—No tengo ni la más remota posibilidad frente a todos esos jóvenes progresistas.
K. C. se estaba bebiendo una cerveza en el despacho de la trastienda, aunque sólo era mediodía del viernes, y seguro que Georgia la mataría si lo supiera. Pero Georgia se había marchado hacía media hora y dijo que estaría fuera toda la tarde con Anita, y K. C. aprovechó la oportunidad —tras obtener una puntuación pésima en su examen de prueba semanal— para bajar corriendo a la charcutería de Marty y volver con la comida para su profesora particular y para ella.
—La acompañaremos con una birra fría.
Así le dijo a Peri, y luego bebió un trago y volvió a reclinarse en la silla de Georgia. A aquellas alturas, Peri ya se habla acostumbrado a su malhumor y a lo agotada que estaba al final de una larga semana de estudio. Con todo, K. C. era lista y Peri no dudaba de sus aptitudes. Por su parte, K. C. empezaba a tener miedo y a echarse atrás. Incluso había enviado unos cuantos currículos a varias editoriales esperando a medias que surgiera un empleo y pudiese declarar frustrado su plan de convertirse en abogada.
—¿Qué facultad de derecho va a querer aceptar a alguien que tendrá cincuenta años cuando se gradúe? —preguntó entre bocado y bocado.
—Muchas, seguro —respondió Peri—. Enfócalo así: tu solicitud destacará, eso es indiscutible. Se sentarán a hablar de la excelente mujer mayor.
Al oír la palabra «mayor», K. C. alzó la mano en el gesto de dar el alto.
—Si me sigues insultando, no te hablaré del Peri Pocketbook que he visto esta mañana.
¡Menuda pilla estaba hecha la tal K. C.!
—¿Viste uno de mis bolsos? —inquirió Peri, que se estaba emocionando—. ¿No será una de esas bromas en las que dices: «Sí, lo vi en la estantería de tal tienda»?
—No, mi querida profesora, no es una broma —contestó K. C. en un arrullo—. Te daré una pista: fue cerca de la Cincuenta y nueve con Lex.
—Bloomingdale’s. Sí, ya lo sé, los llevé yo —Peri esbozó una sonrisa tímida—. Me pasé casi todo el domingo pasado rondando cerca de Bloomie’s para ver si alguien compraba alguno, lo que no hizo nadie mientras estuve allí.
—Quizá fuera porque no estaban expuestos en el lugar adecuado.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, querida, hice una escapada para echar un vistazo a las rebajas de calzado antes de que se llevaran los mejores y… adivina lo que vi en tres escaparates. Maniquíes que llevaban Peri Pocketbooks como parte de su conjunto. Se veían muy bien las etiquetas y, como fui la embolsadora principal, las recordaba perfectamente. Uno de los maniquíes llevaba un bolso de color rosa y blanco en bandolera sobre el hombro, otro tenía el que terminó Anita en varios tonos de rojo y en el último escaparate, que era todo de ropa de noche, estaba el bolso sobre de seda negra.
—¿En los escaparates? ¡En los escaparates! —exclamó Peri dando saltos—. ¡Esto es fantástico, K. C.! ¡Oh, Dios mío! ¡Ojalá pudiera acercarme ahora mismo con una cámara!
Rodeó la mesa para propinar un firme golpe en el brazo a su amiga, y K. C. se ablandó y le dio a Peri un rápido apretón.
—Si no le cuentas a Georgia lo de mi indiscreción con la bebida, yo no le diré que saliste corriendo para tomar un taxi y hacer un rápido recorrido por la ciudad —dijo—. No te preocupes, dejaré de beber para olvidar mi depre por el LSAT el tiempo suficiente para cobrar a las clientas que vengan.
Aquélla era una de las ocasiones en que la gente dice que necesita un trago fuerte. Para atemperar las cosas. Sin embargo, Georgia no quería suavizar nada. De hecho, era justamente lo contrario. Quería que la insensibilidad desapareciera, sin más.
Habían conseguido pasar la semana hasta la cita del viernes por la tarde con el doctor Paul Ramírez. El oncoginecólogo más eminente de la ciudad —el de la reseña sobre «Los mejores médicos» de la revista New York y la pared a rebosar de títulos de Harvard y Yale— era un hombre bajito con unos dedos exquisitamente largos y cuidados que entrecruzaba y separaba al hablar; Georgia no lograba quitarle los ojos de encima.
El doctor hablaba sin cesar: había examinado la ecografía y estaba de acuerdo en que era necesaria la cirugía, que sabrían lo que era preciso extirpar cuando la intervinieran, pero que lo más probable era que perdiese los dos ovarios y posiblemente también el útero, y que existía la posibilidad de que tuvieran que extirparle parte del intestino. «¿Qué me va a quedar?», preguntó, y el médico ladeó la cabeza y esbozó una media sonrisa. Como si hubiera hecho una broma.
Anita, presente, tomaba notas, formulaba preguntas de una lista que había encontrado en Internet y se referían a la posibilidad de quimioterapia, el índice de supervivencia, el pronóstico a largo plazo y la posibilidad de perder el cabello; Georgia la observó mientras tomaba notas. Pero de lo único que se hablaba era de todo lo que le harían a su cuerpo, y Georgia no veía la forma de poder aceptar o controlar tales cosas. Y durante toda la visita tuvo la extrañísima sensación de estar flotando, como si en realidad no se encontrara allí.
El doctor Ramírez continuó hablando acerca de una actitud positiva y bla, bla, bla, pero lo cierto era que llegados a aquel punto, Georgia ya había desconectado, para preguntarse cuántas veces habría tenido que largar ese mismo rollo. Observaba sus labios y los largos dedos. ¿Utilizaba los mismos términos, eligiendo la frase que mejor ilustrara las complejidades a sus pacientes sin mentalidad médica y seleccionando algunas palabras de consuelo preparadas?
¿Alguna vez se iba a casa, se metía en la bañera y lloraba?
—¿Tienes alguna pregunta, Georgia? —le preguntó.
¡Alguna pregunta! ¿Alguna pregunta? Esto…, sí, tenía una. Una cuestión importante.
¿Viviría?
La respuesta del médico estuvo llena de cifras y detalles, de panoramas del tipo: «En el caso de que…, entonces, tal y cual…».
No servía de nada.
—Tendremos que ponernos en contacto lo antes posible. Tómate el fin de semana para meditar las cosas, y después me gustaría programar la intervención.
El fin de semana. Por supuesto. No necesitaba más tiempo para decidir si le gustaría que la cortaran en pedacitos.
—Me parece que ha ido muy bien —comentó Anita al salir, y se mordió el labio inferior cuando Georgia le dirigió una mirada sombría.
Después de eso, a Georgia no le habían quedado muchas ganas de asistir a la reunión del club y subió a su apartamento sin siquiera comprobar cómo iban las cosas en la tienda. Anita la siguió, pero no hablaron. Georgia se limitó a descalzarse y se tumbó en la cama vestida, con las luces apagadas. Anita se sentó al borde de la cama y le frotó la espalda mientras Georgia se debatía entre las ganas de llorar y las de gritar. Emitió unos cuantos sonidos ahogados, pero principalmente se quedó echada en silencio. Mirando la nada.
—Creo que esto te sentará bien —dijo Anita mientras le acariciaba el cabello—. Quédate aquí y escóndete. Yo te traeré algo de comer cuando termine el club.
Cerró con suavidad la puerta al salir y bajó a la tienda; al cabo de un cuarto de hora, Georgia hizo acto de presencia. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados, pero allí estaba. Cat y Anita estaban en el rincón, al lado de la ventana, con las cabezas juntas. Su fiel empleada fue la primera en verla.
—¡Eh! ¿Te encuentras bien?
Al verla, Peri dejó a un lado la cámara digital tras haber estado esperando ansiosamente todo el día para mostrarle los escaparates de Bloomingdale’s a Georgia. Incluso K. C. levantó la nariz de su guía de estudio en el mostrador, y Lucie hizo una pausa de su segunda hora intentando enseñarle a Darwin cómo hacer un aumento de puntos básico para que pudiera emprender la labor del jersey. Georgia se había olvidado de arreglarse el cabello después de echarse y lo tenía más de punta de lo normal; sus hombros se inclinaban hacia delante. Parecía agotada y aturdida.
—Hola —saludó Georgia.
Apenas lo dijo, se vio rodeada por las mujeres del club de punto de los viernes por la noche. No había nadie más en la tienda, sólo las asiduas. Lo más probable era que todas las demás parroquianas se encontraran en el microbús rumbo a Los Hamptons o, sencillamente, no estuvieran de humor para tejer en una noche de verano tan cálida.
Se detuvo un momento para considerar qué iba a decir. Podía ocultar la situación, ser reservada y estoica. Sin embargo, llevaba haciéndolo toda la semana y sólo le había servido para sentirse perdida y con una insólita sensación de vergüenza. Daba la impresión de que sólo había una única manera de hacer que todo fuese real, y era siendo franca con lo que sucedía de verdad. Para practicar, tal como suponía que hacía el médico, el modo adecuado de dar la noticia a la gente a la que apreciaba. A su tierna hija. A James.
Pero primero a sus amigas, a sus compañeras tejedoras, tanto las expertas como las principiantes. Georgia miró los rostros expectantes que tenía alrededor y respiró hondo.
Bajaron las escaleras hasta la calle sin mucho que decir, con Peri en cabeza y Darwin un paso por detrás de Lucie, quien se sujetaba con fuerza a la baranda para que el peso de su cuerpo no la venciera.
—Tengo una idea, chicas —dijo la académica, cuya habilidad para la calceta continuaba siendo mínima—. ¿Y si empezáramos todas a trabajar en una manta de punto que Georgia pueda tener en el hospital mientras se recupera? Podríamos hacer una parte cada una y luego coserlas todas. Una especie de sorpresa.
—Es una gran idea —reconoció Peri—, pero no sé si podríamos terminarla. ¡De todas vosotras, Lucie es la única que ha terminado su jersey!
Peri había quedado anonadada por la revelación de Georgia, y aunque pensaba en la manera de ayudar a su querida jefa, por supuesto, también estaba preocupada por lo que la batalla contra el cáncer podría suponer para la tienda. ¿Tendría que buscarse otro empleo?
—Has tenido una feliz ocurrencia, Darwin. Te ayudaré a hacer la manta. Que sea algo sencillo, sin que haya que crecer puntos.
Al pie de las escaleras, Lucie dio un fuerte abrazo a su ayudante de parto y a Peri. Para tranquilizarlas. Para tranquilizarse. Se siente miedo cuando de repente se pone de manifiesto que una persona a la que admiras es absoluta y verdaderamente humana.
K. C. seguía arriba, pues no quería dejar a Georgia. Cat y Anita también se quedaron, por supuesto, e hicieron todo lo posible para convencerla de que pasara la noche con una o con otra.
—Ven al Lowell o déjame dormir en la habitación de Dakota hasta que ella vuelva.
Ésa fue la propuesta de Cat, en tanto el resto del grupo guardaba las labores que apenas habían tocado mientras se enfriaban las tazas de café o té y debatían con calor sobre personas a quienes conocían y que habían vencido la enfermedad. Hablaron de la tienda y de que podían aplicar una versión del horario que mantuvieron durante su estancia en Escocia —sólo si Georgia optaba por la cirugía— y acerca de vitaminas, ejercicio y la necesidad de descansar.
A Georgia todo aquello de convertirse de pronto en el centro de atención le sentó de maravilla. No es que disfrutara de estar enferma, en absoluto, pero supuso un grato cambio respecto a cómo solían ser las cosas habitualmente. Hasta donde recordaba, cuando fue niña, adolescente, madre joven, siempre había sido la organizadora, la abeja obrera, la directora de la vida entre bastidores. Siempre se mantuvo al margen, hizo lo correcto, empleó su energía para facilitarles las cosas a los demás. Así había sido en casa con sus padres, donde el escandaloso Donny acaparaba la atención de Bess y Tom. En el instituto fue la editora del periódico y logró que todo el mundo entregara su trabajo a tiempo, pero Cat fue la columnista, quien causaba sensación, la que lucía minifalda en lugar de los vaqueros que llevaba ella. Siempre se había sentido más cómoda en un segundo plano, moviéndose a su ritmo, segura en su propio terreno.
La sensación de satisfacción de Georgia provenía de la felicidad colectiva de los que la rodeaban. También había sido así en la tienda, cuando enseñaba a las principiantes a montar los puntos y veía el orgullo reflejado en sus ojos. O cuando encontraba a un proveedor de hilo de buena calidad y sabía que iba a favorecerlo a él y a deleitar a la clientela al mismo tiempo. Le encantaba el beneficio mutuo. Le encantaba contribuir a que las cosas ocurrieran.
Asimismo, meses atrás, cuando las mujeres empezaron a reunirse los viernes, ella se mantuvo a un lado; ahora se alegraba de haberse arriesgado a bajar la guardia. De poder sentarse a la mesa de su hermosa boutique de hilos con ese dispar grupo de mujeres y llamarlas amigas, de poder compartir con ellas que su cuerpo la estaba traicionando y que les importara de verdad.
Le gustaba. Era una sensación agradable.
Como hace todo el mundo de vez en cuando, Georgia había intentado ser su propia adivina y calcular cómo sería su futuro. En la universidad se obsesionó con las carreras profesionales. En la época de James soñó con vallas blancas y jardines de zonas residenciales. El primer año que tuvo la tienda imaginó una franquicia por todo el país. O un batacazo y la quiebra. En aquellos momentos seguía haciendo pronósticos, por supuesto, proponía tratos especiales a Dios para que la salvara («¡Iré a la iglesia! ¡Daré dinero a obras de caridad!») y se pasó la semana imaginando el momento en que contaría a las personas importantes de su vida que, tenía cáncer. ¿Lo soltaría sin más? ¿Gritaría de frustración cuando Peri le pidiera un día de fiesta, cuando K. C. le desordenase la mesa una vez más, cuando Cat gastara todo el papel de la impresora probando elaborados estilos de fuente para su currículo? ¿O lo susurraría en voz baja, en el papel de la Georgia siempre capaz, la que no quería que la trataran de forma especial, tan valiente como asombrosa?
Lo cierto era que cada vez se sentía un poco más distinta a causa de la noticia, como si finalmente le hubieran entregado un pase para abandonar la monotonía y responsabilidad diarias y su abrumadora necesidad de asegurarse de que todo y todos estaban bien. Por fin podría utilizar la revelación de «tengo cáncer» como excusa para cualquier decisión, cualquier comportamiento, cualquier deseo. Y nadie se lo discutiría. No, con ello no atenuaba todas las posibles consecuencias ni reducía sus miedos, pero, por lo visto, el hecho de que te diagnosticaran un cáncer tenía un efecto sorprendente: por fin tenía la sensación de que estaba bien —más que bien— darse prioridad.
Y lo que necesitaba aquel viernes por la noche no era luchar sola, evitar herir los sentimientos de las demás o, sencillamente, asumir que sus problemas eran mucho más graves que los que tenía ella; no, entonces necesitaba —quería— tender la mano. Abrir su corazón. Compartir su dolor.
La noticia había horrorizado a sus amigas. Pero ninguna de ellas retrocedió ante la vulnerabilidad de Georgia.
Por el contrario, la escucharon, le dieron ideas, bromearon cuando las lágrimas asomaron a sus ojos y estuvieron allí. Allí mismo.
Para ella.