Darwin sabía que debería estar trabajando en su tesis. Pasaban los días, uno tras otro, y tenía el trabajo igual de adelantado que antes del comienzo del mes de agosto. Lo que sucedía era que no podía concentrarse.
Había llamado al móvil de Dan por lo menos unas ochocientas veces desde que se lo contó. ¿Por qué admitió lo que había hecho? Podría haber vivido el resto de su vida con mala conciencia, ¿no? Seguro que el dolor se hubiera suavizado con el tiempo.
Reconoció que no, que probablemente no hubiera sido así. Era mejor vivir la vida con sinceridad que existir en una vida prestada esperando a que se descubriera el pastel.
Lucie se percató de su cambio de humor de inmediato; no hicieron falta muchas preguntas para que Darwin lo soltara:
—Le conté a mi marido que le había engañado.
Se lo explicó sin mucho ánimo mientras caminaban cargadas con unas bolsas repletas de ranitas, de calcetines increíblemente pequeños y de peleles de Macy’s. Pronto iban a montar la cuna y el cambiador, en una esquina despejada del dormitorio de Lucie.
—¿Eso hiciste?
Esperaban a que cambiara el semáforo. La embarazada ya no cruzaba la calle imprudentemente, una costumbre que a cualquiera que llevara mucho tiempo afincado en Nueva York le costaba mucho desarraigar.
—Sí, con un amigo de Peri, aunque no te lo creas. Siempre supe que debía desconfiar del punto de media. Acabó con mi matrimonio.
A Lucie le hizo mucha gracia el comentario.
—Darwin —dijo—, si hacer punto llevara al sexo, yo habría tenido una vida mucho más animada. Pero lo reconozco: eres una caja de sorpresas.
Eso fue todo. No hubo recriminaciones. Ni muestras de indignación. Ni de horror. Ni declaraciones en el sentido de que acababa de perder el puesto de ayudante de parto. Sólo una sonrisa amable y la pregunta por parte de Lucie, mientras abría la puerta de la pizzería de la esquina, de si prefería pepperoni o sólo queso.
En realidad ella quería la Supreme: llevaba de todo.
Después de comer tomaron el tren hacia el West Side porque querían pasar por Walker e Hija.
La tienda continuaba siendo un negocio, por supuesto, pero también se había convertido, extraoficialmente, en el Centro de Información sobre Georgia, y todo el mundo se reunía allí por las tardes para oír las últimas novedades sobre el estado de salud de la propietaria. Aunque aún tendría que enfrentarse a la quimioterapia, la rapidez con que se estaba recuperando animaba a los médicos.
—Es batalladora —comunicó Anita—. Las cosas parecen ir bien. Debería salir pronto.
—Hemos jugado unas cuantas partidas a «Ve de pesca», y mamá dice que si alguien necesita ponerse al día con un culebrón, el que sea, ella está al corriente de todo —añadió Dakota.
Eran momentos difíciles para la adolescente de nuevo cuño. Había seguido asistiendo a su club de teatro de los martes y jueves —«¡Pagué todo el curso, de manera que vas a ir!», había insistido Georgia mientras preparaba las cosas para la excursión al hospital— y luego se pasaba todas las tardes de visita recreando los ejercicios de relajación que había aprendido del profesor de teatro («No finjas desmayarte a menos que alguien te vaya a capturar», señaló Georgia) o realizando una lectura de las escenas de la pieza teatral de cinco minutos que estaba escribiendo. «No es obligatorio —le dijo a su madre—. Pensé que así exploraría mi creatividad». Georgia comprobó enseguida que era una historia sencilla: una familia se reúne tras años de separación y, según las palabras del personaje que era la hija, «Nadie tiene que ir al hospital, de modo que estamos todos bien».
Georgia aplaudió con entusiasmo; hacía todo lo posible para parecer relajada y que Dakota no se preocupara, pero aún sufría de dolor posoperatorio. Pidió a su hija que le llevase una lata grande de refresco y que buscara a Cat, quien probablemente estuviera en la tienda de regalos comprándole demasiadas revistas otra vez.
—No te olvides del hielo —le recordó a Dakota, tras lo cual se volvió a mirar a Anita.
—El doctor Ramirez dice que es normal y que te estás recuperando muy bien —aseguró Anita.
—Lo sé, lo sé, pero aun así, me duele. —Georgia hizo un mohín—. ¿Me has traído las cosas que te pedí?
—Cada día es algo nuevo. Primero crees que harás punto, luego resulta que te cansa demasiado. Después quieres maquillaje. Luego un jersey. No soy más que una mula de carga. Voy arrastrándolo todo de aquí para allá —masculló Anita, al parecer molesta.
La convaleciente no se lo tragó. Su mentora intentaba distraerla, y Georgia lo sabía.
—Lo del cajón inferior de la mesa de mi despacho, ¿lo has traído?
—¿A qué viene tanta prisa? ¿No podemos tener una visita normal y corriente? Déjame que empiece con una lista de todas las demás cosas que necesitas —añadió, y empezó a rebuscar en su bolso.
—Vamos, Anita. Hablemos del tema.
—La cosa va bien.
—Exactamente. Y es el momento perfecto para comprobar que todos mis asuntos están en orden.
La anciana sacó el archivador, el que se había llevado del cajón de abajo, de una bolsa de largas asas.
—Muy bien. Está todo aquí: testamento, seguro, todo —enumeró Anita, cuya boca dibujaba una fina y apretada línea en su rostro; no estaba contenta.
—Vamos, señora Lowenstein, creo que está usted malhumorada —Georgia revisó los papeles, cosas que hacía años que no miraba. Todo estaba en orden, pero no reflejaba lo que quería de verdad—. Mi vida ha cambiado mucho en poco tiempo… Habrá que ir a ver a un abogado para poder poner todo esto al día.
Anita emitió un sonido de desaprobación.
—No tienes que preocuparte por esto ahora.
—Si no lo hago ahora, ¿cuándo, entonces? —Sacó la lengua, se echó a reír, saludó a Dakota cuando le trajo el Sprite y devolvió los papeles a Anita—. Es lo que hay —le dijo enigmáticamente para que Dakota no pudiera deducir de qué conversaban—. Ahora hablemos de lo que vamos a hacer cuando salga de aquí.
—Podríamos celebrar una fiesta en la tienda —sugirió Dakota—. Con confeti y una bola de espejos. Yo podría hacer algunas Shirley Temple y brownies.
—Podríamos disfrutar del descanso y la relajación en mi apartamento —rebatió Anita—. Un montón de paz y tranquilidad.
—O podríamos hacer lo que quiere Georgia, o sea, yo, y llevarme a casa.
Anita se sentó en el borde de la cama y le dio un apretón en la mano a Georgia.
—Estaremos en un coche en cuanto el doctor Ramirez firme el papeleo, querida —dijo—. No te preocupes.
Al volver a la tienda después de aquella visita, Anita puso al corriente de los detalles a Darwin y Lucie: ella quería que Georgia se quedara en el San Remo, pero la convaleciente se había empeñado en regresar a su apartamento, lo cual no sorprendió a nadie. Una enfermera a domicilio se encargaría de los vendajes y Cat se quedaría allí como «compañera de habitación» de Dakota, instalada en una cama hinchable en el suelo. James también andaría por ahí casi todo el tiempo. Sin embargo, continuaba siendo precisa la ayuda de todas ellas para que la tienda siguiera en marcha aun cuando Georgia hubiera salido del hospital.
—Sé que apenas he venido por aquí y que casi todo lo ha tenido que hacer Peri —dijo Anita.
—Y yo —terció K. C.
—Y yo —dijo Lucie, que había empezado a hacer turnos de tarde.
—Y yo —añadió Darwin, que muchas noches se sentaba en el despacho de la trastienda fingiendo escribir cuando en realidad sólo tenía miedo de volver a casa, de ver que no había mensajes en el contestador y oler el arrepentimiento que impregnaba el aire.
—Sí, todas habéis ayudado, y ha sido maravilloso —reconoció Anita, que parecía satisfecha aunque cansada—. Gracias a todas.
James había entrado y salido de la tienda para recoger a Dakota y hacer cosas por el estilo, pero estuvo en el hospital la mayor parte del tiempo del que pudo disponer. Después había pasado por su apartamento del East Side para cambiarse de ropa y regresar al apartamento de Georgia, para dormir en el sofá, con tal de sentirse cerca de su familia. Y se levantaba temprano para que Cat no advirtiera de que no dormía en el dormitorio; le parecía demasiado solitario cuando Georgia no estaba a su lado.
Se tomó unos días libres en el trabajo para la operación de Georgia y luego se reincorporó, reservándose los días de vacaciones para la quimioterapia posterior. Aun así, aparecía cada día a las doce y cuarto, empleaba su hora de comida para sentarse junto a ella en la cama y contarle chistes; volvía por la tarde y alargaba tanto sus visitas que el personal de enfermería se incomodaba.
—Pensé que te largarías —le confesó Georgia al cabo de unas cuantas visitas en un tono burlón pero con verdadero sentimiento en el fondo.
—Ah, largarme… Ya lo hice una vez y me harté.
Probaba cosas para que se sintiera mejor: le compró un iPod y descargó sus canciones favoritas, le llevó fotografías enmarcadas de Dakota para que las pusiera en la mesita y, por último, le compró un libro de labores de punto y le leyó las instrucciones en voz alta.
—«Haces uno al der., luego uno al rev., asterisco, repítelo cinco veces» —leyó—. «Después pasa heb. por encima, dos p. juntos der., y vuelve a pasar heb. por encima». Esto es fabuloso, ¿no?
—Es impresionante. Lo estás haciendo muy bien. Sigue.
Se quedaba levantado hasta tarde con su hija en el apartamento tratando de mostrarse tranquilizador, pero en realidad fingía para poder responder a todas sus preguntas —un «No lo sé» no proporciona una tranquila noche de sueño a una niña de trece años preocupada—, fue a buscar bocadillos y cafés a la tienda de Marty para hacer algo en agradecimiento a las mujeres del club de Georgia que se estaban encargando de la tienda. Anita y él siguieron con sus almuerzos, por así decirlo, y se encontraban para tomar un bocado rápido en la cafetería del hospital. Hacían compañía a Georgia, hablaban con los médicos y trataban de hacer todo lo que podían.
Hasta la madre de James, Lilian, acudió en tren desde Baltimore y trajo una selección de guisos caseros para asegurarse de que él y Dakota pudieran saborear comida casera. Trajo también una tarjeta y una planta para Georgia.
—Ella no necesita que una mujer a quien acaba de conocer esté en su habitación de hospital metiéndose en sus cosas —explicó—. Pero sí que se merece saber que pensamos en ella y que deseamos que se recupere pronto.
En ocasiones, el hecho de que todo el mundo fuera tan amable y comprensivo hacía que James se sintiera peor, sobre todo teniendo en cuenta que no llevaba mucho tiempo por allí.
—No me merezco que todo el mundo sea tan atento —le confió a Anita cuando ésta se dirigía a la habitación del hospital con la última petición de Georgia: su diario rojo y unos bolígrafos.
—No siempre obtenemos lo que nos merecemos —repuso la anciana, y le dio unas palmaditas en el pecho, sobre el corazón—. Unas veces obtenemos más, otras, menos. Al menos obtenemos algo
James se había empeñado en subirla por las escaleras en una silla de ruedas, dándole la vuelta y tirando de ella hacia atrás. Eso estuvo bien, porque no le apetecía en absoluto tener que subir dos tramos de escaleras. Se dijo que era bueno estar en casa, se hundió en su descolorido sofá y se fijó en el nuevo aparato de aire acondicionado que había en la ventana; lo debía de haber comprado James.
El apartamento estaba fresco, increíblemente limpio y desesperantemente silencioso. Aun cuando eran cinco personas en la habitación.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Cat para romper el silencio—. ¿Hace demasiado frío? ¿Necesitas una manta?
—Te hice unas galletas y dulce de leche —intervino Dakota—. ¿Tienes hambre? ¿Quieres las dos cosas? Voy a buscarlo.
—No os preocupéis tanto, vais a ponerla nerviosa —advirtió James.
—Creo que le hace falta dormir un poco —opinó Anita—. Me quedaré aquí y vosotros podéis salir a cenar.
—Basta, aguardad un momento, amigos. —¡Dios, cómo los quería a todos! Pero no sabían cuándo parar—. Lo cierto es que estoy delante de todos vosotros, de manera que no habléis de mí como si no estuviera. En segundo lugar, sé lo que necesito y es un abrazo. Cuatro, en realidad. De manera que poneos en fila, uno detrás de otro, y empecemos. —Ah, Georgia había vuelto. Aunque estuviera echada en un sofá. La dama controlaba la situación—. Y ahora trae ese dulce de leche que dices y llamemos a esto una fiesta de bienvenida a casa —agregó, y todo el mundo empezó a relajarse—. Por cierto, Cat, no te vas a creer cuánto peso he perdido. Creo que a partir de ahora te pediré la ropa prestada.
No obstante, no era fácil estar en casa, sobre todo cuando se aproximaba el nuevo curso escolar. Dakota fue de compras con Cat y volvió con demasiados conjuntos, pero Georgia se limitó a darle el visto bueno mientras la niña se los probaba todos, los vaqueros brillantes, las camisetas de manga con vuelo, los vestidos Lilly Pulitzer. (Pasó por alto la casaca a juego que le había comprado Cat). Habían pasado por muchas cosas, ¿por qué no iban a derrochar en un poco de terapia al por menor?
Llevaba ya algunos días en casa, la mayor parte de ellos en el sofá y a menudo en la cama, cuando Cat la despertó:
—El club quiere subir y hacer aquí la reunión, una pequeña —informó—. ¿Te apetece?
Le apetecía. Así pues, el club de punto de los viernes por la noche se convirtió, por un día, en el club de punto del viernes todavía por la tarde, colgaron una nota en la puerta de la tienda y subieron ruidosamente por las escaleras como una manada de pequeños elefantes. Tras una ronda de saludos y tarjetas deseando su mejoría, Darwin obsequió con una caja grande envuelta con hojas de tiras cómicas a Georgia, quien descansaba en el sofá con el salón de su casa lleno a reventar de mujeres.
—¡Tachán! —exclamó, y todas aplaudieron.
—¿Quién hubiera dicho que estar enferma implica regalos constantes? —comentó Georgia mientras rompía el papel. Sacó la manta de punto de la caja con ayuda de Anita—. ¿De quién fue la idea?
En otro tiempo, otra Darwin se hubiera apresurado a ponerse la primera de la fila. Pero ya no. Aguardó un momento y luego dijo:
—Fue idea del club. Un esfuerzo colectivo.
Poco después de que Georgia les hubiera hecho partícipes de su enfermedad, Darwin le enseñó a Lucie varias muestras de mantas de punto que había encontrado en Internet para intentar elegir la más bonita para Georgia.
—Date cuenta de que me llevaría mucho tiempo hacer esto, y eso que soy bastante buena con un par de agujas, seamos sinceras —reflexionó Lucie mientras señalaba con total naturalidad las fantasías como de encaje—. ¿Por qué no buscamos algo más sencillo? Quiero decir…, ¿cómo llevas tú las cosas ahora mismo?
—Puedo hacer un punto Santa Clara bastante bueno —respondió Darwin—. He estado trabajando en el elástico de la espalda del jersey y ha quedado muy bien. Compruébalo —sacó una aguja de la que pendía un trozo de quince pasadas del derecho en un hilo de color gris moteado.
—¿No es un tanto… considerable para ser el elástico?
—Bueno, soy creativa, mezclo las cosas.
—Ya, pero no te casará con la delantera, que tiene el elástico mucho más corto —explicó Lucie—. Y creo que te cansaste de hacer la delantera; ¿llegaste al cuello?
—No. Compré otro juego de agujas y empecé la espalda antes de terminar la delantera. Es que me gustan los elásticos.
—Darwin, la mayoría de la gente no se inventa una muestra para su primera labor; lo sabes, ¿verdad?
—Sí. Pero yo no soy como la mayoría. —Darwin, segura de sí misma, sonreía de orgullo por su pequeño fragmento—. Por lo general soy una persona avanzada.
—¿Cuánto tardaste en hacer este elástico?
—Cuatro horas.
Lucie espiró ruidosamente.
—Mira, vamos a hacer una cosa —propuso—. Podemos hacer realidad lo de la manta de punto, pero tendremos que involucrar a todas las del club. Y cuando digo a todas, me refiero a todas.
Lo solucionó todo en la siguiente reunión; entonces aún hacía muy poco que Georgia estaba ingresada en el hospital. Darwin repartió con afán fotocopias de la muestra básica, gracias en gran medida a Lucie: una muestra de punto de cesto en la que cada una haría una franja larga y estrecha. Con agujas grandes —del quince— y con el hilo acrílico más suave y grueso de la tienda.
—Muy bien, vamos a ver, se montan 34 puntos y se hacen 16 pasadas del derecho, mi favorito —explicó Darwin a K. C., Peri, Anita, Lucie y Dakota, quien acababa de regresar con Anita de su visita de la tarde al hospital. En la tienda había además unas cuantas clientas de las habituales, que también se llevaron fotocopias—. Eso es el borde. Después haremos 8 pasadas, tal como sigue: 4 al derecho, 5 al revés, 5 al derecho, 5 al revés, 5 al derecho, 5 al revés, 5 al derecho, 4 al derecho. Se repite treinta veces. Terminaremos con 16 pasadas de punto del derecho, que continúa siendo mi favorito.
Mostró una amplia sonrisa, con entusiasmo, imaginando el momento en que le mostraría a Georgia la manta que había organizado. Una pequeña muestra de agradecimiento. Por todo.
En aquellos momentos, Georgia tenía el producto terminado entre las manos, una especie de arco iris, por decirlo así. Darwin permitió que cada una eligiera sus propios colores y se dio cuenta de que tal vez no hubiera sido lo más sensato. Aun así, la manta de punto tenía esa belleza particular de las cosas hechas con amor.
Lucie cosió todos los trozos y los hizo encajar perfectamente, incluso cuando la tirantez era muy distinta. Los puntos de Darwin estaban apretados, con sus frustraciones y preocupaciones por Dan apretujadas en cada pasada de color verde bosque. La parte de K. C. era una especialidad Silverman, la de color amarillo, plagada de errores y de pasadas en que había mezclado el derecho y el revés. Anita llevaba semanas sin dormir, incluso con la máscara para combatir la apnea, pues su constante inquietud por Georgia la mantenía despierta, y había encontrado tiempo para tejer una larga parte de color blanco que formaba el centro de la manta, con unos puntos que, al estar flanqueados por las secciones de Darwin y K. C., parecían aún más asombrosamente perfectos.
Lucie se había ocupado de hacer las dos secciones de los extremos, una en un vivo color rosado y la otra en rojo, para que así los bordes fueran lisos. Peri tejió a toda prisa un segmento azul celeste, sabedora de que era el color favorito de Georgia. Después hizo otro trozo en azul marino con intención de pedirle a Dakota que tejiera unas cuantas pasadas y luego, con sumo cuidado, le entregó las agujas a Cat para el borde a punto del derecho, colocando los dedos sobre las manos de Cat para mover las agujas por ella.
—Es asombroso —musitó Georgia, francamente conmovida—. ¡Pero supongo que esto significa que vais todas retrasadas con las mangas de los jerseys!