El sábado a las ocho de la mañana el sol era abrasador; Georgia no quería tener que pensar, sólo quería pasarse el día durmiendo, puesto que Dakota estaba en Baltimore. Pero el pequeño aparato de aire acondicionado de la ventana no podía competir con el tiempo húmedo y bochornoso. La atmósfera era sofocante.
Igual que las decisiones que Georgia debía sopesar sobre la cirugía, los efectos secundarios y las estadísticas. Eso era lo que no quería: convertirse en otra cifra. Otra paciente anónima batallando con un diagnóstico desolador.
De todos modos, ¿cómo se lucha contra el cáncer? El tumor no atiende a razones. Georgia siempre había intentado pensar bien las cosas, no reaccionar con histerismo, sino sencillamente sopesar las ventajas y los inconvenientes y tomar decisiones informadas. Era su manera de abordar el negocio, su modo de contemplar una relación romántica (después de la época en que salía con James), su forma de afrontar los complicados intercambios de palabras con sus padres, Bess y Tom.
Le había sentado bien contárselo al club. Las decisiones continuaban siendo suyas, pero ahora tenía las ideas y aportaciones de todo el grupo. De algún modo, eso hacía que se sintiera más fuerte. Más valiente.
Después de darse una ducha rápida, con los rizos todavía húmedos y ensortijados, decidió salir a dar un paseo por la manzana y tal vez comprar un bagel antes de abrir la tienda. No tenía que hacerlo; Peri se había ofrecido a trabajar otra jornada completa, pero ahora que el cáncer ya no era un secreto, Georgia no sentía que tuviera que esconderse.
Los sábados de verano había puestos de fruta instalados en todas las esquinas de la ciudad y los vendedores ambulantes ofrecían uvas, tomates y melocotones a precios muy bajos, mucho más baratos que en las tiendas de comestibles. Los productos, transportados en camión desde las granjas del norte del Estado, eran frescos y deliciosos, una ganga para todo neoyorquino que intentara estirar el presupuesto destinado a comida. Comprar fruta en las aceras era un ritual de la ciudad, algo que a Georgia y Dakota les encantaba hacer; decidían de antemano gastarse tan sólo cinco dólares, para luego ver qué podían conseguir con ese dinero y correr de vuelta a casa a preparar una ensalada de fruta gigante. Al doblar la esquina de Broadway, Georgia vio al vendedor habitual y lo saludó con la mano.
El hombre levantó un cesto de cerezas Rainier.
—Frescas, frescas —anunció haciéndole señas.
Georgia zigzagueó entre unos cuantos peatones y se acercó a examinar la fruta, de pie junto a otros clientes que inspeccionaban la oferta de la mesa.
—De acuerdo —dijo, señalando también unas ciruelas—, me las llevo.
La mañana era muy movida en el puesto de fruta. La mujer que había junto a Georgia estaba comprando maíz, zanahorias, lechugas; un hombre de cabello oscuro vestido con un polo negro seleccionó catorce manzanas.
—Cada día una manzana, cosa sana —bromeó—. O dos, ya como prevención adicional.
Esa voz… le resultaba vagamente familiar. Lo cual era raro por definición. Georgia no se relacionaba con muchos hombres: casi toda su clientela era femenina y en su vida había en esencia cuatro hombres: James, Marty, su padre y Donny. Entonces, ¿por qué le parecía conocer a aquél?
Lo miró.
Era el padre Smith. De la Iglesia católica. El sacerdote que Lucie le presentó cuando fue a hablar del bautizo de su bebé. Georgia sólo había dirigido tres o cuatro palabras a aquel hombre. Él ni siquiera la recordaría. No obstante, para no arriesgarse, evitó su mirada y esperó a que el vendedor le diera la bolsa con las cerezas y las ciruelas para poder largarse de allí.
—¡Vaya! Hola —dijo el sacerdote con voz retumbante.
Georgia levantó la mirada del apio.
—Ah, padre —murmuró con fingida sorpresa—. No lo había visto. Parece otra persona sin el alzacuellos —añadió, y se llevó la mano a la garganta para ilustrar sus palabras con un ademán. ¡Qué idiota!
El sacerdote asintió con la cabeza:
—Me encanta la fruta de temporada —comentó, y alzó la bolsa de manzanas para mostrársela.
—Sí, a mí también. Tengo que irme.
Dio media vuelta para marcharse y entonces vaciló. ¿Por qué no? ¿Por qué no preguntárselo? Giró sobre sus talones.
—Padre Smith… —empezó a decir—, yo no soy católica, pero me he dicho que quizá podría hacerle una pregunta.
—¿Sobre tu amiga Lucie?
—N… nooo —hizo una pausa y pensó en dejar la conversación—. Sobre mí.
—Dispara —contestó él afable, de pie en la esquina, vestido con una camisa negra y unas bermudas color caqui, y con la bolsa de manzanas en la mano.
—No viste usted como yo esperaba.
—¿Ésta es tu pregunta? Siempre me la hacen. No sé por qué a la gente le interesa tanto el vestuario de un cura —repuso sonriente—. No siempre me pongo alzacuellos en mi tiempo libre, ¿sabes?
—Ya. ¿Le apetece un café? La charcutería de la esquina es de un amigo mío.
El padre Smith miró detenidamente a Georgia por un momento.
—Me encantaría —respondió, aunque ya se había tomado su cupo personal de dos tazas diarias—. Me gusta esa charcutería, tienen un pastrami magnífico.
—Mi tienda de punto está justo encima —dijo Georgia—. Walker e Hija.
—¿Tú eres la hija?
—No, soy la madre, Georgia Walker —contestó—. Y supongo que al hecho de ser madre se debe el que quiera hablar con usted.
Entraron en el establecimiento y tomaron asiento en una de las mesas diminutas. Uno de los empleados de Marty les sirvió dos tazas de café caliente.
—Padre, para empezar, quiero que sepa que no me interesan para nada las patochadas religiosas.
—De acuerdo, entonces intentaré reducir las patochadas al mínimo.
Para sorpresa de Georgia, no pareció ofendido en absoluto.
—No tenía intención de ser grosera. Lo que pasa es que…, bueno, iré directa al grano. Me han diagnosticado un cáncer de ovarios.
—Sí, ya entiendo. Eso es muy duro.
—Todavía no se lo he dicho a mi hija. Tiene trece años. Y es que parece tan injusto… Irreal. Sólo quiero saber por qué me ha ocurrido a mí.
Aguardó expectante. El sacerdote le devolvió la mirada con aire meditabundo y asintió con la cabeza.
—Bueno —dijo al cabo de unos momentos—, pues no lo sé. Lo que sí sé es que no se debe a que hicieras nada malo, si es lo que estás pensando. No es algo que te merezcas.
—No, ¿verdad?
—No, Georgia Walker, no lo es. —El padre Smith negó con la cabeza—. De entrada te diré que no tengo todas las respuestas que puedas estar buscando. No soy Dios. Pero puedo decirte algunas cosas que creo.
—Por favor…
—Creo que a veces los problemas médicos simplemente ocurren, no son pruebas cósmicas; no son el castigo por todas las cosas malas que uno ha hecho durante toda una vida. No se trata de una reparación moral del universo. No es más que un fallo en el cableado.
—De acuerdo, y…
—Y creo que Dios llora cuando sufrimos; llora con nosotros y nos apoya. Pero creo también que se mantiene a distancia y deja que solucionemos las cosas. Deja que los médicos hagan su trabajo. Deja que tu cuerpo sane por sí solo.
—¿Y si no sana?
—Entonces, El te recibe con los brazos abiertos. En realidad, Dios no está relacionado con el cuerpo, ya sabes, sino con el alma.
—Así pues, si rezo mucho, ¿me pondré mejor?
—No, no, no es eso lo que quiero decir, ni mucho menos. La oración no es una especie de seguro divino. Es sólo una manera de comunicarse, un modo de abrir tu corazón.
—Según esta definición, una conversación sincera con cualquiera es una manera de rezar.
El sacerdote se dio unos golpecitos en la nariz.
—En eso tienes razón, Georgia Walker.
La charla se prolongó un buen rato y dejó a Georgia, si no con la certeza, al menos con la tranquilidad de que todo podía salir bien; al final, el sacerdote le dijo que su puerta siempre estaba abierta y le dio su bendición, que a ella le agradó recibir, aunque afirmó que no tenía intención de asistir a misa. Se despidieron con una sonrisa y un cordial apretón de manos. Georgia fue a la tienda, se reunió con Peri, le dio un fuerte abrazo, preguntó cómo iban las ventas de bolsos en Bloomie’s y contempló las fotos de los maniquíes que lucían los Peri Pocketbooks. Anita, K. C., Darwin, Lucie, Cat… todas fingieron tener un motivo para pasar por allí e iban entrando y saliendo de la tienda. Bueno, era reconfortante tenerlas cerca a todas, saber que contaba con su apoyo. Hablar con ellas y ofrecérselo a Dios.
Era media tarde del domingo cuando por fin Dakota y James cruzaron apresuradamente la puerta del apartamento; arrastraban con ellos una ballena de peluche gigante y una bolsa de la compra repleta de cosas.
—¡Mamá! ¡Ha sido fantástico! —Dakota corrió a abrazarla con fuerza—. Conocí a todo el mundo. Y parece que les gusto a todos —concluyó radiante.
—Mis padres hicieron uso de todos los recursos posibles —explicó James—. La visita improvisada número dos se convirtió en una gran barbacoa familiar y fiesta de cumpleaños para Dakota, con regalos y un pastel helado gigante y todo.
—Eso quiere decir que este año tuve dos fiestas.
—Diría que has tenido mucha suerte.
Era estupendo ver a James y a Dakota tan animados, tan relajados el uno con el otro. Pero eso sólo sirvió para que lo que tenía que decirles resultara mucho más duro.
—Bien, pareja, vamos a sentarnos un segundo. Tengo que contaros una cosa.