Capítulo 31

Cero, cero, cero, cero, cero, cero. Contó los números una vez y luego otra. Era una bonita cantidad, desde luego. Cat había imaginado que el hecho de recibir un generoso cheque por parte de Adam —en realidad era una transferencia— le daría seguridad. Terminado. Completo. En cambio, se volvió a encontrar con la sensación de estar perdida mientras que todos los demás sabían adónde iban. Georgia llevaba semanas en casa y se estaba recuperando sin problemas, fortaleciéndose para la quimioterapia que empezaría a mediados de septiembre. No obstante, ya bajaba un rato a la tienda cada día y se había empeñado en levantarse con Dakota por la mañana. Cat seguía durmiendo en la cama hinchable, pero últimamente tenía la sensación de que ya no era tanto por el hecho de que necesitaran su ayuda como porque madre e hija se resistían a herir a su adinerada huésped de paso.

—Necesito tener una profesión —le dijo a Georgia por enésima vez mientras se comía sus Cheerios a palo seco—. No, en serio, la necesito.

—¿Has recibido alguna respuesta a los currículos que enviaste?

—Recibí unas cuantas llamadas cuando estabas en el hospital, pero no era un buen momento.

—Con esta actitud nunca van a contratarte, Cat.

—Sólo quiero ser como tú, Georgia. O sea, inspirada por algo que me guste.

—¡Oh, por favor! Estaba soltera y embarazada y no tenía dinero para cuidar del bebé. ¡Me gustaba hacer punto! De modo que, ¡pumba!, voy y monto un negocio, ¿no? Pues no.

—¿Qué?

—Trabajaba por turnos en la tienda de Marty, tejía por encargo y luego recibí un generoso préstamo de una importante benefactora.

—Anita.

—Eso es —asintió Georgia—. Te contaré un pequeño secreto, Cat. No todas adoramos nuestro trabajo todos los días. Dedicarte a algo que te apasiona no hace que el trabajo que conlleva sea más fácil.

—¿Ah, no?

—No, sólo implica que es menos probable que lo dejes.

La primera sesión —un viernes— había ido bien. Bien de verdad. Cat la acompañó cuando la conectaron a los medicamentos de la quimio y esperó; las enfermeras eran habladoras y optimistas, y, francamente, no parecía tan malo. Incluso hubo un regalito al terminar el tratamiento, cortesía de Cat: unos preciosos pendientes de diamantes engarzados en platino.

—Me he dicho que como con esos medicamentos te están metiendo platino en el cuerpo, también podíamos poner un poco por fuera —comentó Cat, con tono fingidamente displicente—. Es una técnica de motivación: tú te presentas y recibes un regalo con cada sesión.

—¿Forma parte de esa idea tuya de ser entrenadora de la vida?

—Forma parte de mi apoyo a la vida de Georgia.

No obstante, la primera vez no le hizo falta ninguna motivación adicional. En realidad, tras la tanda inicial de quimioterapia, Georgia se sintió lo bastante bien como para volver al trabajo; incluso se quedó hasta tarde para asistir al club y admirar la espalda y la delantera, disparejas e inacabadas, del jersey de Darwin, a quien incluso dio otro par de agujas para que empezara las mangas.

—Es toda tuya —le dijo a Lucie.

Por su parte, Lucie había terminado y ribeteado perfectamente sus mangas y tenía ya las piezas listas para montar. Por no mencionar todo el ajuar de bebé que había hecho aparte, mientras esperaba a que las tejedoras tortuga avanzaran.

—Ahora entiendo por qué empezamos con un jersey de invierno —gruñó K. C., que sufría con el aumento de puntos de las mangas de su jersey de bebé—. Porque tardas un año entero en hacer una cosa de éstas.

—Pensaba que toda esa práctica con la manta habría servido para que tus agujas se movieran un poco más deprisa, ¿no, K. C.?

—Vamos, querida, por favor. Tejí esa manta por puro miedo —K. C. le guiñó el ojo a Georgia—. Me alegro de verte de vuelta por aquí, chavala.

Y se pasaron el resto de la sesión centradas en K. C., que al día siguiente iba a hacer el examen, el LSAT; se turnaron para hacerle preguntas y Cat ofreció palabras inspiradoras, obtenidas de uno de sus muchos libros de autoayuda.

—Lo que haya de ser, será —le dijo Cat a K. C.

—Sí, ya puedes repetírtelo hasta quedarte sorda —replicó K. C.—. Si no le doy duro a esto, me pasaré el resto de mi vida envolviendo bolsos para una tal señorita Peri Gayle, diseñadora de bolsos.

—¡Oye, que no pienso pagarte! —gritó Peri, que empleaba casi todo su tiempo libre y buena parte de sus horas de trabajo en su línea de bolsos.

—Sí, eso es lo peor —dijo K. C., que le preguntó a Georgia si podía prestarle el iPod para escuchar la canción We are the Champions, de los Queen, antes de presentarse al examen.

—Por supuesto —le respondió Georgia, que se reclinó en la silla de cuero de la mesa de su despacho, que Anita había llevado hasta allí—. Si los setenta te inspiran, ¿quién soy yo para interponerme en tu camino?

Eso era lo normal en el club. Mucha charla y mucha comida mientras hacían un poquitín de punto.

Tras la siguiente sesión de quimioterapia, unas dos semanas después, Georgia no se detuvo en la tienda; se fue a casa a dormir e intentar combatir las náuseas.

—Me está matando —le dijo a James.

Estaba casi sin aliento, tumbada en el sofá mientras él desempaquetaba el pollo con anacardos para llevar, lo cual provocó en Georgia una carrera hacia el baño.

—Ésa es la idea, nena —repuso él—. Hay que hacer salir de ahí todas las células cancerígenas descarriadas.

—Sí, pero el resto de mí también lo pasa mal —replicó llorosa y enjugándose las lágrimas—. Deja que me desahogue antes de que Dakota regrese del club. No quiero asustarla.

—Estoy aquí, nena. Estamos solos tú y yo. Todo irá bien —susurró, y la meció en sus brazos.

—Al menos no se me está cayendo el pelo. Tantos años odiándolo, y ahora me alegro de tenerlo. —Se dio unas palmaditas en la cabeza, le acometió otro acceso de llanto e hiperventiló—. Y, además, estoy muy torpe con las manos; ni siquiera puedo hacer punto o abrocharme y desabrocharme los botones.

—Lo sé, Georgia, pero esto es temporal. Sólo es un efecto secundario de la quimioterapia.

El doctor Ramírez había enumerado todos los posibles cambios que podría acarrear el tratamiento, pero una cosa es ver una lista en una hoja de papel y otra muy distinta encontrarte con una neuropatía periférica que te deja atontada. James estaba allí sentado, abrazándola, pensando que ojalá pudiera hacer desaparecer todo aquello.

—Sé que es duro para ti, James —dijo Georgia—, pero me recuperaré.

En el fondo, él siempre había sabido lo fuerte que era Georgia, que crió a Dakota y gestionó su negocio. Pero no había conocido el núcleo de su fortaleza hasta entonces, cuando estaba allí sentada con las lágrimas rodando por sus mejillas, con el cuerpo herido pero el espíritu intacto. Su confianza en sí misma no había mermado.

Seguía llorando cuando sonaron unos golpes en la puerta del apartamento. James fue a abrir y regresó.

—Es Lucie —anunció—. Le he dicho que probablemente no querrías ver a nadie.

—No, déjala entrar.

Lucie estaba enorme, con su pequeña figura compacta eclipsada por un gran vientre redondo.

—Hola, Georgia.

—¿Te has ensanchado mucho de repente?

—Es el último mes, y estoy desesperada por que me saquen este bebé de ahí, lo estoy suplicando —respondió Lucie—. A duras penas he podido subir las escaleras hasta aquí, y eso que después del primer tramo desde la calle me he pasado una hora sentada en la tienda.

James se disculpó y se fue al dormitorio para que Georgia pudiera estar a solas con Lucie.

—¿Le has contado ya a tu madre lo del nacimiento inminente? —preguntó Georgia.

—Le envié un e-mail.

—¿Has tenido noticias de ella?

—Pues no. Sólo mira el ordenador si la llamas y le dices que le has enviado un mensaje —reconoció Lucie—. Lo leerá la próxima vez que uno de mis hermanos vaya a su casa…, siempre borran los spam.

—Me parece que esto es lo que los libros de psicología de Cat llaman «evitación» —dijo Georgia, que últimamente había estado leyendo mucho. Luego se rió e hizo una mueca—. Perdona, no tengo muy buena noche. Hoy no me ha sentado bien la quimio.

—¿Quieres que me marche?

—No. Estaba esperando saber qué tal iba lo de los vídeos prácticos. Darwin le contó a Peri, y Peri a su vez le dijo a Dakota que ya casi habías terminado.

—Por eso he subido. Edité todas las secuencias que teníamos y obtuve como resultado unos cuantos vídeos de técnicas básicas y también uno basado en la confección del jersey.

—Dime que no incluiste nada que hubieran hecho Darwin o K. C.

—¡Procuré que no salieran sus manos en ninguna de las tomas! —Lucie se rió—. Me siento mal por ello. Sólo un poquito.

Unió algunos cables, los enchufó y los vídeos se vieron en la pantalla.

—Son estupendos, muy informativos —comentó Georgia tras ver una parte de la primera de las unidades didácticas.

Cierto, eran muy buenos. Lucie era diestra con la cámara; en algunas tomas, el pelo de Georgia parecía recién salido de la peluquería.

—Además, quería enseñarte otra cosa —dijo Lucie, y cambió de cinta—. Tenía horas y horas de secuencias adicionales y las he unido para hacer un corto sobre el club. Se me ocurrió que podría mostrarlo en una reunión o algo así.

Georgia contempló las escenas cotidianas de la tienda que aparecieron frente a ella: las reuniones del mes de mayo, tomas de la línea de montaje de los bolsos de Peri desde junio, cuando ella estaba en el hospital, hasta las más recientes apariciones de Cat frente a la cámara, soltando peroratas de lo que probablemente imaginaba que era sabiduría popular, y luego vio el pastel de cumpleaños que K. C. le había traído a Dakota, el club en pleno desafinando y muchas cosas, hasta la semana anterior, cuando Darwin y Anita se habían enzarzado en un duelo fingido utilizando las agujas de hacer punto como espadas mientras se reían tontamente.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. Estamos completamente chifladas.

—Sí, algo así.

—Es fantástico, Lucie. Es como una de esas estampas realistas, de verdad. Seguro que todo el mundo querrá montar un club de punto con un grupo de auténticas desconocidas.

—Supongo que es más bien divertido, ¿no?

—¿Sabes qué podrías hacer? Pulirlo un poco, añadirle una pequeña narración o algo así. Llámalo Las vidas secretas de las neoyorquinas.

—¿Qué quieres decir?

—No, pensándolo mejor, tendrías que incluir la palabra «sexo» en el título. Hoy en día es lo que vende —afirmó Georgia, que empezaba a respirar con dificultad otra vez, en esta ocasión de tanto reírse.

—¿Estas medicinas te dejan colocada o algo así?

—¡Ojalá! No, sólo hacen que seas capaz de ver las cosas con claridad. Lucie, esto que has hecho es genial. Me atrevería a decir que es una revelación.

—Vaya, te pareces a mi profesor de la facultad de cinematografía.

—¿Fuiste a la facultad de cinematografía? No me extraña. Bueno, pues esto zanja la cuestión. Lucie Brennan, vete a casa y convierte esta pequeña producción en un documental. Uno de verdad. Los vídeos prácticos son estupendos, pero yo te diría que utilices las secuencias que te han sobrado. Con una condición: corta cualquier escena donde el pelo se me haya levantado —alzó las manos— hasta aquí.

Era una sugerencia absurda. Francamente, Anita sabía que debía de estar loca al decir que lo consideraría. ¿Irse a vivir con Marty? ¿Cómo calcularían los gastos? ¿Lo dividirían todo al cincuenta por ciento o emplearían ese método moderno por el cual se reparten los gastos en función de un porcentaje de los ingresos de cada uno? (Eso podía ser un verdadero desastre, en opinión de Anita). ¿Esperaría que cocinara siempre ella? ¿Y cuánto béisbol se vería obligada a ver?

Bueno, no faltaban razones en contra. Pero, aun así, la idea de despertarse junto a Marty cada mañana y de oírle cantar los éxitos de Bobby Darin en la ducha le seguía pareciendo atrayente. Debía admitir que era un verdadero placer estar con una persona de la misma generación. Eso ahorraba mucho tiempo en traducciones.

Decidió exponer la idea a Georgia. Se habían acostumbrado a un nuevo ritmo; Anita se encargaba de la tienda por las mañanas, y luego subía al apartamento para tomar una taza de té y ayudar a Georgia a prepararse en lo que hiciera falta, tras lo cual bajaban las dos y estaban unas horas en la tienda. Peri se había hecho cargo sin problemas del turno desde el mediodía hasta las ocho de la tarde, e incluso había encontrado una clase matutina en el FIT que podía incluir en su horario.

—De manera que es una estupidez que las personas de nuestra edad se vayan a vivir juntas, por supuesto —concluyó Anita—. Mi madre se hubiera horrorizado.

—¿Cuándo nació? ¿En 1900? Y no está aquí para enterarse —replicó Georgia—. Yo creo que es una gran idea. Pero, claro, últimamente no soy objetiva en cuanto a las cosas del amor.

—Pero ¿y mi apartamento en el San Remo? No podemos vivir allí…, ése es mi hogar con Stan —razonó Anita—. Y ni siquiera sé si la junta permite el subarriendo. —Ayudó a Georgia a ponerse una camisa y se la abotonó—. Además, el apartamento del San Remo guarda muchos recuerdos, los chicos se disgustarían –continuó diciendo—. Bueno, sólo Nathan, en realidad. No creo que a los demás les importe demasiado.

—Podrías contratar a alguien que cuidara de tu casa.

—¿Y dónde encuentras a alguien de confianza?

Hubo un silencio y a continuación Georgia esbozó una sonrisa traviesa.

—Ya lo sé. Vamos a hablar con la belleza rubia a la que se le pegan las sábanas del colchón hinchable en la habitación de Dakota.