Confusión. Caras, que se alzaban ante ella. «Estás bien. Estás bien. Estás bien».
Las voces charlaban con ella: Anita. Y James. Georgia había temido que se largara en cuanto le explicase lo del cáncer. Lejos de eso, James no se había despegado de ella hasta que fue al hospital, incluso intentó organizar a Peri y Anita para que la tienda siguiera funcionando. Georgia le dijo que no se involucrara demasiado. Una frase que, para ser sincera, nunca habría imaginado que le dirigiría al tipo que a duras penas había estado presente durante la mayor parte de la vida de Dakota. «Es curioso cómo resultan las cosas a veces», pensó. Y ahora él estaba allí, mirándola, moviendo los labios.
—Te quiero —dijo James—. ¿Me oyes, Georgia? Te quiero.
Ella farfulló una respuesta. Sintió la mano fría de Anita que le acariciaba la mejilla.
—Vamos, vamos, querida. Está muy bien llorar.
La idea de Georgia había sido que Dakota se quedara en el apartamento con Cat para que no la viese tan drogada. Y se alegraba de su decisión. Dios, se sentía como si alguien le hubiera aparcado un camión en el pecho. Y estaba cansada. Muy, muy cansada. Cerró los ojos, sólo un momento, sólo para intentar entenderlo todo.
Se despertó horas después. Vio las mismas caras en la habitación.
—Hola —dijo débilmente.
—Vaya, lo estás haciendo muy bien.
Era Cat. Ahí estaba. Con un vestido de rayas blancas y azul marino que le daba un aspecto desenfadado. Y había en ella algo distinto.
—Te has cortado el pelo —comentó Georgia con voz ronca.
—¡Como si eso importara! Es mi peinado de separación. Ya sabes, lo de borrón y cuenta nueva.
Cat sonrió a Dakota, que estaba al otro lado de la cama: las dos habían pasado el día anterior arreglándose el pelo y las uñas. Cat le dijo que era para tener un aspecto extraespecial para Georgia, pero en realidad era la mejor distracción que se le había ocurrido. Para Dakota y para sí misma. De hecho, podía hacer muy poca cosa, reflexionó Cat al tiempo que echaba un vistazo por la habitación. Era privada, otra cosa que había arreglado en secreto para Georgia. Si algo podía comprar el dinero en Estados Unidos, eso era una buena asistencia sanitaria. ¿Y el orgullo? Eso podía conseguirte una visita con el mejor médico; Cat firmó todos los documentos por los que aceptaba el acuerdo al mismo tiempo que Georgia iba a ver a Ramírez. Adam siempre había sido fiel a su palabra cuando se trataba de acuerdos monetarios.
—¿Mamá?
—Hola, cielo —dijo Georgia—. ¿Cuánto tiempo llevo dormida?
—Te has despertado unas cuantas veces durante la noche, ¿te acuerdas? —contrapreguntó Anita.
—No.
—Pues es por la mañana. La mañana del día siguiente. Saliste del quirófano ayer por la tarde.
—¿Te duele, mamá?
Todo el mundo hablaba al mismo tiempo. Resultaba abrumador. Georgia alzó la mano.
—Bueno, bueno, atención todo el mundo, creo que ésta es la señal de que hemos empezado demasiado fuerte —intervino James—. Además, si los médicos nos pillan a todos juntos en la habitación, tendremos problemas.
El grupo salió en fila. Georgia se quedó a solas con Dakota. La niña le tomó la mano buena a Georgia, quien tenía la otra conectada al gotero de morfina y con un botón sujeto al dedo por si quería más medicación.
—¿Estás bien, mamá?
—Ahora sí, cielo. Ahora que estás aquí, sí.
La semana transcurrió con una vaga sucesión de dolores agudos y un continuo dolor punzante que acompañaba todo movimiento, de humillaciones grandes y pequeñas, de tener problemas para ir al baño y evacuar en otros sitios mientras sanaba la incisión. Georgia se sentía exhausta, asquerosa, aliviada por haberlo superado; su sueño desmesurado y la exagerada dosis de telenovelas sólo se veían interrumpidos por las visitas de los sospechosos habituales. Georgia intentó con todas sus fuerzas prestar atención y escuchar las explicaciones del doctor Ramírez sobre la intervención: le habían extirpado los ovarios y el útero y también fue preciso extraer una pequeña porción de intestino. Ella asintió con la cabeza mientras el médico explicaba que habían eliminado todo el cáncer que encontraron, pero que por lo visto se encontraba en la fase III, lo cual era grave, pero no un caso perdido ni mucho menos. Tendrían que impedir que se extendiera con quimioterapia y posiblemente, más adelante, echar otro vistazo mediante cirugía.
—Adelante —le dijo al médico, pálida pese a su actitud valiente.
Se le hacía difícil distinguir un día del otro, aunque las flores que Cat traía todas las mañanas la ayudaban a orientarse. Al quinto ramo se sorprendió al oír que llamaban a la puerta. Cuando se trataba de Anita, James o Dakota lo normal era que entraran a toda prisa, charlando animadamente y cargados de revistas y golosinas. En aquella ocasión la visita aguardó y volvió a llamar.
—¡Adelante!
No entró nadie. Georgia supuso que se debía a la morfina, quizás al final estuviera alucinando y soñara con visitas fantasma.
Volvieron a llamar.
—¡Adelante! —gritó Georgia, que sintió una fuerte punzada en el abdomen cuando alargó el cuerpo instintivamente en dirección al sonido.
La puerta se abrió. Y allí, con una gabardina de color beige con cinturón que abrigaba demasiado para un mes de agosto en Nueva York y con un bolso de piel marrón desmesurado, apareció su madre, Bess. Seguida de cerca por Tom, con su cabello cano y unas manos enormes que no dejaba de meter y sacar de los bolsillos del pantalón.
—Hola, Georgia —dijo su madre con cierta ñoñería—. Tu padre y yo hemos venido a verte.
Hubo un silencio, mientras Georgia pensaba qué decir. Pero no le salieron las palabras. Sólo un grito desgarrado mientras brotaban unas lágrimas abrasadoras que parecía que iban a desgarrarle las entrañas. Bess la rodeó con sus brazos al instante y madre e hija se mecieron juntas.
No hizo falta que dijera nada en absoluto.
En cierto sentido, era una reunión curiosa: Georgia en camisón, con los rizos sudados y pegados a la cabeza, y Bess y Tom vestidos como si fueran a acudir a una cena importante. Formaban un grupo variopinto.
—Te he traído una cosa —dijo Tom, y sacó de una bolsa de plástico un viejo peluche que Georgia había tenido de niña.
—Gracias, papá —dijo, emocionada por el detalle, por más que hacía años que no pensaba en ese juguete.
—Me dijeron que os lo pasasteis muy bien en la granja.
—Sí —repuso Georgia—. Acabo de enviarle una carta a la abuela para contarle lo que está pasando.
—¿Y cómo van las cosas en la tienda?
—Muy bien.
—Bien, bien, es estupendo.
Era una situación incómoda, en la que todos se esforzaban para que surgiera la conversación, danzando en torno al Tema Importante.
—¡Eres tan joven! —comentó Bess.
—Estas cosas ocurren, mamá —explicó Georgia—. Puede ser genético si existe un historial de cáncer, pero en mi caso sólo es casualidad.
Bess hizo una pausa y se sonrojó.
—Bueno, mi madre estuvo fuera una temporada cuando yo era joven —rememoró lentamente—. «Una enfermedad de mujeres», eso es lo que me dijeron en aquel entonces. En esa época la gente no hablaba del cáncer de mama —concluyó empezando a ponerse llorosa—. No era consciente de que eso importara —añadió.
Hubo un tiempo —antes de las charlas con la abuela en Escocia, por supuesto— en el que Georgia hubiera recriminado a su madre el hecho de no compartir ese tipo de detalles con ella. Por contenerse siempre. Por mantener siempre a Georgia a un brazo de distancia.
Ahora bien, ¿habría acudido al médico con más frecuencia de haberlo sabido? ¿Habría evitado eso el cáncer? Probablemente no.
Y en aquel momento mantenía la mejor conversación de toda su vida con sus padres, la más honesta. Era surrealista. Era estupendo. Y podía darle las gracias a Cat por su llegada, pues Bess admitió que fue ella quien les telefoneó a Pensilvania.
—No sabía que continuaras siendo amiga de Cathy Anderson —murmuró su madre, que ya se había secado los ojos y parecía un tanto herida incluso.
—Solucionamos nuestras diferencias —contestó Georgia—. No veo por qué debería preocuparte eso.
—Pensaba que podrías habérmelo dicho, eso es todo.
Georgia ladeó la cabeza. ¿Podía ser que Bess pensara que era ella la excluida? Resultaba una idea interesante.
—Bueno, pues si quieres enterarte de las cosas, te diré también que he vuelto con James —anunció.
—¿El padre de Dakota? —precisó Tom, cuya voz resonó por la habitación.
—Sí.
—Comprendo —repuso, haciendo tiempo, en espera de la reacción de su esposa.
—Es estupendo, Georgia —dijo Bess, y tomó asiento en la silla que había junto a la cama—. Ha sido una espera muy larga.
Darwin era consciente de que había estado posponiendo la conversación demasiado tiempo. Si una cosa había aprendido de observar a Georgia era que resultaba difícil ver lo que se te viene encima al doblar la esquina.
Hacía casi siete meses que no veía a su marido, había cancelado en múltiples ocasiones los planes concertados para viajar hasta Los Angeles y cuando Dan sugirió que él haría el viaje, le dijo que estaba muy ocupada con su investigación y no podría dedicarle tiempo. El apartamento seguía estando patas arriba y Darwin prácticamente había abandonado su investigación original: el plan de considerar el resurgimiento de la calceta como un retroceso también estaba estancado. Para su disgusto y posterior deleite, se encontró con que aquel trabajo artesano le gustó bastante. Aunque, bueno, a ella no se le daba precisamente bien.
Sin embargo, llega un momento en que es necesario afrontar las cosas, ¿no es verdad? Había pensado mucho y por fin cayó en la cuenta de que había abandonado el matrimonio hacía ya tiempo. Cuando perdió el bebé. Y si quedaba alguna esperanza de salvar su relación con Dan, consistía en empezar por el principio. Abrió la ventana de los mensajes instantáneos y esperó encontrarlo conectado.
Dansgirl: ¿Estás ahí?
Medguy: Sí.
Dansgirl: Tengo que decirte una cosa.
Medguy: Te echo de menos.
Dansgirl: No, es importante. Tengo que decirte algo importante. Sobre el bebé.
Medguy: Ya ha pasado casi un año.
Dansgirl: Lo sé. Pero no lo quería.
Medguy: ¿Cómo?
Dansgirl: La verdad es que no quería tener un bebé. Pensaba que sí. Pero luego descubrí que estaba embarazada de verdad e hice cosas para que desapareciera.
Medguy: Voy a llamarte. ¡Ponte al teléfono ahora mismo!
Sonó el teléfono y Darwin consideró dejarlo sonar. Pero no podía hacerle eso a Dan.
—¿Sí…?
—No voy a enfadarme, Darwin, pero quiero que me contestes ahora mismo: ¿abortaste?
—No.
—Entonces, ¿de qué estás hablando?
—Soy una mala persona, Dan. Una mala madre. Una mala esposa.
—Esto ya hace meses que dura, Darwin… Lloras por teléfono, no respondes a las llamadas cuando sé perfectamente que debes estar en casa… Quiero ayudarte, de verdad, pero no entiendo qué sucede.
—¿Recuerdas que dijiste que tendría que ver a un terapeuta después de lo del bebé?
—Sí.
—No fui. Saqué el dinero de la cuenta del banco y, bueno, la mayor parte me lo gasté en comprar lana. Lanas muy caras.
—Bueno, quizá eso ayude. ¿Sabes tejer?
—No. La verdad es que no. Pero Lucie me está enseñando; me pidió que fuera su ayudante de parto.
—¿Estás segura de que puedes hacerlo?
—No lo sé. Creo que sí. Sí. Bueno, no lo sé, la verdad. Creo que lo primero que he de hacer es borrón y cuenta nueva.
—¿Adónde quieres ir a parar con esto? ¿Estás rompiendo conmigo?
—Nunca quise ese bebé —repitió Darwin—. Descubrí que estaba embarazada y me asusté. Me conecté a Internet y estuve leyendo sobre todos los métodos de las viejas para deshacerse de un embarazo: hierbas, baños calientes, caerse por las escaleras…
—¿Y tú hiciste algo?
—Sí —asintió con voz apenas audible—. Deseé que se fuera.
Dan soltó un gemido de frustración. Llevaba treinta horas seguidas sin dormir y había pasado la mayor parte de un año intentando conseguir que su esposa le hiciera partícipe de sus sentimientos; aun así, se sentía bloqueado.
—¡Oh, Darwin! Los pensamientos no provocan abortos espontáneos.
—Sí, pueden hacerlo. Le dije al bebé que no lo quería, que interfería en mis planes para el doctorado. Pero luego lo eché de menos cuando se fue. Sueño con él.
—En primer lugar, no se fue. Algo le pasaba al feto, es algo normal —cortó Dan, y utilizó su voz de médico. Autoritaria—. En segundo lugar, yo te quiero y quiero que sepas que también es típico que algunas mujeres embarazadas tengan sentimientos encontrados.
—¡Pero es que no tiene sentido! Yo no lo quería y se fue, y ahora pienso en ese bebé continuamente —gritó—. ¿No lo entiendes? ¡Era mi cuerpo! ¡Yo era la mamá! Y la cagué, Dan.
Resolló por la línea telefónica, sin aliento, ansiosa. Caminaba por el apartamento, esquivando los montones de ropa apilada de cualquier manera. Los periódicos.
—¿Por qué no me dejaste? —gritó, ya frenética.
—¿Cómo dices? ¿Por un aborto espontáneo? Darwin, cariño, lo has convertido en algo más grave de lo que es…
—¡Para mí es grave! ¡Para mí es grave! Ya ni siquiera pude ni mirar la investigación sobre comadronas; no podía ver a una mujer embarazada sin que me entraran ganas de vomitar.
—Entonces, ¿por qué vas a hacer eso del parto con Lucie?
—Porque…, ¿no te das cuenta? Me está incluyendo. Me está dejando formar parte de ello. Esta vez puedo hacerlo bien.
—Es el bebé de Lucie, nena. Es ella quien se lo tiene que llevar a casa desde el hospital, no tú.
—Eso ya lo sé. Te has pasado el año diciendo que querías que hablara —siguió chillando—. Pues bien, ahora estoy hablando. Tú te marchaste a Los Angeles, te convertiste en médico y yo me he quedado aquí sola.
—No te abandoné, Darwin; ya hablamos sobre eso. Teníamos un plan.
—No, Dan, no lo hablamos, nos convencimos de ello. Y no me importa si accedí a que hicieras esta residencia. He cambiado de opinión. Sigo teniendo la sensación de que me has dejado plantada.
Se fue al cuarto de baño, abrió el grifo y llenó un vaso de agua.
—De acuerdo, ya se me ocurrirá algo. Abandonaré el puesto, haré…, yo qué sé lo que haré, pero haré algo —prometió Dan, alarmado: Darwin podía ser exigente, podía ser mordaz, pero casi nunca perdía la calma.
—¡No!
—¿Qué quieres decir?
—Entonces este último año sería un desperdicio. Todo el tiempo que hemos pasado separados no puede ser un desperdicio.
—Darwin, esto no tiene sentido.
—Lo sé, lo sé. —Se sentó en el suelo del baño—. ¿Dan?
—¿Qué ocurre, nena?
—Hay algo más.
—¿Qué?
—Te engañé. Me acosté con otro hombre.
Estaba a punto de continuar con su confesión cuando se dio cuenta de que Dan ya no estaba al teléfono.