Capítulo 21

Habían terminado de cenar y, después de quitar la mesa, Georgia y la abuela cuchicheaban en la cocina mientras secaban los últimos platos. Pasaron muchas horas juntas las dos desde la Gran Charla del desayuno de hacía más de una semana, y Georgia aparecía perceptiblemente distinta. Se reía más a menudo. Escuchaba durante quince o incluso veinte minutos seguidos a Cat cuando ésta le exponía sus últimas ambiciones, y evitaba cualquier comentario desagradable, incluso aun cuando su vieja amiga se empeñó en que sería una estupenda orientadora vital:

—¡Qué te parece! ¡Podría ayudar a las mujeres a encauzar sus vidas!

—¡Ya lo creo que sí! —repuso Georgia con gravedad, haciendo su mejor imitación de la abuela.

Se dio cuenta de que aquel viaje había supuesto unas vacaciones perfectas. Hablaba con Peri casi a diario para estar informada de las cosas; por supuesto, sabía que Anita —tal como ella predijo— había tomado un tren antes de tiempo para volver al trabajo en la tienda de inmediato. Le explicaron que la labor del club marchaba viento en popa, aunque el clima veraniego se había traducido en una asistencia irregular. Hacía un mes de junio fantástico en la ciudad, le dijeron. Y también estaba siendo un mes glorioso en la campiña escocesa.

Como Georgia y la abuela estaban hablando a cada momento, Cat se encontró pasando varias tardes a solas con Dakota; charlaban sobre moda y miraban las revistas que había comprado en el aeropuerto. Ante la insistencia de la niña, Cat la ayudó a experimentar con los tubos y envases de su neceser de maquillaje; aplicaba un suave colorete y espolvoreaba un poco de sombra bajo las cejas, probaba tonos rojos y rosados en los labios…

—¡Ésta no puede ser Dakota!

Era la frase de la abuela cada vez que Cat reclamaba la atención de ambas, y la hija de Georgia entraba a grandes zancadas con un aspecto que se asemejaba tanto al de una joven y tan poco al de una niña que jugaba a disfrazarse, que Georgia se quedaba asombrada cada noche. Sin embargo, no lo criticó, pues advertía lo mucho que disfrutaba Dakota al tener a Cat para ella sola, tocando sus vestidos caros y oyéndola hablar de fiestas y cenas con glamour. Cat era como una estrella de cine para Dakota, cuya admiración mantenía a Cat inspirada cuando se sentía abrumada por todos los cambios que tenía por delante. Una noche, cuando Dakota ya estaba en la cama, le confesó a Georgia que el inminente divorcio aún no le parecía del todo real. No había nada como una separación para darse cuenta de que quizá, después de todo, todavía se sigue sintiendo algo por él.

—No sabría decirte —repuso en tono glacial Georgia, quien mantenía una actitud defensiva aun después de su armisticio con Cat.

—No pasa nada —dijo su amiga, que de lo relajada que estaba permitía que el gato atigrado de color naranja se tumbara en su regazo, aun cuando llevaba los pantalones de color crema planchados y todo—. Sé que estás mintiendo, chica Walker.

Y las dos mujeres permanecieron allí sentadas en un cómodo silencio, acariciando al gato y aprendiendo de nuevo a disfrutar mutuamente de su compañía.

El teléfono interrumpió el tranquilo reposo del trío femenino, y su sonido las sobresaltó; era la antepenúltima noche y la estaban pasando como otras tantas: la abuela tejía, Cat hacía planes de futuro y Georgia leía y dormitaba, aovillada, en la butaca del rincón. Dakota, exhausta tras haberse pasado el día desherbando con su bisabuela, se había ido a dormir, aun cuando ni siquiera eran las nueve.

—¿Quién será a estas horas? —masculló la abuela mientras se dirigía al teléfono, un modelo antiguo de color negro colgado en la pared de la cocina con el auricular unido a la base mediante un cordón. Dakota se maravilló al verlo y sugirió que debería donarlo a un museo de tecnología.

—¿Diga? —la abuela tenía esa peculiar costumbre tan común entre las personas mayores de gritar cuando hablan por teléfono—. Sí, está aquí. ¿Quién la llama? Entiendo. ¿Y dónde estás? Ajá. Por supuesto. Mira, sigue por la M60 hasta que veas el monumento que hay en el centro de la ciudad, luego continúa por esa carretera unos tres kilómetros más. Es la granja de ladrillo encalado y molduras amarillas. Identificarás la casa porque en el jardín delantero las flores de ruibarbo están llenas de vida. Sí, sí, de acuerdo.

Cat sintió un escalofrío que le recorrió la espalda, una mezcla de miedo y entusiasmo. La había encontrado. Adam había llamado a la empresa de la tarjeta de crédito para averiguar dónde trató de utilizarla y acudía en su busca. Con el tiempo y la distancia, al final se había dado cuenta de lo mucho que necesitaba a Cat. Y ella se lo haría purgar todo, por supuesto, pero quizá con ayuda de su terapeuta podrían hallar el modo de estar juntos, quizá incluso podría ayudarla en su nueva carrera.

Se acercó para tomar el teléfono y se sorprendió cuando la abuela volvió a dejar el auricular en la horquilla.

—¿Era Adam?

—¿Adam? ¡Oh, no, querida! —denegó la abuela, y volvió a acomodarse en la silla—. No, era el padre de Dakota, James. Llegará dentro de poco.

Georgia se despertó de repente y miró a Cat para confirmar que no había oído mal.

—Abuela, no esperaba… No sé, James y yo no estamos… juntos —se atropello Georgia con énfasis—. ¿Dónde está? ¿Y por qué le explicaste cómo llegar hasta aquí?

—Porque ya estaba cerca, en la gasolinera. Y creo haberte oído decir que veía a Dakota, ¿no? Creí que habías dicho que lo besaste.

—Sí, pero fue una estupidez. También te conté esa parte.

—Ya, pero pensé… —La abuela se estaba inquietando—. Caray, ahora resulta que he hecho lo que no debía. Bueno, lo mandaré con viento fresco. No lo dejaré entrar. Le diré que estás ocupada.

—¿Y qué vamos a hacer? ¿Fingir que nos estamos lavando el pelo? —intervino Cat, divertida—. Es casi como en el instituto Harrisburg.

Fue a buscar una bebida fría mientras a su alrededor empezaban a bajarse las persianas de la cocina y el salón; además, la abuela apagó las luces y comenzó a hablar en susurros.

Cat le dio unos sorbos a la Coca-Cola y observó cómo las dos mujeres Walker corrían por la casa.

—Oye, Georgia, ¿no me dijiste que James no era ningún problema? —señaló en voz alta para hacerse oír—. Pues parece que te estás tomando muchas molestias para evitarlo. A propósito, el coche alquilado está aparcado fuera. ¿Lo escondemos en el granero?

Georgia dejó de moverse, quedó un momento en suspenso y a continuación se abalanzó sobre las llaves del coche que estaban en la encimera de la cocina. Cat alargó el brazo para detenerla.

—Tengo una idea mejor —dijo en voz baja—. Nos pintamos un poco los labios y dejamos de comportarnos como maníacas. James está aquí; pues muy bien. Puedes arreglártelas. Además, estás poniendo histérica a la abuela.

La anciana, para entonces sin aliento después de haber recogido todos los abrigos y botas del armario de la entrada y arrojarlos en su cama, parecía pensar que tenía que barrer la casa para eliminar cualquier rastro de Georgia.

—¿Abuela? Olvídalo. Lo dejaremos entrar, no pasa nada.

La nonagenaria se secó la cara con un pañuelo de papel y asintió con la cabeza, aliviada. Las dos mujeres jóvenes fueron al cuarto de costura; cuando salieron al cabo de unos minutos, Georgia iba ataviada con unos vaqueros de color índigo oscuro y un ceñido jersey de seda en color celedón con cuello de pico, y los rizos domeñados hacia atrás con un pañuelo multicolor atado como si fuera una cinta para el pelo. Un toque de rímel y un poco de brillo de labios le dieron un aspecto totalmente «natural».

—Estás preciosa —dijo la abuela.

La anciana había vuelto a sentarse en el salón, pero estaba demasiado nerviosa para seguir haciendo punto. Cat se ofreció a calentar el agua para hacer té y Georgia se quedó rondando por allí, pues, aunque no quería esperar junto a la puerta principal, era renuente a alejarse demasiado. Vieron acercarse unos faros por el camino de entrada que brillaron a través de la ventana de la granja. Ya había llegado.

—Estaba en Londres por negocios —explicó James, que se removió en su asiento. Estaban sentados en la cocina, donde tenían lugar todas las conversaciones importantes en el mundo de la abuela—. Bueno, lo cierto es que me fui a Londres pocos días después de que dejaras la ciudad, intentando reunir el coraje suficiente para venir aquí. —Carraspeó—. Me quedé en el hotel local alegando unos negocios inventados para no acabar quedándome sin trabajo —se rió con timidez—. Quería verte, Georgia. Tenía un plan magnífico. Iba a venir aquí y a llevarte a Sweetheart Abbey…

—Las ruinas medievales. Ya lo conozco; la semana pasada recorrimos la costa de Solway con Dakota.

—Bueno, entonces ya conoces la historia: en el año mil doscientos y pico lady Devorgilla construye un monumento en honor de su amado esposo, creando un último lugar de reposo para sí misma y para el corazón embalsamado de él que, tras su muerte, ella llevaba consigo a todas partes.

—Más bien truculento. Dakota no pudo decidir si era asqueroso o era guay. Es un poco…, cómo te diría, ¿exagerado, quizá? Lo que quiero decir es que, vamos, James…, ¿Sweetheart Abbey, nada menos?

—Bueno, era un plan. En el aeropuerto alquilé un coche y enseguida me equivoqué de dirección. Estaba a mitad de camino de North Berwick cuando me di cuenta de que iba hacia el este en lugar de hacia el sur.

Georgia se rió.

—Sí, yo también tuve algunos problemas al venir.

El hombre alto estiró las piernas; las sillas compactas de la cocina hacían que pareciera más robusto que nunca.

—Bueno, quiero decir que no tenía intención de aparecer aquí tan tarde, ya de noche. Pero sabía que si me iba a un hotel, por la mañana habría perdido el valor.

—¿El valor para qué? ¿Para arengarme en casa de mi abuela?

—¿Eso es lo que hago? ¿Darte la lata? —James pareció cansado. Derrotado—. Bueno, tal vez sí. Estoy intentando hacer algo, no sé. Volver a conectar. Supongo —dudó, y retorció una servilleta.

Resultaba increíble. Que fuera capaz de entrar en una sala armado con planos e ideas y convencer a todo un equipo de típicos empresarios escépticos para que invirtieran cifras multimillonarias en acero y cristal y que se sintiese tan vulnerable en aquella cocina pequeña e inmaculada, rodeado de paños de cocina de punto y fotos de Dakota pegadas a la nevera con imanes.

—Georgia —murmuró—. Georgia, Georgia, Georgia… ¿Podemos dar un paseo?

¿Por qué no? Su hija estaba a salvo en la cama y era evidente que la abuela y Cat estaban escuchando a escondidas en la otra habitación. Podían ir andando por el sendero hasta la carretera y volver; se metió una linterna en el bolsillo, aunque imaginó que habría suficiente luz de luna para ver el camino. Le hizo una señal con la cabeza, fue a buscar la chaqueta al armario y entonces recordó que estaba en la cama de la abuela. Corrió a buscarla para que James no tuviera que esperar demasiado tiempo en el vestíbulo y que las otras dos no le hicieran preguntas.

—No te preocupes. Puedes estar segura de que te esperaremos levantadas —gritó Cat cuando salían.

Georgia se subió la cremallera para protegerse del frío aire nocturno y mencionó que le sorprendía que James no hubiera hecho ningún comentario sobre la presencia de su vieja amiga.

—Bueno, no me parece tan sorprendente. Solías hablar mucho de ella en los viejos tiempos. —Georgia le dirigió una mirada perpleja—. Es cierto, Georgia. Hablabas del daño que te hizo, pero principalmente de que te había resultado difícil conocer gente en Nueva York y de lo mucho que echabas de menos a tu amiga Cathy.

—Sí que la echaba de menos entonces. Y ahora también. Bueno, ahora Cat está empezando a gustarme. Poco a poco.

James se detuvo y se volvió hasta quedar frente a ella.

—¿Crees que queda espacio en tu vida para otro viejo amigo?

—Ya hemos pasado por esto, James. Muchas veces. ¿Por qué te presentas aquí y vuelves otra vez con lo mismo? ¿Se trata de una cuestión de ego? ¿Soy la chica que quieres mantener cerca por si acaso no te sale bien nada más? —preguntó sin rodeos.

—Está muy claro, pero no es la verdad. —James negó con la cabeza—. En aquel entonces lo hice todo por miedo a que lo nuestro no funcionara.

—¿Cómo dices?

—Iban tan bien las cosas entre nosotros… Yo era feliz de verdad. Pero pensé: «Bueno, somos de culturas distintas, de diferente color de piel, esto no durará, de modo que ¿para qué molestarse siquiera? Al final acabaremos rompiendo, así que mejor acabar ahora de una vez».

—¿Y me dejaste?

—Nooo —rechazó James, hablando con tacto—. Te engañé para que te enfadases conmigo y me dejaras tú.

Georgia sintió arcadas.

—Pues supongo que te funcionó.

Tras decirlo, se alejó de él y empezó a caminar de vuelta hacia la casa.

—Se trata de ser sincero. Por una vez. Mira, no sé si era eso lo que hice todo el tiempo —exclamó detrás de ella—. Tardé mucho en entenderlo. Pero es lo que he estado haciendo durante años. Pensando en ti. —Georgia aminoró el paso y escuchó su voz—. Lo siento. Lo siento de verdad. Haberte hecho daño. No estar cerca, con nuestra hija. —Fue tras ella y no tardó en alcanzarla—. Inventé una excusa tras otra, sobre que yo soy negro y tú blanca, luego sobre que nunca respondiste a mis cartas y que yo había cometido demasiados errores para volver. —James se volvió a mirar la carretera, vio pasar un coche e intentó mantener la compostura—. Pero un día, hará unos años, estaba sentado en la terraza de un café de París y vi pasar por la calle a una familia, una mujer negra con un hombre blanco y unos niños preciosos, e iban todos riéndose, de la mano, y me eché a llorar. Allí mismo. En público. —Ya no iba a detenerse. Tenía que hacérselo saber—. Empecé a almacenar regalos para Dakota en un armario con la intención de dárselos algún día, cuando la viera. Tenía Barbies, ponis de color rosa, cuadernos para colorear, cromos de Pokemon, el Monopoly, balones de fútbol…, libros de cuentos en francés y en inglés. Entraba en una tienda de ropa infantil y compraba ropa de todas las tallas porque no sabía lo que le iría bien. —James prácticamente se estaba ahogando en sus propias palabras—. Mi estilo de vida y todas esas fiestas se acabaron. Y doy gracias a Dios por ello, no sé sí sabes a lo que me refiero. Tenía la idea de que me convertiría en un hombre mejor, un hombre bueno, el mejor papá, y que luego regresaría a Nueva York y todo iría bien.

—James, esto es muy… —vaciló— ingenuo.

—Voy a mejorarlo. Fue presuntuoso. —Caminaban de nuevo uno junto al otro, alejándose del sendero para adentrarse en el lado florido del patio, hacia un banco cercano al rododendro—. Arrogante, estúpido y grosero, caramba —concluyó—. Y luego aparezco y me doy cuenta de que casi es una adolescente, de que no quiere esa colección de Barbies y de que toda la ropa que compré no era de su gusto. Porque no la conocía en absoluto. En cualquier caso, no se trata de gastar dinero.

—Pero nos enviabas cheques, y eso ayudó.

—¡Sí, es lo que me estuve diciendo durante años! «No soy un aprovechado porque pago la manutención». Pero simplemente era otra racionalización. Seguía sin compensar el hecho de que no estaba allí.

—Es verdad —admitió Georgia, e hizo una señal al hombre para indicarle que se sentara. Él negó con la cabeza—. Continúa.

Tomó asiento, dispuesta a escuchar. Últimamente había practicado mucho con Cat.

—Cometí un error. Un gran error, lo reconozco. Sin embargo, he pasado de pensar que debía alejarme de Dakota a lamentar que no pudiera volver a tener la esperanza de que aún existe otra oportunidad para mi hija y para mí. Y para ti y para mí.

—No somos una ganga de dos por uno, James.

—De acuerdo entonces. Depende de ti.

—Conforme. Respóndeme a una pregunta: ¿quién era esa mujer que te llamó cuando íbamos de camino a la fiesta de Cat? Lisette, creo —puntualizó, porque sabía perfectamente cuál era el nombre de la mujer.

James le dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Lisette? —repitió, e hizo una pausa—. Era mi secretaria en París, pasamos mucho tiempo juntos.

—¿Tu secretaria?

—Te diré, Georgia, que es muy atractiva —dijo James, quien por primera vez aquella noche esbozó una sonrisa—. No obstante, tiene más de sesenta años. Era más como mi madre, y lo mismo mecanografiaba un informe que me criticaba la corbata que llevaba.

—Ah…

Georgia se sintió avergonzada. Por su parte, James sintió que lo invadía la esperanza, animado por el hecho de que ella estuviera un poco celosa.

—Necesitaba saber que te he explicado cómo me siento realmente —suplicó con voz tierna y queda—. Te quiero. El sentimiento nunca desapareció. Me asombras. Eres tan inteligente, divertida, sexy y fuerte… Dakota te adora. Anita te adora. Cat tiene miedo de perderte de vista. Y yo te persigo por todo el planeta como un idiota. Georgia Walker, eres de esas personas que hacen mella. Nunca he podido dejar de pensar en ti.

—Eso lo dudo.

—No lo dudes. Eres…, todo en ti lo es, eres muy hermosa.

Al tiempo que lo decía, extendió el brazo hacia ella, pero Georgia levantó la mano y se apartó. No había mucho más que decir. James se metió las manos en los bolsillos y frotó con nerviosismo una moneda de 25 centavos entre el pulgar y el índice. Era una distracción.

—Tengo que irme —anunció con voz casi inaudible—. No quiero robarte más tiempo.

—James —dijo Georgia.

Fue una afirmación. James. De pie frente a ella. En el patio trasero de casa de la abuela.

En realidad aquello no podía ocurrir en casa, en Nueva York, rodeada de todos los recuerdos y el dolor persistente. Aquí podía verlo, por fin, no como el joven entusiasta y con futuro que fue una vez, ni como el tipo egoísta que la abandonó, sino como el hombre que realmente era entonces. Mayor. Más sofisticado y al tiempo menos seguro de sí mismo. Con una madurez a juego con su apariencia, con las sienes moteadas de canas. Ya no quedaban restos de niñez; Georgia veía toda la historia de su vida en las diminutas arrugas que rodeaban sus ojos, veía los recuerdos de los buenos tiempos y el peso del arrepentimiento en su mirada. ¿Cómo se puede perdonar lo imperdonable? No lo sabía. Sin embargo, de algún modo, ya lo había hecho. «¡Gracias, abuela!».

Se incorporó, rodeó el banco muy despacio, se quedó detrás y empezó a rozar suavemente la madera pulida. Sin mirar a James.

Pensó en sus cartas. Pensó en las noches en que se quedó levantada hasta tarde hablando con Cat de los hombres con los que se casarían. Divagaciones de adolescentes… La certeza. La insistencia en que nunca aceptaría que volviera un hombre que la hubiese engañado. Cat había estado de acuerdo con ella. Y luego se pasó quince años horrorosos con un zopenco mujeriego. Ahora era ella quien tenía delante a su propio rompecorazones y el gran amor de su vida en una misma persona.

Georgia lo sabía. Lo aceptaría de vuelta. No porque fuera el padre de Dakota, aunque eso contaba. Contaba mucho. Y tampoco porque hubiera permanecido soltera todos aquellos años. Se tenía a sí misma, y eso resultó suficiente. Había bastado. No era porque se hubiera esforzado mucho en enmendar las cosas, ni porque hubiese leído por fin esas viejas cartas, ni porque se hubiera hecho mayor y supiera que, en realidad, James era una persona en quien podía confiar. Aunque, sí, seguramente todas estas cosas influían en ella. Le brindaban un fin, le prometían un principio.

No obstante, existía una razón de mayor peso, una razón que, una vez superadas las poses, las defensas y todos los malentendidos, Georgia podía admitir abierta y honestamente.

Lo amaba. Simple y absolutamente, con una intensidad y pureza que le abrieron los ojos de un sobresalto. Ella también lo amaba.

Supo entonces que lo abrazaría y le revelaría que siempre lo había llevado en el corazón.

Georgia amaba a James. No había más que hablar.