Capítulo 22

Era la primera vez que a Georgia la esperaban en el aeropuerto. Había algo muy especial, muy civilizado, en el hecho de no tener que salir arrastrándose hacia los taxis, los servicios de enlace, o para buscar a un desconocido que sostuviera un cartel con su nombre. No, James había estado allí; regresó a Londres para ocuparse de unos asuntos laborales y después tomó un avión de vuelta antes de que ellas tres abandonaran la casita de la abuela. Llevaban separados el tiempo suficiente para que Georgia empezara a temer que por alguna razón, de algún modo, aquella relación —si es que se podía llamar así— fracasara. Otra vez. De que todo hubiera sido un sueño: las horas de conversación en el jardín de la abuela, la entrada en casa, las caricias, los besos y el lento avance hasta el dormitorio, donde se sentaron uno a cada lado de la cama tomados de la mano y miraron a su hija dormida. Susurrando. Hasta que el cansancio se dejó sentir y James se fue al sólido sofá floreado de la abuela y encajó su alto cuerpo en él, con las piernas colgando, mientras Georgia se metía en la cama junto a Dakota. Había sido una de las mejores noches de su vida. Aun así estuvo todo el viaje inquieta, todo el vuelo del viernes, preparándose para una decepción. Sin embargo, estaba allí. Tal como le dijo. En la puerta de llegadas. Con un cartel en el que ponía WALKER E HIJA.

Llegaron justo a tiempo para la reunión del club, la penúltima de junio; tendrían un fin de semana para dormir y adaptarse al nuevo horario y empezaría la última semana de colegio para Dakota. James aparcó en doble fila en la calle lateral y empezó el prolongado proceso de subirles las maletas al apartamento.

—Vosotras id a la tienda, yo dejaré esto en el salón —le dijo.

Georgia ni rechistó, pues estaba impaciente por volver a casa. A la tienda. Vio que estaba como siempre: los estantes llenos de hilos de todos los colores del arco iris (se alegró al ver que por fin había llegado la nueva caja de lana merina); la brillante luz del sol entrando por la gran ventana, un último aliento del día de verano antes del crepúsculo; el suelo de madera limpio y reluciente; algunas clientas pululando por allí… Era muy agradable volver a olerlo todo otra vez, la lana, la calidez y el café que nunca faltaba en la trastienda. Sin embargo, había algo distinto: Peri había montado otra mesa junto a la caja registradora en la que estaba instalada la cadena de montaje de sus bolsos y recibía una ayuda muy necesaria por parte de Anita, que corrió a su encuentro para darle un fuerte abrazo, Lucie, quien le hizo una señal de aprobación con el pulgar al tiempo que movía la mano sobre su vientre, y Darwin, que, no sin esfuerzo, intentaba meter los bolsos en unas bolsas de plástico y la saludó tímidamente con la mano, con un pedazo de cinta adhesiva pegada en el dedo. K. C. había convertido el despacho de la trastienda en un centro de estudio para el LSAT, con libros amontonados encima de los papeles con que Georgia había cubierto la mesa y una provisión de pasas con chocolate, patatas fritas y refrescos (sin azúcar, aclaró, como si diciendo eso Georgia fuera a molestarse menos) a mano, sobre el archivador.

—¿Estás cómoda?

—En realidad, Georgia, te pensaba sugerir que compraras una silla nueva —respondió K. C.—. Con ésta me duele el trasero. ¿Una patata?

—No, gracias. ¿Cuándo recuperaré mi despacho, si se puede saber?

—¿Cómo? ¡No irás a pedirme que me vaya! —K. C. se acercó a Georgia y le puso la mano en la frente, fingiendo comprobar si tenía fiebre—. No. No estás delirando. Debes de estar… ¿relajada? ¿Qué te ha puesto de tan buen humor allí, en ese pueblo ovejuno de Escocia? —Se dirigió a la caja registradora y, con un susurro teatral, añadió—: Creo que Georgia ha pasado unas buenas vacaciones, señoras, ya sabéis a qué me refiero.

A continuación guiñó el ojo con dramatismo a Peri y Lucie. Anita emitió un sonido de desaprobación; K. C. le dedicó un guiño doble.

—¿Por qué estás tan rara, K. C.? Parece que tengas espasmos —criticó Dakota, con la mochila azul cielo al hombro y una insignia de la bandera escocesa prendida en su chaqueta vaquera, cuando Anita le estaba dando un fuerte achuchón.

—Hola, chispita, me alegro de volver a verte —K. C. dio un tirón de pelo a la niña—. ¿Por qué no subes corriendo arriba un segundo mientras nosotras hablamos con tu mamá?

—De acuerdo. Mi papá dijo que esta noche podíamos pedir comida india, y quiero asegurarme de que nos traigan raciones extra de sarnosas.

—¿Tu papá? ¿Está arriba, en el apartamento?

—Sí. Vino a vernos a Escocia y luego fue a recogernos al aeropuerto, y ahora va a quedarse a cenar conmigo.

—¿De verdad? —murmuró K. C. con expresión seria—. Creo que tu madre tiene que informar de esta pequeña excursión para ver a su…, ¿cómo la llamaste? ¡Ah, sí! Abuela. ¿Era una palabra clave para algo? Suéltalo todo, cielo —requirió a Georgia—, porque no pienso moverme de este despacho hasta que no haya oído hasta el último detalle.

Georgia vaciló y cruzó la mirada con Cat, quien no pudo evitar que una amplia sonrisa se dibujara en su rostro.

—Bueno, no sé… —dijo, intentando evadirse—. Creo que lo reservaré para la reunión del club.

—Está aquí toda la pandilla, amiga mía —insistió K. C.—. Y no nos moveremos de aquí sin saber los detalles.

Transcurrieron unas horas. James había pedido comida suficiente para todos, aunque, por supuesto, se quedó arriba con Dakota, viendo la televisión hasta que el desfase horario venció a la niña, que, tambaleante, se fue a acostar. Georgia estaba impaciente por subir para estar con él, aunque también se sentía muy emocionada por ser el centro de atención, presa de un atolondramiento que no había esperado volver a experimentar jamás. Era estupendo ser la chica que tenía la historia que todo el mundo se moría por escuchar. Se fijó en que incluso Cat parecía contenta, aunque al momento su mente volvió a estar arriba, con James. ¿Tenía pensado quedarse a pasar la noche? Tampoco iban a pasar de cero a cien en tres días, ¿no? ¿O sí? Menos mal que se había puesto unas bragas bonitas y se había depilado las piernas. Por si acaso. Hacía mucho tiempo que no tenía un motivo de los de «por si acaso». Y eso hacía que se sintiera fantástica. Se alegraba mucho de ver a sus amigas, claro está. ¡Pero a duras penas podía prestarles atención!

—¿Georgia? ¿Qué te parece? —preguntó Darwin, que le puso ante las narices una desfigurada muestra hecha con hilo grueso de color fucsia y verde lima.

—¿No es un buen comienzo? —apuntó Lucie.

Georgia contempló la muestra que tenía en las manos. Se trataba de un rectángulo de puntos confusos, el más descuidado y mal hecho que había visto en su vida. El extremo corto del hilo había quedado enganchado en el tejido en mitad de la pieza y había trozos con los puntos apretujados de forma reveladora en los que resultaba evidente que no se había terminado el punto del revés. En resumen, era horrible. Y una verdadera monada cuando se tenía en cuenta la fuente.

—Bueno, siempre se me olvida hacia dónde llevar el hilo, pero me dije: «Sigue adelante, Darwin», y lo decía en voz alta, ¿sabes?, porque quería demostrarte que estoy preparada —concluyó Darwin con una expresión radiante.

—¿Preparada para qué?

—Yo también voy a hacer el jersey. Mira —siguió, y empezó a sacar unas madejas nuevas de hilo de una bolsa color lavanda—. He comprado una lana estupenda.

Era uno de los cachemires más caros que tenían. Exactamente el tipo de lana costosa que una novata como Darwin tendría miedo de malgastar, y con ello, aumentar la posibilidad de cometer errores. Además, Georgia suponía que una estudiante de doctorado no podía permitirse el lujo de gastar tanto dinero en artículos para hacer calceta. Miró a su empleada con expresión ceñuda.

—Se empeñó en que quería esta lana —se justificó Peri.

—Claro que sí —repuso Georgia en tono suave—. Pero ¿sabes qué pasa, Darwin? Que éste no es el tipo de lana que necesitas.

—¿No? Pero Lucie utilizaba ésta —Darwin parecía alicaída. A saber cuántas horas había empleado en aquel trozo de muestra. ¿O acaso pretendía ser una bufanda? Resultaba difícil saberlo, pero lo que estaba claro era que había estado horas probando puntos distintos…, incluso podría ser que siguieran una pauta, si una quería encontrarla y prescindía de los puntos que se habían escapado y de los agujeros.

—Sí, sí —asintió Georgia, pensando con rapidez—. Pero Lucie estaba haciendo un jersey de invierno, ¿recuerdas? Ahora estamos en junio. Por eso deberías utilizar un hilo de algodón. Te lo cambiaré y te abonaré la diferencia.

Darwin se encogió de hombros.

—Está bien; si tú lo dices… De todos modos, preferiría utilizar lana. Como ésa de color gris moteado que hay ahí. Si crees que estoy preparada, claro.

Georgia fue a buscar unas cuantas madejas de hilo extra grueso, mezcla de lana y acrílico, y se las alargó.

—¡Tú estás más que preparada para empezar el jersey, querida! Sobre todo con mujeres como K. C. abriendo camino.

—¡Vaya! Veo que tu abuela no ha reprimido tu habilidad para las burlas —observó K. C., fingiendo haberse ofendido—. Te comunico que he encontrado una gustosa destinataria para mi muy vilipendiado jersey de bebé —notificó mientras señalaba a Lucie.

—¿Qué puedo decir? Me salió un día de repente. Primero era un pequeño bulto y al minuto siguiente ya era como un balón de baloncesto. —Lucie tiró de su chaqueta de punto—. ¿Lo veis? ¡Ni siquiera puedo abrocharme el último jersey que me hice!

—Pero dile que vas a vestir a la criatura con este vistoso modelo —insistió K. C., y agitó una aguja con las pasadas que conformarían la espalda del jersey, cuyos posibles fallos disimulaba el hilo acrílico multicolor.

—¡Si cuando me fui ya ibas por la espalda! —exclamó Georgia entre risas.

—¿Acaso puedes tejer y estudiar al mismo tiempo? —K. C. le hacía la señal de «stop» con la mano—. Bueno, quizá tú sí podrías. Pero yo no. Anoche hice unas cuantas pasadas más. Porque yo no estaba con ningún hombre que me besara en los labios y me distrajese…

Un coro de exclamaciones recorrió el grupo y Georgia se ruborizó. A grandes rasgos, las había puesto al corriente de los detalles básicos del viaje de James a Escocia. Y se lo contó punto por punto a Anita, quien a su vez compartió con ella los detalles de su regreso anticipado de casa de Nathan y de que su relación con Marty prosperaba. Habían acordado buscar un poco de tiempo para hablar las dos sin tener a Cat y a las demás mujeres del club rondando alrededor.

¿Había manuales sobre cómo divorciarse? Porque eso es lo que podría hacer Cat. Podía escribir un libro sobre el tema, y K. C., asociarse con ella y publicarlo. Sin embargo, el reto era sobrevivir a esta última prueba.

Cat aguardó impaciente a que el pasante de su abogado pasara a recogerla. Había sido lo bastante lista, por supuesto, para pagar por anticipado la estancia de tres meses en el hotel, una preocupación menos cuando le anularon las tarjetas de crédito. (Aunque, ahora que lo pensaba, quizá fue ese enorme cargo en la cuenta lo que provocó que él le denegara el acceso, para empezar). De todos modos, tres meses le habían parecido un período de tiempo razonable —casi todo el verano sin tenerla a ella como su azafata perfecta—, y suponía vagamente que Adam y ella volverían a estar juntos cuando el año diera paso al otoño. Porque él no podía vivir sin Cat, por supuesto. La maniobra de la mujer estaba pensada para recuperar su atención. Para hacer que la viera como a una persona de verdad. Con ambiciones y aptitudes.

Había estado más que dispuesta a abandonarlo, sí. Eso era muy cierto. Peor aún: en el fondo seguía creyendo que Adam podía cambiar. No había más que ver a James, ¿no? Y estar sola no resultó ni mucho menos tan fácil como lo vio en su imaginación. A pesar de todas sus baladronadas, tenía dudas.

En aquellos momentos estaba sentada esperando, citada para oír lo que Adam le ofrecía.

—Debería venir para que podamos repasar los detalles en persona —le había dicho su abogado.

La verdad es que tampoco tenía un lugar mejor al que acudir aquel caluroso día de verano. (Cat estaba aprendiendo que en el mundo hacía mucho más calor cuando no tenías un vehículo con aire acondicionado esperándote allí adonde fueras). Estuvo toda la mañana con Georgia —dándole la lata, según le hicieron saber— y luego pasó la hora de la comida en el gimnasio, tras lo cual fue a hacerse la manicura en un pequeño establecimiento de la esquina. (Formaba parte de sus nuevas medidas para reducir gastos: se acabaron las manicuras de spa). Después fue dando un paseo… hasta la tienda de punto. Para encontrarse con Dakota y charlar sobre las mañanas que la niña había pasado en una especie de campamento de día en el cual abundaban los juegos y los deportes y en el que hacían chucherías.

Se dio cuenta de que era eso lo que necesitaban las divorciadas sin trabajo: un campamento de día.

Georgia, claro está, le hizo notar que no podía pasarse el día andando por ahí con una niña que todavía no había cumplido los trece años. Y en el fondo, Cat sabía que había algo… bueno, algo raro en una mujer adulta que, como punto culminante del día, había estado una o dos horas leyendo Teen Beat y viendo a Beyoncé en la MTV. Pero sucede que eso le daba la sensación de estar haciendo algo importante. Algo que no tenía que ver únicamente con ella misma.

Aun así, incluso Dakota se lo preguntó. Y ni siquiera lo hizo con mala intención:

—¿No tienes más amigos? —le dijo con las cejas enarcadas cuando Cat hablaba sobre lo bien que podían pasárselo durante el verano—. Lo digo porque yo voy a trabajar en la tienda como siempre, y en agosto tengo club de teatro martes y jueves. Para prepararme para cuando esté en el Canal Gastronómico, ya sabes. Lo siento, Cat, supongo que no dispongo de tanto tiempo libre como tú.

Trece años. Y ya tenía un rumbo fijado.

—Creo que me acaban de dejar plantada —le dijo a Georgia.

—Quizá hayas forzado un poco las cosas —señaló su amiga—. Es una niña afortunada: os tiene a Peri y a ti para que la aconsejéis sobre moda y para hablar de chicos, a Anita para que sea su hada madrina y a su cansada y vieja mamá para que le pague las facturas y la arrope por la noche.

Últimamente Cat no tenía quien la arropara. Aunque Adam nunca fue un hombre mimoso y considerado. Así que, a decir verdad, no debería echarlo de menos. Se decía lo mismo cada noche cuando se iba a la cama llorando. Se había pasado años odiándolo. ¿Por qué tenía que anhelar ahora su compañía?

—Ya puede pasar a ver al señor Elkins, señora Phillips.

Cat siguió a la joven —quizá tendría que dedicarse a la abogacía, igual que iba a hacer K. C., ¿no?— y tomó asiento frente al hombre apuesto que la representaba.

—¿Cómo está, Howard?

—Bien, señora Phillips, estoy bien. —Normalmente la llamaba Cat, flirteaba un poco. En aquella ocasión fue directo al grano—. El señor Phillips no tiene intención de impugnar la demanda de divorcio. De hecho, ha ofrecido un acuerdo. No quiere discutirlo en los tribunales. Simplemente, quiere prepararlo de antemano: usted se queda esto y él, lo otro.

—Vaya, creí que me había dicho que estas cosas podían alargarse años.

Cat estaba sorprendida; había esperado que Adam intentase recuperarla. El hecho de que no lo hiciera, de que sólo quisiera hablar a través de abogados… le dolió. ¿No era más valiosa para él?

—Sí, hay casos; salvo que él está dispuesto a hacer un trato: una buena suma de dinero y se ha ofrecido a comprarle un apartamento de hasta cinco millones de dólares con la condición de que renuncie a la pensión alimenticia.

—¿Un apartamento?

—Podría comprarle uno típico de seis habitaciones en un buen edificio con vistas al parque. Está dispuesto a mover algunos hilos para instalarla en un edificio que a usted le guste.

—¿Y a cambio?

—No hay pensión alimenticia, y usted se compromete a no hablar nunca con los medios de comunicación, ni con nadie más, sobre el matrimonio o el acuerdo.

—¿Por qué hace esto?

—Estas cosas pueden llegar a ser desagradables, es mejor no armar un escándalo.

—¡No! ¡No me refiero a eso! —se exaltó Cat. Si se había terminado, pues bueno. Ella había querido tener la oportunidad de estar sola, pero no estaba preparada para el sentimiento de rechazo que la invadía. La voz le salió en un susurro—: No, no —repitió—. ¿Por qué deja que me vaya sin luchar por mí?