Capítulo 24

Mientras inspeccionaban la última remesa de hilo de algodón, Anita le contó a Georgia que después de su viaje para ver a Nathan estaba más que dispuesta a quedarse.

—Los años me están empezando a pasar factura —confesó—. Estoy siempre agotada. Los chicos me dicen que trabajo demasiado, pero tú y yo sabemos que durante los últimos meses apenas he hecho nada más que tejer o echar una cabezadita en la trastienda.

—Sí que da la impresión de que estás muy cansada… ¿Has pensado en ir al médico? ¿O quizá es que sales demasiado con Marty?

Anita soltó un resoplido.

—Ahora ya pareces mi madre, Dios la tenga en su gloria. Nunca quiso que tuviera novio. «Espera a estar casada», decía, aunque yo no tenía ni idea de cómo iba a ocurrir eso, si no me permitieron salir con nadie hasta que no tuve más de dieciocho años.

—Entonces, si lo ajustamos a la inflación, eso es una edad moderna de ¿cuánto? ¿Treinta y cinco años?

—Muy graciosa —masculló la mujer de cabello plateado, y se colocó la melena escalada detrás de las orejas con la mano—. Aunque, cuando estoy con Marty, me siento como si volviera a tener dieciocho. Esta vez estoy disfrutando mucho más.

—¡Anita! ¿Tú y Marty… habéis…? Bueno, ya sabes… —dijo Georgia, y dejó que se le fuera apagando la voz en tono insinuante.

Anita se ruborizó.

—¡Dios mío! Hay días en los que me alegro de que no seas mi hija, y hoy es uno de ellos.

—¿Se supone que me tengo que sentir satisfecha con eso? —replicó Georgia, que tomó la tablilla sujetapapeles, riendo, y anotó unos detalles del inventario.

—En realidad, no es asunto tuyo, pero no, todavía no.

Anita dejó las madejas de hilo de algodón sobre la mesa, aliviada de que no hubiera clientes en la tienda y de que Peri se hubiese marchado para asistir a una clase en el FIT. ¡Gracias a Dios que no había nadie que pudiera oír una conversación sobre su vida sexual! Pero la verdad es que parecía muy emocionante tener algo de lo que valiera la pena hablar en ese sentido, ¿no?

—Hemos estado hablando de irnos a pasar un fin de semana romántico —confesó—. Me gustaría puntualizar que con dos dormitorios.

—No podría suponer otra cosa.

—Tu situación es distinta, Georgia. Acabo de conocer a Marty, en realidad.

Anita estaba escandalizada. Hoy en día las personas no hacían más que irse a la cama… Demasiado pronto, en su opinión.

—Hace años que lo conoces, Anita.

—Pero hace muy poco que salimos oficialmente.

—Entonces, ¿es por decoro? ¿Por guardar la compostura? —hurgó Georgia, decidida a presionar a su mentora—. ¿O por miedo?

—¡No soy de esa clase de mujeres que se meten de un salto en la cama del primer hombre con el que hablan! —contestó Anita con voz chillona.

—Ya lo sé, Anita, y de hecho no estoy sugiriendo que tengas sexo con Marty —Georgia empezó a recoger la mercancía para colocarla en los estantes—. Para serte sincera, toda esta conversación es muy extraña.

—¿Ahora resulta que la idea de Marty y yo es de locos?

—No de locos en el sentido de dementes. Sólo un poco rara. Es como si pensara en mis padres —repuso Georgia con un estremecimiento.

—Bueno, pues no es tan raro. Es normal. Y no tengo a nadie más a quien contárselo.

Anita se sublevó al pensar que era ya demasiado vieja para el sexo y se embarcó de inmediato en un discurso sobre que era una mujer sola, una mujer adulta, y que lo que hacía con su tiempo no era asunto de nadie.

—¡Vale! —zanjó Georgia, y se concentró en la tarea que tenía entre manos. Luego añadió con un suspiro—: Aunque parece como si te estuvieras infundiendo ánimo a ti misma.

—Esto me resulta muy difícil, Georgia, y ahora que has sacado el tema, te seré franca. —Anita abrió su bolso y sacó una libreta pequeña y un bolígrafo—. Puede que Marty y yo llevemos nuestra relación al siguiente nivel, o puede que no. Pero yo no estoy en mi elemento. Creo que necesito el nombre de un buen ginecólogo. O de un psiquiatra que me examine la cabeza.

—Con lo del psiquiatra no has tenido suerte, pero sí te puedo dar el nombre de una ginecóloga estupenda —manifestó Georgia, que fue al despacho y regresó con una maltrecha agenda de color rojo—. Hace mucho tiempo que no voy, pero solía visitarme Carrie Spelling, en Park Avenue.

Anita anotó el número telefónico con mano un tanto trémula.

—Oye, esto no es para ponerse nerviosa —comentó Georgia—. Quiero decir que yo prefiero ir al cine, pero tampoco es tan horrible.

—No, ya lo sé, querida —reconoció Anita, que volvió a ponerle el capuchón al bolígrafo—. Es que tras la muerte de Stan pensé que si ya había pasado la menopausia, ¿para qué molestarme en ir? Y ahora me pregunto si no será demasiado tarde para mí…, bueno ya sabes…

—¡Aaaah! —exclamó Georgia, que se tapó los oídos—. De acuerdo, de acuerdo. Tengo una gran idea: te acompañaré al médico y me sentaré en la sala de espera. Te daré un poco de apoyo moral. A cambio, no volveremos a hablar de nuestra vida sexual nunca más.

—Trato hecho —resolvió Anita, que cerró el broche del bolso con un chasquido—. Creo que yo también lo prefiero así.

Es curioso que una amistad pueda crecer sin que se la estimule demasiado. Podría decirse que la plantita de una persona conocida brota, y luego ya no se va. Llega a resultar difícil imaginarse un día sin tener cerca a dicha persona. Y poco a poco empieza a gustarte.

Así se sentía Lucie con respecto a Darwin. Tenía a sus viejos amigos, por supuesto, quienes una vez casados se fueron a vivir a los barrios periféricos y le daban toda clase de escandalosos ánimos sobre que lograría su objetivo de ser madre soltera. Y no dudaba de que todos llamarían después del parto y le harían llegar montones de regalos. Sin embargo, ¿volverían a aparecer después de la visita inicial de «¡déjame ver al bebé!»? No, estarían todos demasiado ocupados con sus propias vidas, sin duda. ¿Y quién podía culparles por ello, no es así?

Pero Darwin era distinta. Ella también tenía su propia vida, la universidad y la tesis que nunca terminaba, además de un esposo que estaba lejos. Aun así, nunca parecía considerar que las llamadas de Lucie fueran una intrusión. Ninguna petición era demasiado exigente. ¿La acompañaría a ver una guardería? ¿Alguna vez había oído hablar del lenguaje de signos para los bebés? ¿Creía que la ropa de niño más cara era en realidad mucho mejor? A medida que su cuerpo se agrandaba y ella se iba sintiendo cada vez más cansada, Lucie se encontró con que de verdad quería ese apoyo, ese respaldo que suponía que otras mujeres obtenían del padre de la criatura.

De todas formas, la idea de convertirse en madre soltera a los cuarenta y dos quizá no había sido un plan bien estructurado. Sin embargo, hubiera resultado aún más difícil de no haber encontrado a una nueva amiga en Darwin, quien, con toda su mordacidad, podría decirse que era la amiga más generosa y atenta que había tenido nunca. Primero fue el jengibre; luego, un libro para niños; después, la dirección de un grupo de madres solteras. No era el estilo de Lucie, pero aun así… Fue un detalle.

Y ahora quería pedirle el favor más grande de todos.

Iban a encontrarse en el lugar de costumbre —el Starbucks cercano a la tienda— y Darwin, que se había adelantado, como siempre, estaba bebiendo su segunda taza cuando llegó Lucie.

—Me alegro de que me hayas llamado esta mañana —dijo Darwin, un tanto excitada por la cafeína.

—Sí —asintió Lucie—. Bueno, verás, me estaba preguntando… —Darwin tomó un sorbo de café y esperó—. ¿Quieres ser mi ayudante de parto? Sé que quizá es mucho pedir, pero la verdad es que no tengo a nadie más, y…

—¡Ah! La vieja historia de «no tengo a nadie más, por lo que tendré que conformarme con Darwin» —replicó sin rastro de emoción en su semblante.

Lucie soltó un grito ahogado de horror.

—¡Oh, no! No quería decirlo de esta manera.

En el rostro de Darwin apareció una sonrisa bobalicona.

—No te preocupes, Lucie. Sólo estoy practicando mi cara de póquer —dijo, y empezó a recoger unas migas de muffin con los dedos—. Lo haré con mucho gusto. Pero primero tengo que contarte una cosa. Y es muy importante. No es broma. —Respiró hondo y tiró de su largo cabello oscuro con aire reflexivo—. Me alegro mucho de haberte conocido y quiero ser sincera. Creo que quería ser amiga tuya porque estás embarazada.

—¿Cómo dices?

—Estoy muy… entusiasmada… con tu bebé. Hace que me sienta bien. —Al ver que Lucie había crispado el rostro, perpleja, arrugó el envoltorio del muffin y la servilleta y continuó hablando—: Hace un año aproximadamente tuve un aborto. Y después no podía hacer nada. Ni hablar de ello con Dan, ni terminar mi investigación para la universidad, nada. Cada vez que veía a una mujer embarazada acababa llorando en el cuarto de baño.

—¡Oh, Darwin! No lo sabía —murmuró Lucie, también al borde de las lágrimas; eran las hormonas.

—No, no lo supo casi nadie. Y entonces mi prima me dijo que me buscara un pasatiempo y me sugirió que hiciera punto. ¡Yo, haciendo punto!

Lucie se rió y ambas recordaron los primeros días de Darwin en la tienda de Georgia y sus recientes tentativas de tejer unas pasadas. Una y otra cosa un desastre, francamente.

—Bueno, ya sabes lo mal que resultó.

—Pues yo creo que resultó bastante bien —reconvino Lucie, y le hizo un gesto admonitorio con el dedo.

—Si te cuento lo del aborto es porque no quiero extralimitarme contigo. No sé cómo ni por qué, pero el hecho de estar contigo y con tu bebé me hace sentir muchísimo mejor con respecto al mío. La echo de menos… ¡y ni siquiera sé si era una niña! Pero la echo de menos de todos modos.

—Claro que sí.

—Quiero asegurarme de que tu bebé está bien y me alegro mucho de que me hayas pedido que sea tu ayudante —afirmó Darwin—. Me gustará mucho hacerlo.

Lucie alargó la mano para darle un suave golpe en el brazo.

—Estupendo. Dime, ¿qué te parecería acompañarme a una visita para hacerme una ecografía dentro de una hora?

Darwin pareció asustada, pero por último relajó la expresión y espiró aire largamente.

—¿Sabes, Lucie? Me encantará —contestó, tras lo cual se levantó y rodeó la mesa para retirarle la silla a Lucie—. Vamos a pasar, señores, abran paso a una mujer embarazada de camino al médico.

«¡Caray! —pensó Lucie, sintiéndose estúpida y especial al mismo tiempo—, menudo hallazgo he hecho con Darwin». Un buen hallazgo, sin duda.

La recepcionista de la doctora respondió a la segunda señal de llamada:

—Consulta de la doctora Spelling. ¿En qué puedo servirle?

—Hola, esto… Soy una paciente, me llamo Georgia Walker, pero me gustaría concertar una visita para otra persona. Tiene unos setenta años.

—Eso está bien, las mujeres de edad deberían seguir haciéndose revisiones. ¿Es su madre?

—Oh, no, es una amiga, pero le dije que la acompañaría para darle apoyo. Ya sabe, sentarme en la sala de espera y eso.

—¿Se ha hecho usted algún examen ginecológico últimamente?

—¿Cómo dice? Oh, no. Pero estoy bien.

—¿Cuántos años tiene?

—Treinta y siete.

—Entonces, si no se ha hecho una revisión durante el último año, debería venir a visitarse, de verdad. Y puesto que va a venir de todas formas…

Lo cierto es que a Georgia no le apetecía todo eso de poner los pies en los estribos y que le echaran un vistazo entre las piernas. Sin embargo, se dijo que si no aceptaba no iba a poder quitarse de encima a la recepcionista.

—De acuerdo —transigió.

—Las veremos a las dos el próximo miércoles a las nueve, señora Walker. Buenos días.

Bueno, no salió exactamente tal como estaba planeado, pensó Georgia. Pero ¿acaso hay algo que salga como es debido alguna vez?