Capítulo 23

Un mes de felicidad absoluta. Sin discusiones. Sin malentendidos. Sólo muchas cenas en casa, la mayoría con Dakota, alguna sin ella. En bicicleta por el parque —sí, Georgia hasta probó aquella maldita bici y acabó exhausta tras un corto trecho; muchas gracias—, con paseos nocturnos para ir a comprar un helado en la confitería cercana o incluso haciendo frente a la horda de turistas para dar una vuelta por el Templo de Dendur en el Museo Metropolitano. James las invitó a un paseo en barco para ver los fuegos artificiales de Macy’s el Cuatro de Julio y las obsequió con unas entradas para el Cirque du Soleil en la isla de Randall. A mediados de julio fueron todos —Cat, Anita y Marty incluidos— en metro al estadio de los Yankees y vieron cómo los Bronx Bombers derrotaban a sus oponentes con un homerun tras otro. Fue, en una palabra, impresionante.

Georgia pidió a Anita que se llevara a Dakota al cine aquel domingo por la noche, volvió a depilarse las piernas e hizo una escapada a Victoria’s Secret para comprar algo especial. Un conjunto de camisola púrpura sobre la que se puso un jersey negro de cuello de pico y una falda vaquera bastante corta aunque no excesivamente breve.

—Es como si fuera a conocer al tipo más increíble —le dijo a Anita cuando estaban preparando las cosas—. ¿Y sabes? Ya tenemos una hija en común. Es muy posmoderno.

Georgia se aplicó esa misma lógica mientras preparaba un plato rápido de pasta para la cena: no tenía motivos para ponerse nerviosa porque ya habían estado juntos. Obviamente. Bastaba con mirar a Dakota. Sin embargo, cuando sonó el portero electrónico le dio un vuelco el corazón. Se pasó las palmas sudorosas por el pelo con la intención de alisarse un poco los rizos y lo único que consiguió fue crear electricidad estática al instante. Se quedó sin aliento, aunque sólo había tenido que dar tres pasos para cruzar el salón y abrir la puerta.

James apareció en la entrada, vestido con un polo blanco reluciente y unos pantalones caqui recién planchados.

—¡Estás estupenda! Y sí, te miro con lascivia —aclaró mientras asentía con la cabeza en señal de apreciación.

Georgia pensó en los fusilli que tenía en la cocina y que acababa de mezclar con verduras de la huerta, un poco de aceite de oliva y ajo. Y pensó en la botella de vino recién descorchada, en la media copa que se había tomado de un trago hacía un momento. Luego pensó en la abuela y en la gran farsa que estuvieron a punto de montar para decirle a James que no estaban en casa cuando apareciera. Las cosas salían mejor cuando no te andabas con rodeos.

Georgia decidió ser directa.

—James —dijo, y alargó la mano y tiró del cuello de su polo—, creo que ya es hora de que te quedes a pasar la noche.

No tuvo que repetírselo; él entró en el apartamento al momento, la rodeó con sus brazos y aplicó la boca sobre la suya. Georgia sonrió mientras él la besaba; ¡sabía tan bien!, un sabor conocido pero distinto. Su técnica había mejorado. Era más experimentada. Dejó de pensar en todas las otras mujeres; ahora era suyo. Suyo y de nadie más. Acudieron a su cabeza viejos recuerdos fugaces de sexo con James, provocados por la manera en que le deslizaba los dedos por la espalda —¡se había olvidado de eso!— y por cómo le gustaba mordisquearle el hueco de la clavícula, ya menos huesuda que antes. Tampoco estaba tan impaciente como cuando era joven. Se tomó tiempo para contemplar su cuerpo mientras ella se desnudaba, rememorando todos sus lugares favoritos con los dedos y la lengua. Y cuando Georgia saltó de la cama presa del pánico para recoger la ropa desperdigada por si Dakota regresaba temprano, la ayudó a revisar rápidamente el apartamento.

James le habló, no en los turbios términos sexuales de un Amo del Universo diciendo lo caliente que le ponía, «Sí, nena, muy, muy caliente…», sino en el tono alegre y tranquilizador de un hombre tan excitado en su mente como en su cuerpo. Gozando de cada momento. Georgia esperaba sentirse avergonzada de su aspecto, por las débiles rayas atigradas que tenía a un lado del abdomen, una señal de su embarazo de hacía tanto tiempo; durante el último mes había empezado a hacer abdominales y probó una crema milagrosa que eliminaba las estrías. (¡Ja!). Pero James besó todos y cada uno de esos surcos. Estar con él fue como volver a casa tras un largo viaje. Un regreso a un paraje sin duda alucinante, pero asimismo un lugar seguro, familiar y hermoso. James era suyo de verdad. Y ella era suya.

En Nueva York, el hecho de que una persona te invite a SU casa es un gesto de enorme confianza. La elección de las obras de arte, el mobiliario y el color de la pintura revelan muchas cosas sobre sus gustos y su estilo, sin duda. Claro que esto ocurre en todas partes, ¿no? Sin embargo, Nueva York es distinta; continúa siendo una ciudad de barrios construida siguiendo los límites de clase y raza: el Upper East Side para el dinero viejo; el West Side, para el nuevo; el centro, para los modernos. Y desperdigados en medio de todo esto, toda clase de luchadores, soñadores y gente normal de clase media y trabajadora que andaban a la caza de cualquier apartamento que no tuviera bichos y cuyo precio no fuera excesivo. Con todo, no es forzosamente la situación o el domicilio lo que define a una persona. Cabe alquilar un estudio diminuto de renta limitada en una calle que desemboque en Madison Avenue en el East Side o, un edificio más allá, ser propietario de un piso enorme de varios dormitorios heredado de un abuelo astuto. En las oficinas del centro, los compañeros de trabajo se preguntan si sus iguales salen adelante sin ayuda de nadie o si en realidad sólo son niños de papá. Cuando las apariencias lo son todo, ¿te gustaría que alguien supiera la verdad, sea cual fuese?

Por este motivo, los neoyorquinos normales y prosaicos se «entretienen» en los restaurantes. Van a la coctelería. Quedan en el museo. Sí, claro, la gente dirá que es por el tamaño de su apartamento. Que la cocina es demasiado pequeña para preparar una comida razonable. Sin embargo, esto no es sino parte de la ecuación. Porque, a menos que hagas lo indecible para vivir muy por encima o por debajo de tus medios, al dejar entrar en tu casa a un amigo, un colega u otra persona que te importe, todo sale a la luz: tus actitudes, tu sentido del estilo… y la situación de tu bolsillo. Una cosa es que tengas una casa tan espléndida que impresione, aunque en Nueva York siempre hay alguien que tiene más cosas, más grandes y aparentemente mejores. Abrir la puerta de tu apartamento invita a la envidia o a la condescendencia. Cambia el campo de juego.

La verdad se reduce a esto: en una ciudad obsesionada con la riqueza y la posición social, hay pocos gestos más íntimos que el hecho de que te inviten a casa de alguien.

Así pues, cuando Marty le sugirió a Anita que podía ser divertido quedarse en casa una noche, cocinar juntos y disfrutar con un poco de vino, sintió pánico. No porque le preocupara que él esperase algo más que un pedazo de tarta de postre, pues siempre se había comportado como un perfecto caballero y le había hecho saber que le bastaba y sobraba con su compañía. Sintió pánico porque nunca habían hablado de dónde vivían. En diez años de relación informal, nunca había surgido el tema. Cosa que era típica en Nueva York. Si le preguntas a alguien dónde vive, te dará como referencia un cruce de calles —la Noventa y cinco con la Tercera, por ejemplo— en lugar de una dirección propiamente dicha. Y ella siempre le había dicho que vivía «de camino al parque». Por otro lado, Marty tampoco le mencionó nunca ese detalle. Y era un hombre tan maravilloso, tan orgulloso de su charcutería y del éxito del negocio, que lo último que quería Anita era que viese su apartamento. En el San Remo. Uno de los edificios más hermosos y exclusivos de la ciudad.

Anita se enorgullecía de sus recursos; significaban el trabajo duro de Stan y su amor por su familia. Sin embargo, por primera vez se sentía también avergonzada por ello, consciente de que su riqueza tenía potencial para causar incomodidad. Para hacer que Marty —podía ser, no estaba segura— tuviera la sensación de que no estaba a la altura.

—Es una gran idea —respondió a la sugerencia de Marty, y se apresuró a añadir, antes de que él pudiera replicar—: Hagámoslo en tu casa. Puedo ir y cocinar yo.

—No, tú serás la ayudante del chef —anunció Marty con una amplia sonrisa—. Yo estaré al mando.

Al cabo de unos días, Anita se encontró en la calle 81 Oeste, una vía bordeada de árboles. Marty le había dicho que vivía en el apartamento 1A del edificio y Anita se sorprendió al llegar a la dirección y encontrarse una casa alta de piedra rojiza al estilo de la década de 1890 con unas escaleras anchas que ascendían a una puerta principal de doble hoja; había otra puerta más baja, al nivel de la calle. Las que antaño eran casas para una sola familia adinerada habían sido transformadas a lo largo de casi un siglo en viviendas multifamiliares, pero luego, en la década de 1990, la situación empezó a revertir de nuevo.

La doble puerta principal se abrió y por ella salió un niño pequeño que avanzó tambaleándose hasta la baranda, seguido por una joven atractiva, visiblemente embarazada, que empujaba un cochecito vacío.

—Permítame que la ayude con esto —le dijo Anita, que subió los escalones para agarrar un extremo del carrito y ayudar a la madre a bajarlo por la escalera.

—Gracias, no hace falta, mi marido baja ahora mismo —dijo la mujer—. Hace una noche de verano magnífica para dar un paseo.

—Sí, es una noche estupenda —convino Anita, de pie en lo alto de las escaleras—. Creo que me he equivocado de dirección. Estoy buscando a Marty Popper.

—¿Oh, a Marty? Vive en el apartamento del sótano. Puede llamar al portero automático desde aquí o directamente a la puerta de abajo. Marty es muy agradable…, nos construyó una gran terraza con unas escaleras que bajan al jardín.

En aquel preciso momento salió por la puerta principal un hombre alto que llevaba una bolsa en bandolera repleta de pañales y un mono de juguete en la mano; la familia partió hacia su aventura y Anita bajó para pulsar el timbre del apartamento del sótano, ya más convencida de que habían hecho bien al no ir a su apartamento.

Marty acudió a abrir con el cabello todavía húmedo de una ducha reciente, vestido con una camisa de manga larga y unos pantalones azul marino.

—Pasa, pasa —invitó.

Anita entró, dejó que Marty tomara su bolso y notó que inspiraba hondo.

—Hueles muy bien —admiró.

Anita sonrió. Se fijó en los suelos relucientes de madera, vio la escalera que llevaba al segundo piso, cerrada en lo alto para la familia que vivía arriba, admiró las puertas correderas que conducían a las habitaciones. ¿Original? A su derecha había una gran zona de sala de estar con dos sofás tapizados, una pared de ladrillo visto, un televisor de pantalla grande y una mesa con un ordenador. En el centro de la habitación, una mesa redonda y cuatro sillas y después, una cocina enorme, equipada con los más modernos electrodomésticos de acero inoxidable. Pasada la zona de la cocina había una sala de invierno acristalada con unos ventanales que daban al jardín, y a la izquierda de la cocina se abría una puerta que seguramente llevaría a su dormitorio.

Era un apartamento precioso. Decidida y absolutamente precioso. Marty la había sorprendido una vez más.

—Mi sobrina, Laura, me ayudó a elegir el mobiliario —le contó a modo de explicación—. Me ofreció dos alternativas de cada cosa: éste o este otro. No podía salir mal.

—Es fantástico.

—Ven a la encimera. He estado sacando ingredientes.

—¿Ingredientes?

—Sí —dijo con una carcajada—. Se me ocurrió que podíamos hacer nuestras propias pizzas.

Fue más divertido de lo que Anita hubiera podido imaginar: cortar verduras, gratinar quesos, probar cosas a escondidas, tropezarse uno con la otra mientras iban haciendo viajes a la nevera o hurgaban en el cajón buscando el film transparente para tapar los ingredientes hasta que pudieran colocarlos sobre la masa.

—¡Ay! —gritó Marty.

—¿Qué pasa?

—Casi me rebano el dedo; ¡y eso que llevo cincuenta años cortando pepperoni! —contestó, y añadió bajando la voz—. Supongo que no puedo concentrarme cuando estás cerca.

Anita sintió ese pequeño baile de nervios en el estómago y captó su reflejo en el reluciente fogón de acero inoxidable. Ni siquiera los ángulos deformados podían ocultarlo. Tenía el rostro radiante.

Estaba enamorada.

«Es una cosa que todo el mundo tiene que aprender —le decía Georgia a Cat unos días después, mientras llenaban la mochila de Dakota con calcetines y bragas de recambio y el nuevo sujetador deportivo que le había comprado (decidió meterlo allí dentro y dejar que Dakota lo encontrara por sí misma)—. No aceptes cosas cuando estáis en la cama juntos después de haber hecho el amor, en serio, no lo hagas. Es lo que conduce a aventuras como una excursión familiar para conocer a la pareja que debieron haber sido tus suegros si no hubiera sido todo un desastre aquellos años».

Sin embargo, en algún punto entre besos y cosquillas, había accedido a que Dakota conociera a sus abuelos Foster, por supuesto. Y ella también iría y los conocería, claro.

—¿Qué te pasa? ¿Estás chiflada?

Cat, tumbada en la cama de Dakota, fingía hojear un ejemplar de Teen People cuando en realidad estaba leyendo atentamente los artículos sobre las rivalidades entre un grupo de reinas del pop. Se incorporó, consciente de que Georgia se había percatado de su interés.

—Me gusta mantenerme al día con Dakota —aclaró, y tiró la revista al suelo—. Ahora en serio, Georgia, ¿recuerdas que esas personas son las que no querían que James saliera con una mujer blanca, para empezar? Y bueno, tú sigues siendo blanca.

Muy cierto. De hecho, era la única persona blanca que había en la habitación cuando entró en el vestíbulo de casa de los Foster, de un estilo tan rural como moderno era el apartamento de James, con sus aceros relucientes y el cuero negro. Allí había unos suaves sofás azules con excesivo relleno, unos estantes de madera cargados de libros e incontables fotografías enmarcadas de niños: Georgia reconoció a un joven James y a tres chicas que aparecían de niñas con vestidos cortos de talle imperio, de adolescentes con pantalones de pata de elefante y luego de jóvenes con chaquetas de pana y blusas de volantes. De las paredes colgaban las necesarias fotografías de graduación y sobre la repisa de la chimenea, una foto grande de toda la familia, donde las jóvenes eran mujeres que rondaban la mediana edad, con sus hijos y sus esposos congregados a su alrededor; James en el centro del grupo, rodeaba a sus padres con los brazos, y descollaba sobre todo el mundo.

Él le dijo que había llamado de antemano para avisar a sus padres —Lilian y Joe— de su llegada. Se olvidó de decirle cuándo hizo la llamada exactamente.

—Cuando James llamó anoche y nos dijo que hoy tomaríais el tren para venir, debo decir que… —a la mujer se le entrecortó la voz mientras buscaba la palabra adecuada— que nos pilló desprevenidos. Pero quiero que sepas que nos alegramos mucho de conocerte, Dakota, y de conocer a tu madre, por supuesto —finalizó, y les tendió la mano a ambas.

Lilian era una mujer de aspecto dinámico, de un metro sesenta de estatura y figura curvilínea, vestida con una blusa de seda roja y una falda suelta y fruncida, el rostro enmarcado por unos grandes pendientes de aro y el cabello corto y natural. Tanto ella como Joe eran maestros; Lilian había dedicado su carrera a enseñar a los niños a leer a los clásicos; Joe enseñó química durante cuarenta años, antes de jubilarse hacía unos pocos.

Joe, con poco más de metro ochenta de estatura, era un hombre de aspecto robusto, cuyos cabellos apenas habían encanecido con el paso de los años; llevaba un polo y unos pantalones oscuros y, más que el padre de James, parecía su hermano mayor.

Dakota estaba extasiada. Estrechó las manos a sus abuelos con solemnidad, como correspondía a una ocasión seria, antes de embarcarse en un monólogo veloz seguido por una serie de preguntas aparentemente interminables. Lilian la hizo pasar al salón, sacó un viejo álbum de fotos y empezó a estudiar minuciosamente las instantáneas de la familia; por su parte, Georgia tomó asiento al lado de su hija. Lamentó haber ido.

Se sentaron para comer unos sándwiches y ensalada verde y Georgia agradeció que la comida le diera la oportunidad de hacer algo con las manos mientras Dakota los ponía al día acerca de su viaje a Escocia. Y acerca de su cumpleaños, que se acercaba.

—Así que pronto tendré trece años y eso es una pasada; empezaré octavo en septiembre y soy bastante lista. El año pasado saqué sobresaliente en casi todo —presumió; vio que su madre la miraba—. No tengo que alardear —terminó diciendo en voz baja.

—Si es cierto, no es alardear —dijo Lilian—. Tu padre era muy inteligente, y sus hermanas también. Tus tías.

—¿Voy a conocerlas hoy?

—Creo que os presentaremos a toda la familia tan pronto como sea posible. —La mujer sonrió con amabilidad—. A todos tus primos, tías y tíos. Les vas a encantar. Pero hoy es el momento de que te conozcamos nosotros. Y he pensado que tu papá y tú podríais echar una partidita de cartas con tu viejo abuelo Joe mientras tu mamá y yo fregamos los platos.

Georgia dirigió mentalmente una llamada de socorro a James con la mirada.

—Ya te ayudaré yo, mamá —empezó a decir, pero Lilian levantó la mano.

—No, ahora mismo me gustaría que Georgia me echara una mano. Por favor, y gracias. ¿A ti te parece bien, Georgia?

Las dos mujeres se llevaron los platos y condimentos en silencio, Georgia dejó las cosas en la encimera tal como haría alguien no familiarizado con aquella cocina en particular y Lilian metió las sobras en la nevera moviéndose con briosa eficiencia.

—Señora Foster, lamento mucho que esto haya sido tan inesperado, lo que pasa es que… —empezó a decir Georgia, de pie junto al fregadero, mientras colocaba los vasos en una hilera, nerviosa.

—Quiero a mi hijo, Georgia, no te equivoques —cortó Lilian, que salió de detrás de la puerta de la nevera—. Pero aquí tenemos una situación soberanamente caótica —resumió, y se lavó las manos en el fregadero—. Y ahora me gustaría que me hablaras un poco de ti. ¿Qué haces allí, en la gran ciudad?

Lilian tenía una presencia, afinada tras años en las aulas, que inspiraba cierto respeto. Georgia se sintió como si volviera a estar en el instituto y la hubieran hecho salir al encerado.

—Tengo una tienda de punto.

—¿Tu propio negocio?

—Sí, empecé cuando Dakota era un bebé; primero hacía prendas de punto por encargo. Luego, el negocio creció, mi amiga Anita me hizo un pequeño préstamo y empecé con la venta de lanas. Hace cuatro años que tengo la tienda, y supone un medio sólido de ganarme la vida.

—De modo que eres una empresaria. Bien por ti. ¿Alguna vez has estado casada?

—No, nunca, lo que ocurre es que… bueno, yo… —Georgia decidió ser sincera—. Creo que durante todos estos años he estado esperando a que James volviera.

La mujer asintió, frotó la encimera con vigor y a continuación se enfrentó al fregadero de acero inoxidable con un pulverizador. Quedó reluciente.

—Así que eres paciente —dijo mientras sacaba brillo al grifo—. Eres todo un choque para el sistema, Georgia Walker, de eso no hay duda, pero a veces son las pequeñas sacudidas las que mantienen vivas las cosas, ¿no te parece? Bueno, terminemos con esto.

Llenaron el lavavajillas mientras Georgia le hablaba a la madre de James de las aficiones y los amigos de Dakota y Lilian explicaba de vez en cuando alguna anécdota de cuando James era pequeño. De hecho, todo aquello no era tan malo como había esperado. Bueno, al menos para ella, para Georgia.

—Tiene mucho espíritu, eso está claro.

Lilian Foster miraba su jardín cubierto de hierba e inspeccionaba sus plantas, cuando el sol empezaba a ponerse. Los había convencido para que se quedaran a la cena, pero pronto tendrían que tomar el tren, y ella no iba a perder la oportunidad de hablar con su hijo. A solas.

Pidió a James que la ayudara en el jardín, y dejaron al resto de la compañía en la casa.

—¿Cuántos años tienes, James?

—Ya sabes cuántos años tengo, mamá.

—¡Ya sé que lo sé! Pero quiero oírtelo decir. En voz alta.

—Voy a cumplir cuarenta en septiembre.

—Así es, hijo. —Lilian alargó la mano para acariciar la de James—. Recuerdo cuando eras un bebé, con esas manitas y esos piececillos diminutos. Me habría gustado haber conocido a Dakota cuando era pequeña, James.

—Sí.

—No, no se trata de decir «sí» y «lo siento». Se trata de lo que dice un cuarentón para explicar por qué ha mantenido separada a su familia durante más de diez años. James Aaron Foster, hay una niña de doce años en mi salón que es de mi propia sangre y a la cual acabo de conocer esta mañana. ¡Esta mañana! —Miró a James con dureza; empezaba a alzar la voz—. Tu padre está tan afectado que no sabe qué hacer consigo mismo. No ha dormido desde que llamaste anoche.

—Lo siento, mamá, es que tú siempre me habías dicho: «¡No traigas a una mujer blanca a esta casa!».

—¿Ahora resulta que es culpa mía? Pues no, no lo es, hijo —rechazó la mujer, y empezó a descender las escaleras de la terraza y le hizo una seña a James para que la siguiera—. Vamos a ver cómo están mis rosales.

Al cabo de unos segundos llegaron junto a las preciadas flores rojas que se emparraban por el enrejado blanco de la verja trasera. Comenzó a arrancar las flores mustias.

—Si quieres que te diga la verdad, me gustaría arrancarte las flores marchitas a ti —le espetó, sin mirar en su dirección—. Tienes toda la razón, te dijimos que no te casaras con una mujer blanca. También te pedimos que te casaras con una baptista y, por lo que yo sé, ni siquiera has tenido nunca una cita con una verdadera cristiana.

James soltó un prolongado suspiro. Hastiado, no estaba de humor para sermones.

—No, hijo, ahora vas a escucharme. El matrimonio es duro. Punto. Y aún puede resultar más duro cuando se proviene de mundos distintos por la raza, la religión o la nacionalidad. Tampoco habría sido fácil si te hubieras casado con una mujer negra allá en Francia. Nuestra advertencia no era sólo por el color de la piel, James, aunque en ello se encierre mucha historia. Sobre todo en este país. Pero esto no es una clase. Estoy intentando enseñarte una lección de la vida, y espero que no sea demasiado tarde, por favor.

—Sé lo que vas a decir, mamá.

—¡Ah! Lo sabes, ¿eh? Estupendo, así lo entenderás a la primera. ¿Ves cómo tengo que cuidar de estas rosas? Siempre hay algo que hacer. Podarlas, abonarlas, regarlas, guiarlas por el enrejado al principio para que crezcan rectas, mirando al cielo. —Lilian cortó un capullo que empezaba a abrirse y no había florecido del todo, y se lo dio a James—. Así es la crianza de los hijos: esparces un montón de normas y buenos consejos y esperas que florezca algo bueno. Incluso cuando tu bebé tiene casi cuarenta años. Tu padre y yo siempre hemos estado orgullosos de ti. Y también preocupados por el hecho de que no te casaras ni parecieras tener intención de sentar la cabeza. Ahora ya sabemos por qué.

—Amo a Georgia —confesó James, cabizbajo; se sentía culpable.

—Bueno, ahora ya vamos a alguna parte.

—Es que no quería decepcionaros.

—No, James, tú, como quien recoge bayas, elegiste lo que te pareció de lo que te dijimos, para dejar de lado el resto. Lo que encontraste fue una excusa conveniente para salir corriendo cuando te asustaste.

James miró la flor que tenía en la mano.

—Ya he hablado de todo esto con Georgia y a ella le parece bien, mamá.

—Bueno, pues no sé si a mí me lo parece, señor —objetó Lilian con las tijeras de podar en una mano mientras con la otra le dirigía un gesto admonitorio con el dedo—. Porque en cuanto concebisteis un hijo, la cosa ya no tuvo nada que ver con lo que tu padre y yo siempre te dijimos. Entonces pasó a tratarse de tu familia, de esa hermosa niña y esa mujer que ha sufrido durante tanto tiempo y que no sé cómo ha podido perdonarte. Tienes a una mujer excepcional en esa Georgia Walker, sea blanca o negra.

—Sí, es muy especial —admitió James—. Es lista, divertida y se deja llevar, se toma la vida con calma. Hace que quiera ser un hombre mejor.

Lilian meneó la cabeza.

—Me alegra oír eso, pero quiero que lo comprendas. No es lo que yo hubiera querido para ti. Sin embargo, tu padre y yo nunca te cerramos la puerta. Ni a esa pequeña tampoco. En esta familia no nos damos la espalda unos a otros, sea lo que sea lo que suceda.

James se llevó el capullo a la nariz y aspiró el delicado aroma. Oyó risas procedentes del interior de la casa y se volvió en dirección a la ventana del salón con una sonrisa.

—Ahora ya lo sé, mamá, lo sé mejor de lo que lo he sabido nunca —afirmó, al tiempo que la tomaba del brazo y la guiaba de vuelta adentro—. Y no volveré a salir corriendo a ninguna parte.