Caminó varias manzanas antes de detener un taxi, y durante todo ese rato hizo caso omiso del teléfono, que dejó de sonar cuando cruzaba el parque en el taxi hacia el West Side. Se apeó en el bordillo, vio a Marty a través del cristal de su escaparate, levantó la mirada hacia la ventana grande del piso de arriba y el letrero de Walker e Hija que seguía allí colgado. ¡Gracias a Dios que era lunes y no tenía que concentrarse en la clientela y la tienda! James estaba trabajando, Dakota en el campamento, Peri disfrutando de su día libre y Anita…
Sabía dónde encontrarla. Al subir las escaleras, Georgia no se sorprendió al ver que la puerta de la tienda no estaba cerrada con llave y comprobar que su querida mentora estaba sentada a la mesa en el centro de la tienda con las manos en el regazo, esperando. Como una niña a la que han pillado portándose mal, Georgia entró intentando pasar desapercibida, y por una vez no miró a su alrededor para contemplar la colorida mercancía que cubría las paredes. Tomó asiento frente a Anita. No sabía qué decir ni qué hacer a continuación. La anciana sacó las manos de su regazo y las extendió sobre la mesa; Georgia hizo lo mismo. Permanecieron un buen rato tomadas de las manos sobre la mesa, en silencio.
—Muy bien —dijo Anita, rompiendo por fin la calma—. Vamos a ver cómo superamos esto.
A Georgia le pareció que lo mejor era limitarse a asentir. La cabeza le daba vueltas.
—Muy bien.
—Cuéntame todo lo que te ha dicho la doctora.
—Tengo un tumor en el ovario. Es grande.
—¿Y…?
—El cansancio, el estómago revuelto, la hinchazón… todas las pequeñas tonterías de las que me he estado quejando últimamente —Georgia suspiró—. Es probable que todas ellas fueran síntomas.
—Pero eso es como tener la gripe —reflexionó Anita—. ¿No tendría que notarse algo más, una pista inconfundible?
—Supongo que no, dijo que las señales pueden ser muy vagas.
—¡Pero tú eres muy joven! Yo te duplico la edad y nunca he tenido un tumor.
—¡Y yo qué sé! —gimió Georgia—. A duras penas recuerdo lo que me dijo.
Anita asintió con la cabeza; muchas de sus amigas habían experimentado miedo al tener cáncer de mama, y sabía que el cerebro se te convierte en papilla cuando oyes pronunciar a un médico esa palabra. Cáncer.
—Pues podemos llamar a la doctora; esta vez me pondré yo al teléfono y tomaremos notas.
—De acuerdo —aceptó Georgia, que miraba fijamente a Anita y le asía las manos con fuerza, deseando que su amiga supiera cómo salvarla.
—No obstante, empecemos por el principio. A ver, cuéntame todo lo que puedas.
Georgia inspiró profundamente y compartió los detalles de su visita con la doctora Spelling el día que había ido con Anita; aquel día la doctora había notado algo que, según pensaba, probablemente fuese un quiste benigno. Algo muy habitual. Le hicieron unos análisis y la recepcionista le dio hora para una ecografía que Georgia había ido a hacerse el jueves anterior por la mañana, antes de abrir la tienda.
—¿Por qué no dijiste nada cuando salimos de la consulta de la doctora Spelling? —le preguntó Anita con el ceño fruncido.
—Dijo que era simple rutina y decidí no preocupar a nadie a menos que hubiera motivo para preocuparse. —Georgia llevó las manos hacia atrás y las pasó por sus rizos—. Quería tener las cosas controladas.
—¿Y por qué no me lo dijiste el jueves?
—Porque la técnico de la ecografía me dijo antes de empezar siquiera a hacer la prueba que no podía comentar nada, que su trabajo era llevar a cabo el procedimiento —explicó Georgia—. No quise ser pesada y no insistí. Intenté echar un vistazo a la pantalla con disimulo, pero se veía borroso y era difícil saber qué era qué.
—¿Y después?
—Hoy me han llamado de la consulta de la doctora Spelling, me han dicho que fuera y ¡boom!: «He aquí las conclusiones. Bueno, ahora tenemos que llevarte a un especialista».
Anita pareció ensimismada en sus pensamientos mientras tamborileaba con los dedos sobre la mesa. Chasqueó la lengua.
—Bueno, empezaré por hacer unas cuantas llamadas.
—Pensaba que no conocías a ningún médico en la ciudad.
—Esto es distinto: no conocía a ningún médico que quisiera que me mirase ahí abajo, y no iba a pedirle a mi hijo David que me recomendara alguno. —Anita, con actitud serena y reflexiva, rebuscó en el bolso para sacar de nuevo la libretita y el bolígrafo, dispuesta a hacer una lista. Georgia había esperado que se pusiera emotiva y gimoteante. Sin embargo, aquella dinamo de cabellos plateados era todo eficacia—. Unos cuantos amigos míos tienen hijos e hijas que estudiaron medicina, y llamaré a David para ver si él tiene alguna relación con el tipo de especialista que necesitas.
Si se hubiera tratado de otra cosa, de algo menos espantoso, Georgia habría rechazado la ayuda de Anita, hubiese quitado importancia al asunto, diciéndole que eran demasiadas molestias. «No te esfuerces tanto por mí —le habría dicho—, esto no tiene importancia». O habría insistido en que podía solucionarlo ella sola.
Pero en aquella ocasión, no. Necesitaba ayuda y lo sabía.
—Gracias, Anita.
—Ya me lo agradecerás cuando tengas cincuenta y cinco años y estés jugando con tus nietos —cortó Anita—. Hasta entonces, guardemos toda nuestra energía para abordar el problema que nos ocupa.
Trece años es una edad mágica. Se es lo bastante mayor para saber demasiado y al mismo tiempo, lo bastante joven aún como para saberlo todo. Durante la cena del día anterior, Georgia estuvo observando a Dakota con un detenimiento que consiguió que su hija se cohibiera.
—¿Qué pasa? ¿Tengo comida en la cara o algo?
—No, simplemente me gusta mirarte. Eres mi persona favorita en el mundo entero.
Dakota sonrió y se volvió a mirar a su padre.
—¿Sabes en qué te convierte eso, papá? ¡En el segundo plato de la mesa!
Todos se rieron, James y Dakota con ganas, Georgia con comedimiento. ¿Por qué contárselo ahora? Esperaría hasta que tuviera más detalles. Y cuando James volvió a sacar el tema de vivir juntos, ella lo rechazó y le sugirió que fuera a dormir a su apartamento.
—Estoy cansada, nada más.
—Yo también. Vámonos a la cama. Por otra parte, no sé cuánto tiempo podré aguantar esto del sexo a diario. Quizá tendríamos que aflojar un poco, ¿sabes?, o nos arriesgamos a sufrir un ataque al corazón. —Georgia lo miró sin responder—. Bueno, era una broma. Me iré a casa si quieres, pero preferiría quedarme aquí. Y sólo dormir. Te prometo que por la mañana saldré al galope y fingiré que acabo de llegar de una clase de yoga o algo así.
—Es que me apetece tener una noche para mí sola.
James lo consideró un momento, dudando entre sentirse herido o enojado, y luego pasó a lo razonable.
—¿Sabes? Tienes razón. Puedo llegar a ser un poco asfixiante —admitió—. Sólo quería recuperar el tiempo perdido. Pero tómate una noche para ti, por supuesto. ¿Puedo verte mañana?
—Sí.
—¿Podremos hacer fajitas? —preguntó Dakota, que acababa de entrar en la habitación.
—Claro, cielo —respondió Georgia, aliviada al saber que dispondría de unas cuantas horas para pensar.
Ahora era martes por la mañana y estaba tumbada en la cama escuchando el ruido que hacía Dakota por ahí, cambiándose de ropa varias veces antes de estar lista para su primer día en el campamento de teatro. Anita había tomado varias decisiones, como decirle a Peri que aquel día acudiera pronto para encargarse de la tienda mientras ellas dos hacían llamadas e investigaban por Internet en el apartamento. Después de haber entregado su enorme pedido de bolsos fieltrados de la colección Peri Pocketbook a Bloomingdale’s a tiempo y en toda una variedad de formas y colores —con unas etiquetas preciosas que habían cosido Lucie, Anita y la propia Peri, por supuesto—, la diseñadora de bolsos novata aceptó con mucho gusto el cambio de horario de Georgia.
—No hay problema —le dijo a Anita—. Vendré y me quedaré todo el día si me necesitáis.
Georgia salió de la cama a rastras y se sentó en la cocina mientras Dakota se tomaba los cereales y el zumo.
—¿Dónde está papá? —le preguntó su hija—. Pensaba que vendría después de la clase de yoga o no sé qué.
Dos horas más tarde, Georgia todavía estaba vestida con una camiseta y unos pantalones de chándal cuando Anita llamó a la puerta; iba armada con números de teléfono, listas, libros y de todo, desde libritos optimistas con citas de testimonios reales a serios tratados médicos.
—No podemos dejar esto por aquí y que lo vea Dakota.
—¿Por qué no?
—No pienso decírselo.
Anita frunció los labios y a continuación los relajó con un sonido.
—Entiendo —dijo, e hizo un movimiento con la mano como para quitarle importancia al comentario—. Bueno, pues haremos una lista de eso también. Cómo hablar del tema con la gente. Suponiendo que haya algo que tengas que decirle. Primero necesitamos que te den una segunda opinión —resolvió al tiempo que consultaba su libretita.
—La doctora Spelling ya ha llamado esta mañana para darme el nombre de dos especialistas. Oncoginecólogos —dijo Georgia.
—¿Lo ves? Ya lo tienes —repuso Anita—. Veamos si podemos averiguar qué está pasando exactamente dentro de tu cuerpo y encontramos un plan para arreglarlo. ¿Se lo has contado a James?
—No.
—¿Y a Cat?
—Tampoco.
—Ya veo. Entonces, piensas sufrir en silencio y dejar que todos los demás sigan tan tranquilos, ¿no?
—Sí.
—Pues claro que sí…, ¿en qué estaría yo pensando? Bueno, déjame que te diga algo: esto escapa a tu control. —Anita estaba exasperada, asustada, alterada—. Si se confirma el diagnóstico vas a tener que contárselo a James y a Dakota. No te quedará más remedio.
Hizo una llamada, pero le dijeron que el doctor no tenía nada libre hasta dentro de por lo menos tres semanas; Anita probó con otro nombre de su lista, y obtuvo una respuesta similar: diez días a menos que hubiese una cancelación.
—Pero es que esto es importante —insistió.
—Es importante para todo el mundo —le respondieron.
Georgia empezó a caminar de un lado a otro mientras Anita seguía marcando números. Una cosa era apoyarse en la mujer que, en esencia, la había salvado más veces de las que lograba recordar. Era muy fácil apoyarse para recibir un abrazo rápido o para que te levantaran la moral. Pero ¿cómo podía dejar que James o Dakota la vieran de otro modo que no fuera siendo fuerte y controlando la situación? ¿No era en parte por eso por lo que caía bien a la gente, por ser tan capaz, tan segura de sí misma, tan firme? Unas personas son para ir de fiesta, los payasos con los que sales a divertirte —como K. C.— y otras son gatas glamurosas, como Cat. Pero ¿Georgia…? Ella era la tortuga, que con paso lento y constante gana la carrera.
Cuando has sido sólida como una piedra, por alguna razón no parece justo desmoronarse. ¿Verdad?
—¿Georgia? ¡Control de la Tierra llamando a Georgia! —Anita hacía señas hacia el otro extremo de la habitación—. Hemos de conseguir que te vea un especialista. Y necesitamos a los mejores médicos de la ciudad. De manera que, te guste o no, voy a meter a Cat en esto.
—¿Por qué?
—Porque ella tiene muchos contactos, más que yo, y está mucho más metida en el campo de la salud. Estoy segura de que el que le pone el Botox conoce a algunos médicos estupendos. Que puedan mover algunos hilos. Además, Cat ya está abajo, desempaquetando una nueva máquina de café exprés.
Por supuesto, Cat seguía acudiendo a la tienda todas las mañanas y, con sinceridad, Georgia había acabado por caer cómodamente en la costumbre de disfrutar de una buena taza de café con su amiga. En cierto modo era como en el instituto, cuando habías hablado con tu amiga la noche anterior, pero te morías de ganas de verla antes del primer timbrazo para hacer un refrito de lo que ya habíais discutido unas horas antes.
—Está bien —admitió—. Que suba y veamos si tiene algo que añadir.
Anita bajó como un rayo y, aunque intentó comportarse con naturalidad, lo cierto es que entró en la tienda a toda prisa y se dirigió alborotadamente al despacho, donde Cat estaba sentada en medio de un paquete de espuma de poliestireno con una pieza del artilugio en cada mano. Peri asomó la cabeza, curiosa, pero Anita se inventó que estaban pintando el apartamento de Georgia y necesitaban el consejo de Cat. ¿Pintando? ¿Georgia? Si Peri hubiera reflexionado un momento, no se habría creído ni por un nanosegundo que Georgia hubiera faltado al trabajo para dar una mano de pintura y esparcir por ahí unos cojines. No lo hizo; en aquellos momentos, unas cuantas clientas ya hacían cola en la caja —los martes por la mañana siempre había la pequeña avalancha de las tejedoras entusiastas que se habían quedado sin esto o aquello el domingo o el lunes, cuando la tienda estaba cerrada—, de modo que Peri volvió al trabajo de inmediato.
Por otra parte, Cat se puso literalmente loca de contenta al oír que Georgia quería hacerle una consulta sobre decoración. Para ella tenía mucho sentido que su amiga se quedara en casa para mejorar su apartamento. Pero en cuanto estuvo allí y vio que Georgia aún iba en pijama y que había libros y papeles por todas partes, Cat se percató de que allí pasaba algo.
Después de ponerla al corriente de los detalles, Anita le preguntó directamente a quién conocía y qué podían hacer al respecto.
Cat pasó junto a transatlánticos y remolcadores mientras contemplaba el río Hudson y Nueva Jersey al otro lado desde el taxi que bajaba a toda velocidad por West Side Highway. Hacía mucho tiempo que no iba al distrito financiero; rara vez se había molestado en ir a ver a Adam durante la jornada laboral. Por decirlo con más precisión, él nunca le había pedido que hiciera el viaje. Ahora iba a reunirse con él en su despacho. Cat le había dicho que quería discutir el acuerdo; él se negó; ella insistió en que le interesaría; Adam quedó intrigado. «Puedo concederte diez minutos —contestó—. Espero que baste».
De haber tenido más tiempo, Cat hubiera regresado al hotel para ponerse algo fabuloso y se habría pasado una hora maquillándose. En cambio, sacó el lápiz de labios y el rímel del bolso y decidió que tendría que conformarse con la camiseta de manga raglán, la falda caqui y las chinelas de piel. «No he salido a impresionar —se dijo—, sino para cerrar un trato».
El despacho de Adam era grandioso, con una pared-ventanal y vistas a la Estatua de la Libertad y a Ellis Island más allá. Los transbordadores de color naranja entre Staten Island y Manhattan resoplaban al cruzar las aguas allí abajo. Cat los vio avanzar de pie junto a la ventana, mientras esperaba a que su marido —quien pronto sería su exmarido— regresara de una reunión. Por un momento se le ocurrió la deliciosa idea de abalanzarse sobre su ordenador y buscar información secreta sobre sus finanzas (tentación que descartó, porque lo más probable era que la información no estuviera allí, sino que la guardara su contable particular) o sabotear su trabajo (descartada también porque dudaba que pudiera acceder a ningún documento). Entonces, con una punzada de preocupación, Cat cayó en la cuenta de que nunca había sabido las contraseñas de acceso del ordenador de Adam.
¿Qué clase de matrimonio fue el suyo?
—Hola, Cat, qué agradable sorpresa —saludó Adam en tono cortés.
Se dio la vuelta, emocionada y contenta. Se le cayó el alma a los pies. Detrás de él estaba su asesor, un caballero de edad que se había retirado del bufete hacía ya algún tiempo.
—Adam… —repuso Cat con frialdad—. Hola, Stephen —añadió, y ofreció la mejilla al hombre, que se acercó a saludarla y luego siguió su camino.
Adam cerró la puerta.
—Bueno, estamos solos. ¿Te parece bien este despacho o te gustaría algo un poco más privado?
—¿Privado?
—Bueno, oigo hablar tanto de excónyuges que acaban juntos en la cama que supuse que necesitabas un poco de… atención.
—¿Creías que había venido hasta aquí para acostarme contigo?
—¿Acostarnos? Yo no diría tanto. ¿Tener relaciones sexuales? Quizá.
—Eres odioso.
Adam se rió, tomó asiento detrás de su mesa y dejó a Cat allí de pie.
—Muy bien, ahora que ya hemos terminado con los cumplidos ¿qué quieres en realidad?
—Necesito un favor.
Adam se reclinó en su asiento y se acarició la barbilla con ademán teatral.
—¿Un favor? Que yo sepa, no hago favores.
—Necesito que llames a Chip y consigas una visita inmediata con el mejor oncoginecólogo de la ciudad.
—¿Estás enferma?
—¿Esperas retrasar el divorcio hasta que me venga abajo? —le espetó.
—Es una pregunta sincera, Cat.
—No, no estoy enferma. Se trata de Georgia.
—Entiendo.
Adam observó a su esposa en silencio. Era una vieja costumbre que tenía; ella siempre perdía el control y hablaba primero.
—Aceptaré el acuerdo tal como está si llamas a Chip —ofreció, y se sentó en una butaca frente a la mesa de Adam.
—Podrías llamarlo tú misma.
—La verdad es que dudo que se pusiera al teléfono ahora que nos estamos divorciando.
—Cierto. —Adam sonrió—. Muy cierto. Puede decirse que aquella pequeña proeza en el museo decidió tu destino. Nadie se fía de una chica que airea los trapos sucios en público.
—Llámalo y aceptaré el acuerdo.
—Cat, Cat, Cat… —Adam se levantó, se apoyó en la parte delantera de su mesa e inclinó el cuerpo hacia el espacio personal de la que pronto sería su exmujer—. Aceptarás el acuerdo tal como está de todos modos. Yo lo sé. Tú lo sabes. Así pues, ¿por qué debería llamar a Chip?
—Porque tacharemos eso de que vas a comprarme un apartamento.
Se sentía desesperada; se acordó de Georgia, que fingía estar calmada y con el miedo tan evidente en su rostro; pensó en la mirada de alivio y seguridad de Anita cuando le dijo que podría encontrar un médico para su amiga aquella misma semana.
—¿Puedes repetir eso?
—Aceptaré el dinero que ofreciste, pero no tendrás que comprarme un apartamento. Firmaré los papeles del divorcio sin pelear. Pero sólo, y lo digo muy en serio, sólo si consigues que Georgia pueda ver al mejor médico esta semana.
—¡Caramba, Cat! —susurró Adam, acercando el rostro al de ella—. Nunca pensé que sería tan excitante negociar contigo. Debimos haberlo hecho más a menudo. Y ahora, ¿quieres que busquemos una habitación privada?
Cat levantó las manos, como por instinto, y lo apartó de sí.
—Aléjate de mí —masculló entre dientes—. Tú haz las llamadas y ponte en contacto conmigo cuanto tengas una hora de visita lo antes posible.
Se dirigió hacia la puerta y se volvió deseando con todas sus fuerzas que se le ocurriera algo duro y genial que hiciera ver a Adam que no era su víctima. Que estaba dispuesta a pagar cualquier precio con tal de salvar a Georgia. Para corresponderle. No porque se sintiera culpable, sino por la fe que tuvo en Cat desde el principio. Abrió la boca, pero Adam la interrumpió. Tenía la mirada baja y parecía abatido.
—Habría hecho esto por ti de todas formas, Cat —manifestó en voz baja—. Aunque no hubieras renunciado al apartamento.
Cat sintió un nudo en el estómago. ¿Estaba aquí ahora? ¿Su verdadero Adam?
—¿Lo habrías hecho?
El hombre al otro lado de la mesa empezó a reírse y juntó las manos como si fuera a aplaudir.
—¡No! —exclamó, mirándola con una mezcla de lástima y lascivia—. ¡Por Dios, Cat! Tú nunca espabilas, ¿verdad?
Cat abrió la puerta del despacho de un tirón, salió corriendo al pasillo y contó los pasos hasta el ascensor.
«Merece la pena, chica —se dijo—. Cualquier cosa merece la pena para salvar a Georgia».
El resto de la semana se hizo larga, como una maniobra dilatoria, hasta la cita del viernes por la tarde que Cat había conseguido concertar. Había que reconocer que su vieja-nueva amiga no le había fallado, pensó Georgia mientras fingía trabajar en el despacho el jueves por la mañana. Debía de tener muy buenos contactos, la verdad, para ponerse al teléfono y hacer que ocurriera. Debía de ser una suerte tener semejante poder. Debía de dar una buena sensación.
A lo largo de toda la semana, Georgia fue aplazando sistemáticamente lo único que la hacía sentir bien: James. Evitó sus llamadas, canceló la cena de fajitas afirmando que debía repasar los libros con Anita por las noches, como siempre hacían a principios de cada mes. Los habían examinado la semana anterior, por supuesto. El negocio no estaba tan boyante como a principios de año, pero eso era ya algo típico. La gente tiende a no pensar en la lana cuando hace calor.
Aquella misma mañana telefoneó James para decir que deseaba que volvieran a ir todos a Baltimore el fin de semana, ir al acuario con Dakota y sus padres; Georgia accedió inmediatamente, aunque sugirió que hicieran la excursión padre e hija solos. Fue eso, sobre todo, lo que llevó a James a sospechar que allí sucedía algo.
—¿Cómo dices? Tú siempre quieres estar donde está la acción cuando se trata de Dakota… y sólo has visto una vez a mis padres.
—Me parecieron muy simpáticos, en serio.
—De acuerdo, déjame que te lo diga de otra manera. Casi llegamos a las manos cuando discutimos lo de ir a Baltimore la primera vez, luego fuimos en grupo y mi madre poco menos que me arranca la cabeza, mientras a ti te sometía al tercer grado. Ahora digo que podríamos volver… ¿y a ti te parece tan bien?
—Ajá.
—¿Id, pasadlo bien y ya está?
—Ajá.
—¿Qué es todo este ajá, ajá? Es como si ya no quisieras hablar conmigo.
—¿A qué te refieres? El último fin de semana te puse la cabeza como un bombo con mis cotorreos.
—Pero desde entonces llevas toda la semana contestando con monosílabos. Incluso Dakota dijo que estabas malhumorada.
—¿Eso te dijo? ¿Cuándo has hablado con ella?
—Anoche, cuando pasé por la tienda y se estaba encargando de la caja. Peri le estaba haciendo preguntas del examen a K. C., que se está preparando a fondo para el gran examen del viernes.
—Ah.
—Me dijeron que habías ido a cenar con Anita…, pero yo acababa de verla hablando con Marty abajo en la charcutería.
—Ah.
En realidad, Georgia le había dado una excusa a Peri, subió a casa, se sentó en la bañera y estuvo llorando. Permaneció allí hasta que se enfrió el agua, en el único lugar que parecía lo bastante seguro —lo bastante privado— para dar rienda suelta a sus emociones sin miedo a que la vieran.
—¿Qué está pasando, Walker? ¿Es por mí? —preguntó James, herido.
—No, lo que ocurre es que yo… No puedo decírtelo.
—Georgia, si estoy haciendo algo mal otra vez, dímelo y ya está. Ahora ya no soy tan tonto. Lamento haber insistido tanto en lo de vivir juntos.
—No, James, no es eso. Confía en mí. Lo único que sucede es que ahora mismo necesito un poco de espacio. Y sería estupendo que te llevaras a Dakota el fin de semana, le encantará conocer a todos sus primos.
—Está bien. ¿Puedo verte el viernes por la noche al menos? Hace días que no nos vemos.
—Bueno, es que el viernes tengo el club. De hecho, ¿por qué no os vais el viernes más pronto? ¿Podrías salir del trabajo y llevártela a mediodía?
—Claro, pero quiero verte, en serio.
—Pues ya nos veremos cuando vengas a recogerla.
Colgó antes de que él pudiera decir nada más. «Vuelve a llamarme, vuelve a llamarme —pensó para sí—. Exígeme que te cuente lo que pasa. Sácamelo a la fuerza».
Pero no lo hizo, claro está. Respetó su petición. Además, por muy inteligente que fuera, no era adivino.
De modo que Georgia hizo lo que haría cualquier madre trabajadora estresada enfrentada a una quiebra de salud: se fue a trabajar. Hizo planes para reorganizar la tienda, encargó unas cuantas madejas más de lana de algodón —la verdad es que se estaban vendiendo muy deprisa porque la gente soñaba con terminar los jerseys de verano antes del Día del Trabajo— y dedicó demasiado tiempo a leer historias médicas en el ordenador y a eludir a Anita, que a cada momento le llevaba zumo de naranja y ensalada de fruta y no dejaba de sugerirle que descansara un poco.
Lo que Georgia necesitaba era un respiro, un verdadero respiro, algo en lo cual concentrarse y que no tuviera nada que ver con lo que podría o no podría estar acechando en su organismo. Y la llegada inesperada de Lucie a última hora del jueves —la mujer se movía con mucha más lentitud ahora que llevaba en el útero un bebé de veinticinco semanas— le vino como anillo al dedo. Pensó que Lucie seguía sin aparentar la edad que tenía. El pañuelo rojo que llevaba en torno al cabello rubio rojizo que no dejaba de crecer podía pasar —sin duda era la reacción de Lucie al calor sofocante de agosto y al hecho de que no podía teñirse el pelo al estar embarazada—, pero aquella maldita bolsa de mensajero, sencillamente tenía que desaparecer. Pesaba menos cuando se la ponía en bandolera, seguro, pero la manera en que caía por delante daba lugar a que sus pechos hinchados parecieran enormes. ¡Resultaba casi imposible no quedárselos mirando!
—Georgia —dijo Lucie jadeante, y se apoyó en la entrada del despacho de la trastienda—, tengo que hablar contigo sin falta. Necesito consejo sobre tener un hijo sola.
Mientras Lucie cerraba la puerta, se quitaba la bolsa de mensajero con dificultad, se dejaba caer en el confidente y miraba lastimera a su compañera de armas, la única madre soltera que conocía, Georgia sintió una sorprendente sensación de euforia.
«¿Lo ves? —se dijo para consolarse—. Las cosas no son tan distintas, al fin y al cabo.
»Sigo siendo la chica a la que acudir en una crisis.
»Sigo siendo la elegida por votación como persona con más posibilidades de lograr el éxito del instituto de Harrisburg.
»Sigo siendo yo».
Las dos mujeres estuvieron hablando durante más de una hora, primero sobre el material filmado aún sin editar de Lucie para el vídeo de calceta, y luego sobre lo que costaba todo, desde el cuidado del bebé hasta el cochecito. Por último, pasaron al meollo de la cuestión: ¿es muy difícil llevar un hogar monoparental?
—Bueno, la verdad es que no tienes que armonizar con nadie más, lo cual tiene sus ventajas —repuso Georgia—, pero, claro, nunca puedes despreocuparte del niño e ir a echarte una siesta. Sólo estás tú, las veinticuatro horas del día, siete días a la semana. —Se encogió de hombros—. Sin embargo, yo tuve suerte. Tuve un bebé estupendo y recibí mucha ayuda inesperada, como la de Anita.
—Eso es lo que yo necesito, una Anita.
—Bueno, Anita sólo hay una, pero puedes recurrir a grupos de apoyo, a tus amigos y a tu familia. —Georgia sonrió—. Yo no tuve esa opción, la de la familia, pero puede que en ese aspecto me precipitara un poco con veinticuatro años.
—Claro, lo que pasa es que yo todavía no les he dicho a mis padres que voy a ser madre.
Georgia asintió con comprensión.
—Entiendo. ¿Por qué no se lo has dicho?
—Son muy católicos. Mis hermanos y yo solíamos referirnos a mis padres como la papisa… y su marido.
—¿Y tú no eres religiosa?
—Si te refieres a si me siento culpable por la manera en que he concebido esta criatura, entonces no. Y digamos que no fui a un banco de semen —contestó Lucie con una risa, para añadir, ya seria—: Pero si lo que me estás preguntando es si creo en Dios, entonces la respuesta es sí.
—No puedo decir que haya pensado mucho en Dios —murmuró Georgia con aire meditabundo.
—Yo tampoco… al menos hasta que supe que estaba embarazada. Ahora pienso mucho más en todo ello.
Miró el reloj, sacó un cepillo de su bolsa de mensajero y se quitó el pañuelo de la cabeza.
—Y hablando de allá arriba, tengo cita con un sacerdote para hablar de mi retorno a la Iglesia. O, lo que es lo mismo, de conseguir que bauticen a mi bebé.
—Entonces, ¿no eres una verdadera creyente? —preguntó Georgia, interesada en el tema.
Lucie empezó a incorporarse del confidente con gran esfuerzo.
—¡Uf! Cada día me cuesta más levantarme. Y no sé si soy una verdadera creyente, supongo que soy una contestataria. Pero me figuro que también necesitan a gente como yo.
—Apuesto a que sí —asintió Georgia con cariño—. Me sorprende que Darwin no esté contigo, parecíais uña y carne.
—Ah, Darwin —Lucie movió la cabeza—. Ella dice que la religión organizada es una herramienta del patriarcado, y no creo que cambie de opinión como hizo con lo de la calceta. Estoy sola en esto. A menos que tú quieras acompañarme.
—Oh, no, yo soy presbiteriana. Aunque no he puesto los pies en una iglesia desde que me mudé a Nueva York hace quince años. —Soltó un silbido—. No puedo creer que haga tanto tiempo.
Lucie empezó a cerrar los broches de su bolsa de mensajero.
—¿Sabes una cosa? En mis últimos meses de embarazo llevaba una mochila en lugar de bolso —explicó Georgia—. Me compensaba el peso de la barriga.
—¿De verdad?
—Sí. Si quieres, te la cambio —ofreció. Volcó su mochila, de la que salieron un montón de periódicos, una sudadera y el libro que se llevó en su excursión al parque con James y Dakota el fin de semana anterior.
—Mi bolsa está hecha una porquería —indicó Lucie, y señaló los bordes raídos.
—Dakota dice que es la última moda.
—No había hecho ningún intercambio desde que era alumna de tercer curso.
—Pues ya es hora de hacer uno.
Con un encogimiento de hombros que quería decir «¿por qué no?», se cambiaron las bolsas. Lucie volvió a guardar su cepillo, un libro de nombres de bebé, un estuche de maquillaje, un par de agujas de palisandro del número seis —en una de ellas tenía unos quince centímetros de manta de bebé de rayas amarillas— y dos ovillos de hilo acrílico lavable a máquina, uno de color amarillo y el otro blanco. Además, llevaba una botella de agua, un paquete de galletas saladas, una manzana y una barrita de las que sustituyen una comida.
—Bueno, me marcho. Es tu última oportunidad para asistir a mi magna reunión con el padre Smith y hablar con Dios —invitó Lucie, que hizo una mueca, le dijo adiós con la mano y se dirigió a la puerta.
—Espera.
Llevada por un impulso, Georgia decidió ir. Aunque sabía que, en realidad, Lucie no esperaba que fuera con ella.
Pero, claro, ella no sabía que Georgia también quería decirle algunas cosas a Dios.