Capítulo 20

Aquella mañana era sólo para humanos: a los gatos los habían echado al patio sin miramientos. La mesa estaba puesta con la porcelana buena de la abuela, la del dibujo de hojas con borde dorado, y había flores del jardín en su preciado jarrón de cristal emplomado. Desde luego, la abuela había organizado un gran despliegue todas las mañanas, desviviéndose por poner platos y más platos de comida en la mesa, preparándolas para sus excursiones de un día a Edimburgo para explorar el castillo y a Dumfries para recorrer los pasos de Robbie Burns, o fortaleciéndolas para pasar la tarde desherbando el jardín, mientras disfrutaban del sol y del vigorizante trabajo duro. Hacía unos días, sin ir más lejos, las sorprendió con un buen salmón ahumado escocés servido sobre unos bagels —de los de la tienda de comestibles, claro, pero aun así…— y el día anterior había preparado una frittata según la receta de un libro de cocina que Dakota había traído. (Georgia no recordaba ni una sola vez en que su abuela hubiera cocinado nada semejante). Además, siempre había gachas, panceta y morcilla (¡Dakota fue la única invitada que se atrevió a probar eso!), y huevos preparados de uno u otro modo. Una manera de empezar la mañana a la vieja usanza. Aunque Georgia, la verdad sea dicha, encontraba que toda esa comida tan pesada no le sentaba muy bien. No así su hija. —Una de las cosas que me encantan de estar aquí es el gran desayuno —anunció Dakota ante el plato rebosante de huevos y salchichas, con el tenedor en una mano y una rebanada de pan tostado con mantequilla en la otra—. En casa sólo tomo cereales, y no está mal, pero siempre he tenido la sensación de que faltaba algo. Ahora sé que es mi parte escocesa, que necesita gachas, panceta y huevos. Cada día. —Se inclinó para llamar la atención de su madre—. Cada día —repitió.

—¿Has oído hablar del colesterol?

Lo preguntó Cat, que comía un poco de fruta cortada y media rebanada de pan untada con una fina capa de la mermelada casera de la abuela, y se preguntaba si debía añadir una taza de yogur a su sencillo desayuno.

—Ya sé lo que es el colesterol —respondió Dakota con la boca llena. La abuela carraspeó hasta que la niña cerró la boca y tragó. Dakota se limpió los labios con la servilleta haciendo mucho teatro y luego continuó diciendo—: No afecta a los jóvenes de casi trece años. Ni a los escoceses.

La abuela se rió.

—¡Ojalá fuera así! Pero me atrevería a decir que tienes razón, tu parte escocesa necesita un buen desayuno por las mañanas. Georgia, espero que no le estés dando comida basura a esta niña que está creciendo.

Por supuesto, ya sabía que su nieta era muy concienzuda en lo que concernía a la dieta de Dakota. Y Georgia estaba acostumbrada a la parquedad de palabra de su abuela y al hábito de hablar en negativo con frecuencia. «Espero que no estés haciendo esto o lo otro» era la manera corriente que tenía la abuela para dar a conocer sus sentimientos, como si al enfocarlo de ese modo no le estuviera diciendo a alguien abiertamente lo que debía hacer. Aun así, Georgia se sintió herida. Primero, porque Dakota pareció insinuar que no hacía lo suficiente. Los niños se quejan, eso hacen. Pero, en aquella ocasión, el comentario de Dakota dio en el blanco. Al fin y al cabo, Georgia había sido más lenta por las mañanas, dormía hasta tarde y en ocasiones dejó que su hija desayunara sola. Y había tenido que intervenir la abuela… ¡Siempre dando consejos! Georgia estaba muy cansada, le dolía la espalda y, sencillamente, no pudo evitar saltar:

—¡No le doy comida basura para desayunar, abuela, y tú lo sabes de sobra! —gritó, y advirtió, iracunda, que la abuela no parecía alterarse lo más mínimo.

—Pues claro que no, querida —repuso, y le dijo a Dakota que saliera a recoger unas cuantas bayas frescas—. Distráete un poco, Dakota. Es hora de que las chicas mayores tengan una charla.

Cat se puso de pie y retiró su silla, dispuesta a dejar la mesa.

—Y tú, vuelve a sentarte inmediatamente.

La rubia tomó asiento.

Georgia farfullaba de indignación.

—Bueno, suéltalo ya —le ordenó la abuela—. ¿Qué tienes metido entre ceja y ceja?

La neoyorquina no necesitó que le diera más pie.

—Lo he hecho absolutamente todo por mi hija durante toda su vida, le he dado la comida adecuada, he derrochado el dinero en ropa especial y campamentos de verano, he arreglado las cosas para que sus amigas se quedaran a dormir y he organizado noches de cine —enumeró con tono brusco. No lloriqueó. No, Georgia estaba enojada. Enojada de verdad, y mucho. Y no era con la abuela. Lo sabía. Más o menos—. En todos estos años no he tenido ni una sola cita y he impuesto disciplina cuando lo único que quería hacer era ceder a sus exigencias e irme a dar un baño caliente. ¿Sabes lo que nunca he tenido? ¡Tiempo para mí! Tiempo para relajarme sin más. Siempre hay algo: la tienda, el padre de Dakota, o la mejor amiga, que me apuñaló por la espalda, que parece incapaz de tomar ni una puta decisión y me siguió hasta tu casa.

Estaba desatada, ponía énfasis a su discurso hendiendo el aire con la cuchara y, en momentos clave, dirigiéndola hacia Cat, que miraba a Georgia con evidente disgusto.

—Y tú sabes tan bien como yo, abuela, que mi madre nunca me ofreció ni un solo pedazo de dulce en toda mi vida, y eso no me hizo mejor persona —prosiguió—. Todo lo contrario. Bess apenas me dijo una cosa agradable en toda mi vida y, francamente, un cuenco de Froot Loops podría haber animado un poco las cosas de vez en cuando.

—Supongo que sí —la abuela no alteró la voz y mantuvo un calmo semblante—. ¿Qué más?

—Mi madre nunca hace ningún esfuerzo, nunca va a la ciudad a ver a Dakota; se queda en Pensilvania, es esa pariente a la que ves una vez al año por Navidad. ¡No me extraña que Dakota se obsesionara hasta el punto de pedalear hasta Penn Station para ir en busca de su familia! A duras penas la conoce.

—¿Cómo sabes que Bess no hace ningún esfuerzo? —inquirió la abuela con aire pensativo.

—Porque nunca se molesta…

—… en hacer lo que crees que debería hacer. —La mujer de cabello cano sería anciana, pero tenía las ideas muy claras. Y no se anduvo con rodeos. Ahora le tocaba a ella—. Tu madre tiene su propia historia, Georgia. Y me figuro que, si mi hijo se parece aunque sólo sea un poco a su padre, es un tipo exigente. Encantador. Bueno. Pero particular. Difícil. ¿Y qué sabes de los pesares secretos de tu madre? ¿Cuándo te has acercado a ella sin pedir nada a cambio?

—A ti nunca te ha gustado Bess, abuela; ¿cómo puedes estar ahí defendiéndola?

—Porque acabo de oír cómo te quejabas de tener una hija que necesita tanto de ti que te sientes como si ya no te quedara nada —repuso la anciana, y dirigió a Georgia la más tierna de las sonrisas—. Y después he oído que te quejabas de tener una madre que nunca te dio suficiente —añadió. Se levantó de la mesa, fue a devolver la leche a la nevera y continuó su exposición—: Supongo que cuando se trata de la naturaleza humana, sé más de lo que me corresponde. Enviudé joven. Crié yo sola a mis hijos. Tenía la sensación de estar haciéndolo todo yo sola, aunque ahora me doy cuenta de que no lo habría conseguido de no ser por los amigos y la familia que tenía en derredor.

—Ya veo adónde quieres llegar con esto, abuela, y tú no sabes lo que es estar sola en Nueva York. No es lo mismo que en la Escocia rural.

—No, pero sí sé lo que es estar sola con dos bebés hambrientos y una Guerra Mundial a la vuelta de la esquina, Georgia, de modo que no caigas en la trampa de pensar que tú lo has tenido más difícil. —La abuela fue cortante—. La tensión no la provoca la situación, querida, sino la persona. Hay quien puede soportarlo y hay quien no.

—Yo no puedo soportarlo —intervino Cat, comprensiva—. Nunca pude hacerlo.

—Eso es una estupidez. Lo que sucede es que tú —dirigió a Cat un gesto admonitorio con el dedo— ni siquiera lo has intentado. —Volvió a centrar su atención en Georgia—. Y tú, querida mía, has pasado demasiado tiempo dándole vueltas al pasado. Sintiendo un poco de lástima por ti misma, me atrevería a decir. Os garantizo, y esto va por las dos, que existe una constante en las personas. En todo el mundo. Vosotras, yo, Bess… Todo el mundo.

—¿Cuál? —preguntó Cat, ansiosa, en tanto que Georgia se volvía a mirar a otro lado, frustrada.

—A veces las personas no hacen las cosas bien —afirmó, y empezó a recoger los platos de la mesa y a llevárselos para fregarlos—. ¿Me habéis oído? Digo que las personas a veces no hacen lo correcto.

—Y entonces, ¿qué? —espetó Georgia.

Su tono de voz dejó claro que no estaba satisfecha. Cat, en cambio, estaba pendiente de todas y cada una de las palabras de la abuela.

—Entonces te toca decidir a ti cómo vas a reaccionar a lo que te ofrecen. Porque no puedes hacerles cambiar.

—¿Y ya está?

—Sí, ya está.

Georgia volvió a reclinarse bruscamente en la silla. Suspiró.

Frunció el ceño. Luego, sonrió. Un leve esbozo de sonrisa torcida. Si su familia no iba a cambiar, entonces podía dejar de dedicar tanta de su preciosa energía en intentar que lo hicieran. No había nada como recibir una bronca de su abuela para ver las cosas con objetividad. Para darle la tarjeta de salida de la cárcel que había estado buscando.

Se volvió a mirar a Cat. El atisbo de sonrisa se ensanchó poco a poco hasta llegarle de oreja a oreja.

—Te toca a ti —dijo en tono retador.

Cat se encogió de hombros.

—¿Por qué me miras? Estoy bien. Lo que pasa es que no sé qué hacer, sólo eso. Pero voy a salir adelante sola —declaró, y se colocó las manos en el regazo y miró por la ventana con una expresión de pura calma sin cruzar la mirada con nadie.

Georgia soltó un resoplido.

—Ya está bien del numerito —masculló—. Volvamos al principio: una brillante alumna de instituto le roba la plaza en Dartmouth a su mejor amiga y acaba por convertirse en una bobalicona de la alta sociedad.

—¿Bobalicona? ¿Crees que soy bobalicona?

—Creo que lo pareces, sí.

—Pues no soy estúpida, Georgia, y tú lo sabes.

La abuela se volvió en el fregadero y alzó una mano cubierta de espuma de jabón.

—Si me lo permites, creo que se refiere precisamente a eso, querida —intervino—. No eres estúpida, pero vas revoloteando por ahí como si fueras una niña.

Cat se puso roja como la grana; ni siquiera ella tenía la intención de enfrentarse a una anciana abuelita. Así pues, concentró sus energías en Georgia y la emprendió con ella.

—Acudí a ti, fui a verte. ¡Te pagué para que me hicieras un vestido y así impulsar tu negocio!

—¿Me estás diciendo que lo hiciste para ayudarme? No necesitaba tu caridad. Ese vestido es una obra de arte. ¿O acaso crees que comprarme un vestido compensa lo de la universidad?

—¡Sí! ¡No! ¡No lo sé!

—Muy bien, enfadaos, chicas —las aplacó la abuela mientras frotaba la cacerola con un cepillo para eliminar los pedacitos de huevo—. Eso siempre conduce a la raíz de las cosas.

—Vi el artículo en la revista y pensé: «Aquí está. Mi oportunidad de arreglar las cosas». —Cat había retirado la silla y caminaba por la habitación gesticulando furiosamente con las manos—. Y tú parecías tan segura de ti misma, tan capaz y tan igual a como yo te recordaba… Todos esos rizos… Pensé que te demostraría que podía permitirme comprar algo realmente caro. O quizá que absorbería este gran talento que posees para el éxito.

—No confundas el éxito con el dinero —replicó Georgia con sequedad—. Son cosas totalmente distintas. Y no hay mes que no tenga que preocuparme por el balance final.

—También se trata de eso precisamente, ¿no lo ves? Tienes todas esas cosas que importan. Un negocio. Una hija. Un hombre al que le gustas de verdad.

—¿Un hombre? —terció la abuela, a quien le picó la curiosidad.

—No sigas por ahí —gruñó Georgia.

La anciana siguió lavando los platos del desayuno en el fregadero de espaldas a la mesa y miró por la ventana para ver a Dakota, que aún estaba recogiendo fresas, y se comía dos o tres por cada una que metía en el cesto. Escuchó cómo las dos se atacaban mutuamente sin hacer ningún comentario.

—Vi todo lo que habías hecho y creí que me salvarías —siguió Cat, y se cruzó de brazos—. Pensé que me salvarías de mí misma. —En la cocina hubo abundantes meneos de cabeza—. Es tal como dice la abuela: no hice las cosas bien. Ya está. Lo siento, me he disculpado y ahora quiero que terminemos con esto de una vez.

—Bueno, primero tengo unas cuantas cosas que decirte —Georgia habló despacio y empezó a juguetear con el salero y el pimentero. La abuela siguió recogiendo las cosas con entusiasmo, como si su principal prioridad fuera tener una encimera reluciente, aunque, por supuesto, estaba escuchando con suma atención.

—No negaré que heriste mis sentimientos. Pero creo que cometiste un error. Creo que te rendiste en la vida. Decidiste que los logros de tu esposo implicaban que tú no necesitabas los tuyos. —Cat ladeó la cabeza como si estuviera muy concentrada—. Y ahora estás haciendo otra versión de lo mismo, me sigues hasta Escocia para ver si puedo ser la persona a la que vincularte. Y ya es hora de que hagas las cosas por ti misma. No se trata de ser la mejor o la más rica, Cat. Sólo tienes que ser lo bastante buena. Lo bastante buena para salir adelante, lo bastante buena para irte a dormir por la noche sabiendo que has hecho un esfuerzo.

Había visto a su amiga disgustarse con ella —enojarse, más que nada—, pero en aquel momento Georgia parecía dominar la situación. Ahora estaba siendo muy… emocional. Y sincera. Y tenía razón. No había sarcasmo ni burla. Sólo pura exposición de hechos. Sin más.

¿Y ahora qué? Cat sabía que había estado alicaída, imaginó que Georgia la reanimaría. De alguna manera. Sin embargo, el problema no radicaba simplemente en ponerse demasiado Botox o en llenar sus días yendo de compras caras para compensar el hecho de no tener nada que hacer que mereciera la pena. Cat había abandonado toda responsabilidad sobre sí misma. El único problema era que nadie quiso asumirla. Pero claro, no existía ninguna razón por la que tuvieran que hacerlo.

—Depende de mí —susurró Cat—. Depende totalmente de mí. —Su voz aumentó de volumen, hasta ser casi triunfal, y extendió los brazos—. ¡Puedo hacerlo! Sólo tengo que aprovechar mi poder y levantar el vuelo.

—¡Cielos! Creo que hemos gastado toda la Nueva Era nosotras solas.

El discurso de Cat fue interrumpido por la abuela con cierta mala cara. A esa chica se le daba muy bien el dramatismo. No obstante, la anciana estaba contenta, pues con los años había aprendido que una verdadera amistad no termina nunca. Siempre puede volver de nuevo.

—Bueno, ojalá pudiera recuperar los cincuenta mil dólares que me gasté en terapia. En lugar de eso tendría que haber venido aquí en busca de sabiduría —se rió Cat.

—Lo llamas así porque soy vieja —dijo la abuela, que alargó la mano hacia el armario—. Pero no sabia. Lo único que predico es el sentido común.

La puerta trasera chirrió y Dakota entró disparada con los labios manchados de color fresa y el recipiente lleno de fruta en la mano. Y así la intensidad quedó rota, aliviada, enriquecida. La abuela se sentó a la mesa —Georgia, Cat y Dakota habían vuelto a sus asientos— y trajo té recién hecho y una tableta de buen chocolate negro. Dijo que era un pequeño postre del desayuno.

—Te has ablandado, abuela —bromeó Georgia.

—Puede ser —admitió la anciana, y mordió una dura porción de chocolate—. Pero es mejor relajarse sobre la marcha o te expones a volverte una persona crispada.