. También hubo cambios en el apartamento situado sobre Walker e Hija: sacaron de la ventana el aparato de aire acondicionado para que no se escapara el calor, James había derrochado el dinero en un nuevo sofá azul de microfibra para reemplazar el viejo y descolorido de color amarillo y melocotón, y, por último, Cat había deshinchado su cama hinchable.

—Es un octubre alegre —dijo con un juego de maletas a sus pies en el salón—. Cat Phillips se larga del edificio.

—Yo no te estoy echando —replicó Georgia—. Tu marcha es más bien un robo.

El guardarropa completo de Cat —una colección considerable— se envió al San Remo junto con unas cuantas fotografías enmarcadas de sus padres. Anita le había asegurado a Cat que, por supuesto, era mucho más que una simple cuidadora de la casa.

—Quiero que cuides de todos mis tesoros.

Eso le había dicho Anita cuando abrió la puerta de su exquisito salón, lleno de objetos antiguos, en el que el sol entraba a raudales. Unos grandes ventanales que daban al parque enmarcaban los frondosos árboles, que mudaban sus colores en anaranjados y dorados.

Pese a todo, Cat se sintió incómoda al entrar en el amplio dormitorio que antes había sido el hogar de David, el hijo de Anita, si bien lo habían reconvertido en una segunda suite principal durante los veintitantos años que hacía que se marchó a la universidad. Aunque Anita había sacado del armario las cajas de chalecos que tejió desde el fallecimiento de Stan, envió una colección de sus creaciones favoritas a sus hijos y donó el resto a una residencia para hombres. Cat estaba agradecida por tener un hogar, y se sintió algo más cómoda después de organizar una pequeña cena —sólo las Walker y Foster— que cocinó ella misma, un sencillo risotto (¡el fondo de la cacerola quedó hecho un desastre!) y salmón a la parrilla algo reseco, pero aun así comestible. Le costó todo el día, claro está, pero supuso un cambio respecto a su habitual pérdida de tiempo en la tienda. Dakota aportó el postre, una selección de pastelillos de varias tandas recientes de su creación. Georgia, que todavía sentía náuseas, tomó un poco de sopa que Cat había calentado y unos bocados de risotto.

Después de cenar fueron todos a la cocina para iniciar una campaña de limpieza en grupo. Dakota recogió la mesa y James se ofreció voluntario para fregar el fondo de la cacerola; Georgia observó, sentada en una silla junto a la encimera, con un trapo en la mano pero sin hacer casi nada.

—Por fin he encontrado una excusa para evitar todas las cargas del mundo —bromeó.

Estaba tolerando bien la quimioterapia y el doctor Ramírez la alentaba, pero aún se sentía cansada, y últimamente tenía más náuseas de lo habitual. Sin embargo, dormía mucho y, con una nueva medicación, lo llevaba bien. No había bebido vino, por supuesto, y dejó que Cat y James compartieran una botella, que seguían apurando mientras lo recogían todo.

Cat intentaba limpiar lo que había derramado sobre los fogones con su alarde culinario, rociándolos con una botella de limpiador azul. «Oye —le susurró Georgia en un aparte—, esto es para los cristales. Prueba con la otra botella que hay en el armario». La rubia se dio la vuelta con tanta rapidez que volcó la copa de cabernet y el vino tinto empapó su blusa de color verde pálido. Empezó a registrar los cajones buscando servilletas o trapos, porque no recordaba dónde estaban las cosas. Encontró cajones con utensilios de cocina, cuberterías, manoplas, especias y, para su sorpresa, el consabido cajón de los trastos, lleno de menús de restaurantes de comida para llevar y de manuales de instrucciones para el microondas y la cafetera.

—¡Anita tiene un cajón de sastre! —exclamó, como si hubiera descubierto el secreto más vergonzoso de la anciana—. Nunca hubiera pensado que pudiera tener un cajón de sastre.

Georgia se levantó con cuidado de la silla para ir a echar un vistazo, mientras Dakota entraba a toda prisa con el último vaso sucio de la mesa del comedor.

—Déjame ver —dijo su hija.

—Estáis espiando, chicas —las reprendió James, que llenaba el lavavajillas a poca distancia.

—Ya lo sé.

La respuesta fue de Cat, que iba sacando papeles, cierres de alambre para bolsas y un viejo destornillador con el mango de color naranja mientras se frotaba distraídamente la blusa con el trapo de Georgia.

—No hay mucho que ver —observó Georgia mirando por encima del hombro.

—Excepto esto —dijo Cat con aire reflexivo mostrando a Dakota un montón de viejas postales descoloridas atadas con una goma elástica.

Las desató y empezó a pasarlas una a una; se trataba de una colección de montañas y monumentos. Dio la vuelta a la primera y empezó a leer en voz alta.

—¡No puedes hacer eso! —se escandalizó Georgia.

—Sólo va dirigida a Anita —repuso Cat—. No hay ningún mensaje. Está en blanco.

Tenían curiosidad, y examinaron las postales del Big Ben, la Torre Eiffel, la Gran Esfinge, el Coliseo.

Cat puso mala cara al ver esta última.

—¿Qué pasa? —preguntó Georgia.

—Me ha recordado Roma. Pasé mi tercer año de carrera en Italia para licenciarme en historia del arte. Tenía la fantasía de que me convertiría en conservadora de antigüedades. ¡Y mírame ahora! Soy una divorciada que cuida de una casa.

—Bueno, quizá podrías… —empezó Georgia, pero se fue apagando la voz mientras pensaba: ¿podría qué?

—Vamos, Georgia, por favor —suplicó Cat con un suspiro—. No creo que pueda meterme en el negocio de los objetos antiguos después de haber terminado la universidad hace años y sin haber trabajado durante todo este tiempo. Lo mejor que podría hacer es utilizar una parte del dinero de Adam en hacerme tratante en antigüedades, rodearme de cosas que me gusten y pasárselas a otras personas que las cuiden bien.

—A cambio de un precio adecuado —terció James.

Cat se rió.

—Exactamente. Abrir una tienda, y allá que voy.

—Exactamente —repitió Georgia, mientras Cat volvía a amontonar las postales para guardarlas en el cajón meneando la cabeza.

—Lo digo en serio —insistió Georgia—. Puedes hacerlo.

—¡Como si Manhattan necesitara otro negocio de antigüedades! Venga ya…

—De acuerdo. ¿En qué otro sitio podría ser?

—Acabo de instalarme en casa de Anita y le prometí que me quedaría para que no le aterrorizase ir a vivir con Marty y se echara atrás.

—De acuerdo, de acuerdo, ya lo entiendo. Basta de buscarse problemas. Así pues, ¿dónde podrías abrir una tienda sin tener que mudarte?

—No lo sé. ¿En Westchester? ¿En Hudson Valley?

Georgia dirigió una mirada desafiante a Cat.

—Creo que podrías hacerlo —afirmó.

—Creo que estás loca —replicó Cat.

—Y yo creo que vosotras dos formáis un equipo terriblemente inteligente —determinó James—. Ojalá pudiera leer algunos viejos ejemplares de la Gaceta del instituto de Harrisburg.

—Pues tengo todos los números —dijeron Georgia y Cat al unísono, y se sonrieron una a otra.

El domingo, aunque estaba cansada después de la salida de la noche anterior, Georgia se pasó casi toda la mañana en el sofá hablando por teléfono con Cat sobre cómo poner en marcha un negocio. Fueron momentos emocionantes, en que propuso toda clase de ideas descabelladas, soñando. Después de una siesta que pareció demasiado corta, James se sentó en el sofá y la besó en las mejillas hasta que se despertó.

—Vamos a llegar tarde al cóctel de Anita y Marty —se justificó—. Es la gran fiesta de inauguración de su casa.

—Ha sido un fin de semana muy festivo —comentó Georgia con una sonrisa—. Estoy agotada, pero me lo he pasado muy bien.

—Sobre todo con lo de librarte de fregar los platos.

—¡Ay, cariño! Me conoces demasiado bien.

Con Dakota a la cabeza de la ofensiva, llegaron a la casa de piedra rojiza con tan sólo unos diez minutos de retraso. Cat ya estaba dentro, y hablaba largo y tendido con Anita sobre sus planes para el negocio de antigüedades.

—A Georgia le parece una gran idea —anunció cuando la familia siguió a Marty hasta el salón.

—A mí también —afirmó Anita, que le dio unas palmaditas en la rodilla a Cat y se levantó para abrazar a Georgia—. Bienvenido a nuestro pequeño hogar.

El apartamento estaba tan maravillosamente bien decorado como la primera vez que Anita lo vio, pero ahora había un cojín aquí, una pintura original allá, y jarrones y más jarrones de flores frescas y fragantes.

—Huele como tú —dijo Dakota—. Bien.

Les enseñaron toda la casa, para terminar en el patio del jardín trasero, donde permanecieron unos minutos a pesar de que el aire era fresco.

—Bueno, voy a preguntar una cosa que sé que todos queremos saber —declaró Cat. Anita se quedó helada, esperando algún comentario respecto al hecho de que sólo había un dormitorio—. Marty, ¿eres el propietario de este apartamento?

—¡Cat! —exclamaron todos los del grupo a coro.

Marty pareció desconcertado.

—No —contestó, y bebió un trago de cerveza—. Me temo que sólo lo tengo alquilado —repuso, y tomó otro sorbo—. Alquilado a mi hermano Sam, que se retiró a Delray. Esta casa es suya y mi sobrina vive en el piso de arriba con su familia. Yo sólo soy propietario del edificio de Broadway.

—¿Cómo dices? —intervino Georgia—. ¿Eres dueño del edificio?

Marty se miró las manos, más bien ufano.

—Sí —admitió.

—Entonces tú eres… Masam Management —concluyó Georgia—. Pues claro. Eso explica los insignificantes incrementos en el alquiler de los últimos años. Yo creía que se trataba de un casero que no estaba al corriente de la escalada de precios en la ciudad. Pero no, eres tú.

—Soy yo.

—Muy hábil, Marty —lo elogió Cat—. Eres un verdadero Donald Trump.

—Sólo soy un tipo que trabajó duro, ahorró unos peniques y tenía un objetivo.

—¿Y qué objetivo era ése, Marty? —quiso saber James.

—Construir un buen hogar y encontrar a la chica más bonita del mundo. Y eso es precisamente lo que estoy haciendo —finalizó; rodeó a Anita con el brazo y alzó su vaso—. Por nosotros —dijo, y le guiñó un ojo a Georgia—. Por todos nosotros.

Sólo era un esbozo, le decía Lucie a Georgia cuando llegó a la tienda casi al término de la jornada laboral. De todos modos, casi estaba listo. Salieron a hurtadillas de la tienda y dirigieron un rápido gesto de la mano a Anita para hacerle saber adónde iban, y subieron arriba para ver un avance del documental.

—Recuerdo que solía subir y bajar corriendo estas escaleras un millón de veces al día —le dijo a Lucie—. Ahora sólo levanto el trasero del apartamento para volver a sentarme en el despacho.

Abrió la puerta; Dakota estaba en la cocina haciendo ruido, mientras escarchaba unas magdalenas de chocolate.

—¿Te molestamos, cariño? —gritó Georgia.

—No, ya termino —respondió Dakota, que fue a sentarse con su madre en el sofá.

Lucie puso la película y leyó la narración de un trozo de papel.

—Este fin de semana pondré la voz en off en el canal de televisión —le contó a Georgia—. Mi jefe es muy buen tipo. El trabajo no está bien pagado, pero el seguro médico y la facilidad para acceder a la sala de edición lo compensan. Además, van a sumarme más tiempo libre a mi permiso de maternidad.

—Es impresionante, Lucie, sencillamente estupendo.

—Me encanta —terció Dakota—. Creo que he crecido desde que hice ese bolso fieltrado.

Georgia le dio un beso en la cabeza.

—Te estás convirtiendo en toda una mujercita —dijo, haciendo caso omiso de los ojos en blanco que puso Dakota—. Y tú, Lucie, te estás volviendo toda una realizadora.

—Tenía muchas horas de grabación, y luego filmé un montón más desde que me diste el visto bueno en agosto —explicó—. Has sido muy amable conmigo. Con Peri. Con todas nosotras. No sé por qué, pero quería hacer una película sobre ello, sobre unas mujeres que persiguen sus sueños y son independientes. Para mostrarle a este bebé cómo se hace.

—No me adjudiques todo el mérito —rechazó Georgia—. Resérvate algo para ti.

—Me gustaría enseñárselo al club cuando esté terminado.

—Tengo una idea mejor: hagamos un estreno de verdad —sugirió Georgia—. Alquilaré el equipo y podemos montar una especie de sala de proyección en la tienda. Podemos colgar algunos carteles allí y en la charcutería de Marty anunciando el lugar y la hora. ¿Crees que podrás tenerlo listo para la semana que viene?

—Seguro. Ya casi lo tengo.

—Bien, podemos apoyar la mesa contra la pared y así habrá espacio suficiente. Apuesto a que conseguiremos que asista bastante gente.

—Puede ser —dijo Lucie mientras lo consideraba—. ¿Crees que podría venir esa mujer que presenta el informativo del Canal 4 o algo así, la que pasa por la tienda a veces?

—Seguro, o quizá alguien a quien todavía no conocemos —repuso Georgia, que se estaba animando—. Esto es Nueva York. Todo el mundo tiene siempre un contacto que puede hacerlo posible.

—Gracias —dijo Lucie, de veras emocionada.

—Por supuesto. —Georgia se levantó del sofá y se calzó unas pantuflas—. Y ahora volvamos abajo; nos hemos distraído tanto con todo, que vamos retrasadas con el proyecto. ¡Pero al fin voy a enseñarles a Darwin y a K. C. cómo coser el jersey, aunque tenga que atarlas a la silla!

Al cabo de media hora, K. C. estaba planeando un motín.

—Suspendí costura en el instituto —dijo enfurruñada—. Pensaba que ibas a terminarlo por mí como haces siempre, Georgia.

—Se trata tan sólo de zigzaguear un poco con aguja e hilo —repuso Georgia—. Procura tensarlo igual que los puntos y ya puedes empezar.

—No queda bien.

—Bueno, quedaría mejor si lo hubieras planchado —señaló Anita—. Lo dije la semana pasada —añadió, y la reprendía con el tono de voz, pero suavemente.

—Creía que eso era opcional.

—Queda mejor si lo haces.

Georgia se fijó entonces en que Darwin estaba cosiendo sus mangas para formar un tubo, pero no las unía a las piezas del pecho y la espalda, que seguían plegadas en su bolsa.

—Primero tienes que hacer los hombros, Darwin.

La recriminación de Georgia se produjo mientras Lucie regresaba de su tercer viaje al baño y tomaba asiento al lado de su ayudante de parto. Georgia pensó que era una bendita por terminar la pieza con el grupo, aunque había tejido mil y una cosas más mientras tanto.

—No los he terminado.

—¿Qué?

—No he terminado el pecho y la espalda.

—Ah… De acuerdo —gruñó Georgia, y fue a ayudar a otras clientas a coser la prenda.

—¿Por qué no? —preguntó Lucie a Darwin.

—Porque este jersey lo estaba haciendo para Dan —respondió sin ánimo.

—Bueno, pues creo que querrás terminarlo, seguro —dijo Lucie, sin levantar la mirada de sus puntadas—. ¿Sabes cómo llaman las tejedoras a la operación de unir todas las piezas?

—No.

Lucie se inclinó sobre su vientre henchido, tomó la manga de Darwin y empezó a deshacer la costura.

—Creo que es hora de que vayas al punto desde el cual puedas intentarlo —dijo—. Porque se llama «montar».